Se ha cumplido en estos días un aniversario más de la tragedia de Pekín en 1989, que todo mundo conoce como la “matanza de Tiananmen”, y que nunca llamo así porque en esa plaza no hubo tal matanza. La gente murió fuera como me gusta puntualizar siempre, y puedo decirlo pues estuve allí. Aquello fue la noche del 3 al 4 de junio, y creo que las cosas ocurrieron de tal manera porque Deng Xiaoping no quiso convertir un espacio “sagrado” para el régimen en el epicentro de aquel drama. Pero eso es otra historia.
La cosa es que a comienzos de mayo de aquel año, cuando llegué a Pekín y comencé a hablar con los estudiantes —que se manifestaban por las calles de la capital china, y en la famosa plaza que fue su centro de operaciones: huelga de hambre, sentadas, conciertos, etc.— me llamó la atención una palabra que afloraba en boca de todos cuando hablabas con ellos: TOEFL. Al principio no hice mucho caso pues mi atención se centraba en la protesta callejera pero al darme cuenta de su reiteración, pregunté de qué se trataba.
TOEFL resultó ser el acrónimo compuesto con el nombre de un examen: Test of English as a Foreign Language, que es una prueba para evaluar la capacidad de un estudiante de comprender y emplear el idioma inglés en el contexto académico. Se trata de un requisito indispensable de admisión a programas de postgrado particularmente en universidades norteamericanas. Hay otro examen, el GRE, Graduate Record Examination, que también quita el sueño a los estudiantes chinos. Éste es para postgrado y evalúa el razonamiento verbal, el razonamiento cuantitativo y la escritura analítica.
Desconozco las cifras actuales, pero en el curso académico 2019-2020 había, solo en instituciones de educación superior en Estados Unidos, cerca de 372.000 estudiantes chinos (entre ellos, por cierto, una hija de Xi Jinping); siendo éstos, por otra parte, históricamente una de las poblaciones internacionales más grandes en las universidades norteamericanas. Todos ellos, naturalmente, han superado una de esas dos pruebas o las dos.
No solo eso. Precisamente por estos días, los estudiantes chinos que aspiran a ingresar a una universidad están pasando una primera prueba de selección llamada Gaokao, palabra formada por dos caracteres que literalmente significan eso: “examen de ingreso a la universidad”. Fue la joya de la corona de las reformas de Deng Xiaoping. Después del caos en que la Revolución Cultural de Mao Tsetung sumió al país, enviando profesores y alumnos a regiones apartadas de sus domicilios a convivir y trabajar con los campesinos, Deng comprendió que era necesario recuperar la educación para levantar al país y a la vista está el resultado.
Esta semana, se presentan al Gaokao casi 13 millones de estudiantes, cerca de un millón más que el pasado año. Según las estadísticas suele superar la prueba el 90 por ciento de quienes aspiran a ingresar a alguna de las 3.000 universidades del país. Durante estos exámenes están prohibidos los teléfonos y los relojes digitales, y un sistema de reconocimiento facial, inhibidores de frecuencia y huellas dactilares impide hacer trampas o suplantación de personas.
Quienes aspiran a ingresar a una universidad en China deben obtener un mínimo de 600 puntos de un total de 750 que es la máxima nota. Y para conseguir esta meta, los estudiantes y sus padres están dispuestos a toda clase de sacrificios. Los que no lo consigan podrán intentarlo el año próximo; y del éxito o fracaso en estas pruebas depende no solo el futuro de los estudiantes sino el de sus familias. A mayor puntaje mejor centro consiguen para su formación profesional, y la recompensa puede ser un vuelco a tu vida y a la de los tuyos. En China funciona la meritocracia y cualquiera, incluso aquellos de menos recursos, pueden ascender por el estudio y la capacidad de aprendizaje en la escala social.
Contemplar aquel mundo desde este platanal, en el que hoy las cosas dependen de los mensajes por whatsapp de un borracho, de las declaraciones de una empleada del servicio o del discurso incoherente de un mandatario, a quien los estudiantes le importan solo en la medida en que lo acompañen en la calle, no puede sentirse más que desesperanza y pesar.
Cómo se les llena la boca a los políticos colombianos hablando eternamente de la paz, de reformas de todo tipo, y nunca de educación.