En los documentos oficiales estadounidenses se habla de China como la gran incógnita de este siglo, de modo que en un año de elecciones norteamericanas, pensar en la reacción del gigante asiático de cara a ese proceso resulta en este momento de lo más pertinente. Y uno de los aspectos más inquietantes tiene que ver con el destino de Taiwán, “la isla rebelde” para los dirigentes de Pekín.
Entre las muchas especulaciones que podemos leer en estos días, antes del casi previsible triunfo de Donald Trump en las elecciones del mes de noviembre, hay quien contempla la posibilidad de una invasión de Taiwán por parte de China. Un escenario apocalíptico. Taiwán es la gran proveedora de unos elementos sin los cuales se paralizaría Occidente: los chips.
En La guerra del los chips, el libro de Chris Miller, definitivo para comprender el fenómeno de estos componentes, podemos leer: “Rara vez pensamos en los chips, pero ellos han creado el mundo moderno. El destino de las naciones ha dependido de su capacidad para aprovechar el poder de computación. La globalización tal como la conocemos no existiría sin el comercio de semiconductores y los productos electrónicos que éste hace posible. La primacía militar de Estados Unidos surge en gran medida de su capacidad para aplicar chips a usos militares”.
Y Taiwán, una pequeña isla en el Mar del Sur de la China, es un gigante en el mundo de los chips. La historia de cómo este enclave asiático logró posicionarse hasta convertirse en clave para tanto de lo que hoy mueve el mundo es absolutamente apasionante.
Las calles entonces polvorientas de escasos automóviles y grises edificios de Taipei, la capital de Taiwán, vieron salir hacia Estados Unidos en el verano de 1969 a Shih Chin-tay, un joven crecido en un pueblo de pescadores, que iba con destino a la Universidad de Princeton. Estados Unidos tenía aquel año una economía mayor que las de la Unión Soviética, Japón, Alemania y Francia juntas. El joven Chin-tay soñaba con mejorar la situación de su isla, y vaya si lo consiguió.
A su regreso de Estados Unidos a finales de la década de 1970, Shih Chin-tay se unió a los mejores y más brillantes ingenieros de Taiwán y, en una pequeña localidad al sur de Taipei, montaron con el apoyo del gobierno, el embrión de Taiwan Semiconductor Manufacturing Company (TSMC), que es hoy la novena empresa más valiosa del mundo.
En TSMC Taiwán fabrica más de la mitad de los chips que permiten el funcionamiento desde un coche a un televisor, pasando por un teléfono y hasta un avión. Para dirigirla reclutaron a Morris Chang, un ingeniero chino-estadounidense que hoy es conocido como el padre de la industria de semiconductores de Taiwán. Chang comprendió que no podía competir con la poderosa industria norteamericana o japonesa y se centró en unos componentes del tamaño de una uña que hoy mueven el mundo.
Los codiciados secretos de TSMC hacen hoy a Taiwán imprescindible pero también muy vulnerable. El gobierno de Xi Jinping no renuncia a “reunificar” su territorio incorporando de nuevo la isla a la “madre China”, de hecho esa es una meta fijada para antes de 2049 cuando se cumplirán 100 años de la República Popular de China.
El riesgo que pende sobre Taiwán plantea una cuestión no precisamente menor: el hecho de que la producción de potencia informática de Estados Unidos en particular y de Occidente en general dependa de una serie pequeña de puntos críticos. Las herramientas, los productos químicos el software son a menudo producidos por un puñado de empresas, y en algunos casos por una única empresa.
Dice Chris Miller en el citado La guerra del los chips: “Ninguna otra faceta de la economía depende tanto de tan pocas empresas. Los chips de Taiwán proporcionan cada año el 37 por ciento de la nueva potencia informática del mundo. Dos empresas coreanas producen el 44 por ciento de los chips de memoria del mundo. La empresa holandesa ASML fabrica el 100 por ciento de las máquinas de litografía ultravioleta extrema del mundo, sin las cuales es simplemente imposible fabricar chips de última generación”.
Visto así, sin ánimo de alarmismo pero contemplando una realidad que parece incontestable, quizá vivimos en un mundo más frágil de lo que podíamos imaginar.