La primera vez que vi un teléfono móvil en mi vida —un celular, como se llama en Colombia— fue a mediados de los años ochenta en la entonces colonia británica de Hong Kong. Y recuerdo lo mucho que me llamó la atención, y lo pertinente que me pareció la medida, que en algunos restaurantes era necesario dejar el aparato depositado a la entrada del establecimiento para no molestar a los clientes, dedicados al placer de disfrutar de la por lo general rica comida del lugar. Allí se iba a comer bien y no a otra cosa.
Me planteé entonces ingenuamente por qué no le habrían advertido antes a los usuarios de aquellos aparatos unas mínimas reglas de educación para su uso; de hecho a los espectadores de partidos de tenis también les estaba rigurosamente prohibida la entrada con un aparato de aquellos que, desde el punto de vista estético, tampoco eran lo más atractivo que pudiera imaginarse. El teléfono era muy parecido a un zapato, y sus orgullosos portadores recordaban a un popular espía de serie de televisión, parodia de James Bond, que usaba para comunicarse con sus jefes precisamente un zapatófono.
Ya por aquella época, las clases de urbanidad en escuelas y colegios eran cosa del pasado. A nadie se le ocurría poner por escrito o leer normas de proceder en público para la mejor convivencia. Y mucho menos impartir una clase hablándole a niños y adolescentes de maneras de comportarse. Quienes fuimos niños de los años cincuenta, y aprendimos normas de urbanidad en la cartilla de Manuel Antonio Carreño, nos preguntábamos qué habría pensado aquel músico y educador venezolano si hubiese levantado la cabeza de la tumba. Lo que la gente empezaba a hacer con el teléfono era de una grosería insoportable. Nunca imaginé entonces que el zapatófono de aquella época habría de evolucionar hasta convertirse en un órgano indispensable del ser humano… y uno de los principales elementos embrutecedores del llamado homo sapiens.
Hoy no hace falta aprender la tabla de multiplicar; para qué si la sabe tu celular. Aunque alguna gente sensata de la que todavía queda en el mundo, ha empezado a darse cuenta de que a lo mejor no es tan buena idea darle a un niño un teléfono móvil en cuanto balbucea sus primeras palabras. Hay padres dispuestos a poner en sus manos antes un móvil que un biberón con tal de que el bebé esté tranquilo. Luchar contra esa tendencia parecerá cosa de retrógrados para algunos.
No así para muchos de los responsables de las grandes compañías tecnológicas que hoy en día prefieren enviar a sus hijos a estudiar a colegios donde la educación es analógica y los teléfonos celulares están prohibidos. Es más, el asunto ya es hoy motivo de debate en Australia, en Canadá, en Europa; y en algunos colegios de esos lugares, se está debatiendo o implantando tal prohibición de uso en las aulas.
Timothy Snyder, un historiador norteamericano a quien llaman “nuestro mayor intérprete de los tiempos oscuros”, acude en uno de sus libros, titulado Sobre la libertad, al ejemplo del animal enjaulado que finalmente aprende a obtener comida moviendo una palanca: “Aunque inicialmente no se apreció, el aislamiento del animal era crucial para los resultados del experimento. Ese experimento continúa cada vez que te colocas delante de una pantalla conectada a un microprocesador en red. También están experimentando contigo, basándose en lo aprendido de los animales”.
Snyder plantea el peligro en el que vive la sociedad actual de déficit intelectual y falta de democracia por el papel de las redes sociales y la implantación de la inteligencia artificial. Lo estamos confiando todo a esos dos factores para informarnos, abandonando el papel verificador que tenían los medios de comunicación. En palabras pobres, que cada vez somos más brutos gracias al avance de la tecnología.
Una persona con quien hablé esta semana del asunto, y que tiene por qué saberlo, me aseguraba que terminaremos obedeciendo a lo que las máquinas quieran que hagamos. No se trata de estigmatizar las máquinas, por supuesto. Son maravillosas y de gran ayuda, quién puede negarlo; pero, como dice Snyder, “la libertad es positiva; necesita el mundo vivificante de los valores. Si no tenemos un cometido, estamos al servicio del cometido de otra persona, o de una máquina sin cometido. Nos han encomendado una tarea sin sentido: ajustar, adaptar, normalizar, interiorizar el principio de muerte antes de morir.”
Adenda: Quise escribir esta columna sobre el consejo de ministros del gobierno de Gustavo Petro transmitido en directo por televisión, pero el espectáculo me dejó sin palabras.