
En su libro “El hombre en busca de sentido”, el psiquiatra Víctor E. Frankl, judío austriaco, cuenta, de una manera increíblemente serena, sus incontables sufrimientos en los campos de concentración nazis, en los que perdieron la vida no solo sus padres y su hermano, sino su mujer. De todas las secuencias que narra hay una especialmente íntima, sobrecogedora para muchos, cuando él y sus compañeros, cierto día, cavaban una trinchera en “un amanecer gris, como gris era el cielo y gris la nieve, y grises los harapos que mal cubrían los cuerpos de los prisioneros, y grises sus rostros”.
Al avanzar en su relato, añade: “Mientras trabajaba, hablaba quedamente a mi esposa, o quizás estuviera debatiéndome por encontrar la razón de mi sufrimiento, de mi lenta agonía. En una última y violenta protesta contra lo inexorable de mi muerte inminente, sentí como si mi espíritu traspasara la melancolía que nos envolvía y me sentí trascender aquel mundo desesperado, insensato. Y desde alguna parte escuché un victorioso ‘sí’ a modo de contestación a mi pregunta sobre la existencia de una intencionalidad última” (a Frankl se le considera el fundador de la tercera escuela vienesa de psicoterapia, la logoterapia, cuyo fin es ayudar a las personas a encontrar un sentido, “una intencionalidad última”, a la vida y sus realidades).
Y prosigue: “En aquel momento y en una franja lejana, encendieron una luz, que se quedó allí fija en el horizonte, como si alguien hubiera pintado en medio del gris miserable de aquel amanecer en Baviera. Et lux in tenebris lucet, ‘y la luz brilló en medio de la oscuridad’. Estuve muchas horas tajando el terreno helado. El guardián pasó junto a mí, insultándome, y una vez más volví a conversar con mi amada. La sentía presente a mi lado, cada vez con más fuerza y tuve la sensación de que sería capaz de tocarla, de que si extendía mi mano cogería la suya. La sensación era terriblemente fuerte: ella estaba allí realmente. Y, entonces, en aquel mismo momento, un pájaro bajó volando y se posó justo frente a mí, sobre la tierra que había extraído de la zanja, y se me quedó mirando fijamente”.
¿Realismo mágico, del que se habla aún?
La escena de Frankl, coprotagonizada por este en los lejanos años 40, volví a recordarla en los 90 cuando mi hija se refirió a una pequeña secuencia, vivida por Aleja, una compañera de colegio, a quien, en la mañana del día en que cumplía catorce años, la despertaron unos picotazos en la ventana, luego de lo cual, al asustarse, se fue para la habitación de su mamá, hasta cuya ventana la siguieron los picotazos. Al aumentar la incertidumbre, corren la cortina, ¿y qué ven? Una paloma blanca que movía las alas sin cesar al tiempo que fijaba la mirada en ellas. Después emprendió vuelo. El papá de Aleja había fallecido tres años antes.
¿Realismo mágico?
Las cosas están claras: Frankl, el psiquiatra, deseando “ver” y sentir a su mujer. Aleja, quizás sintiendo una querencia filial de “ver” de nuevo al papá.
Uno de los protagonistas, mayor, experimentado en la vida, en unas circunstancias complejas, casi terminales. El otro, adolescente, en la flor de la vida y las ilusiones, casi sin fin.
Una, la historia de un famoso, ido ya hacia un cosmos sin famas; otra, la de alguien sin fama, todavía.
Un pájaro, unas alas, allá; una paloma, unas alas, aquí. Un posarse al frente, aquí y allá. Un mirar fijo y sugestivo, allá y aquí. Un asombro encantador, aquí y allá.
Aves llegadas del cielo, allá y aquí. ¿De dónde más podían arribar? Aparecieron y se fueron hacia la dimensión definitiva. A seguir con sus destinos, sus vuelos, sus miradas. Hasta cuando Víctor extendiera su mano y tomara la de su amada. O hasta cuando a la “catorceañera” le quedara claro que la paloma era una parte de su vida que recuperaba, sin saberlo, por unos instantes mágicos.
¿Para qué traigo todo esto, comenzando una nueva jornada de la Tierra alrededor del Sol, y cada uno mil y una jornadas alrededor del reloj? Para invitar a creer en la vida de los espíritus amados (no hablo de la reencarnación, en la que no creo porque no la necesito para tratar de entender la existencia), que viven y conviven en un mundo de luz, de alas, de silencios gratos, de abrazos indescriptibles, de inspiración y compañía. No lo puedo demostrar, pero lo creo.
Al empezar en 2019 el camino de estaciones fugaces e irrepetibles, invito, pues, a quien haya llegado hasta este punto, a creer en los “pajaritos” (parecen serlo) que nos miran en instantes especiales, en las “palomas” que, en nanosegundos inolvidables, picotean la ventana de cierta manera. Es que, como dice “La paloma”, la vieja habanera del maestro Sebastián de Iradier y Salaverr, “si a tu ventana llega una paloma, / trátala con cariño que es mi persona”.
¿Realismo mágico? No. Es la realidad de tu gente buena. La buena gente, que llega a querernos desde un cielo. O como deseemos llamar “a eso”…
INFLEXIÓN. De las numerosas reflexiones breves escritas por Da Vinci en sus cuadernos, escojo esta, sabia y rotunda: “Creía estar aprendiendo a vivir, cuando lo que en realidad hacía era aprender a morir”.