Llegaron y están aquí. Unos quisieron salvar sus capitales e invirtieron, otros salvar solamente sus vidas, porque como alguna vez afirmó Horacio Guaraní: “no teníamos siquiera para sobrevivir, solo nos alcanzaba para estar”. Unos y otros, extremos de una realidad que los atropelló sin que ellos pareciera haberla visto, escogieron a nuestro país como tabla de salvación, bien por sus potencialidades o simplemente por su cercanía, pero ahora, querámoslo o no, forman parte de nuestra cotidianidad y con ellos tenemos que construir una nueva patria.
Los venezolanos son como nosotros: los hay ricos y pobres, provienen del llano, de la costa o de la sierra; son mulatos, negros, indios o blancos; jóvenes, viejos, hombres, mujeres, LGBTI y conforman familias tradicionales, disfuncionales, uniparentales o diversas; están sobre calificados académicamente, o son profesionales, estudiantes, trabajadores rasos, e incluso, analfabetas; tienen afectos, sentimientos, pasado, ancestros e ilusiones.
Nos los encontramos en todos lados: ya no creo que haya un negocio, una empresa, una estación de gasolina, un restaurante, una escuela de artes, una universidad o un colegio, especialmente en nuestras grandes ciudades, donde su acento que nos parece igual pero que entre ellos son capaces de diferenciar, nos indique que es “venezolano”, esto es, que no es de aquí, que está como en un pare y siga de sus vidas, que creemos que es como una visita de la que no sabemos cuánto tiempo se va a quedar en nuestra casa.
Pero, en general, no nos estamos dando cuenta que agregan valor. Claro, algunos roban y matan; algunos gritan con sus fechorías, mientras casi todos ellos trabajan en silencio, como en una eterna meditación en la que seguramente también están pensando hasta cuándo será ese paréntesis de sus vidas, si valdrá la pena enraizarse aquí, seguir soñando con volver o convertirse en un paria hasta encontrar un lugar donde su integridad se sienta como en casa.
Ellos, casi es una constante, trabajan con mayor dedicación, con mayor alegría, con más ganas. En Bogotá particularmente, se diferencian por su buena atención, por su facilidad para sonreír, su disposición para lograr que el cliente se sienta mejor. “Pero sonría hombre, deme la mano, mire que lo estoy saludando”, le dijo ayer una bella joven en un restaurante a un señor huraño, frío. Él la miró con algo de desconfianza, después extendió su mano con prevención y aflojó una sonrisa; dos niñas más que también atendían a otros comensales, aplaudieron. Yo también lo hice, todos lo hicieron. Fue un momento de luz, de fe.
Fe como la de mi amigo Edgar quien como su esposa Kristel tenían trabajos estables en Valencia, eran conocidos y reconocidos allá, pero tuvieron que emigrar para salvarse y buscar opciones para sus niñas. “Soy abogado constitucionalista, es decir, nada ahora”, me dijo Edgar con una nostálgica sonrisa cuando le conocí. Ahora tienen trabajo, sus hijas están escolarizadas y contrario a lo que ellos hubieran imaginado, reciben alimentos y kids escolares por parte de la municipalidad en un precioso pueblo de Antioquia. Están muy bien, diría uno como espectador, pero yo siento que no están del todo aquí; ahora como amigos, en cada diálogo, en cada expresión, siento que su espíritu, su mente y su historia están en Venezuela. Sin embargo se tragan sus lágrimas, guardan las formas, se integran y sonríen, sonríen siempre.
Alexavier, por su parte, se reinventó. Su ingeniería y su trabajo donde tomaba decisiones de millones de dólares quedaron atrás y se vinieron detrás de una luz, la que les daba el hecho de que su esposa tuviera su familia aquí. Sacó de sus entrañas gustos y sueños del pasado y se volvió panadero, se especializó quizá en pastelería, montó el negocio con los últimos ahorros y agregó otro dolor a su dolor, quebró; comió mierda pero su inmensa fe, lo hizo pasar de su desilusión a la inspiración y como pudo y con quien pudo, muy rápidamente encontró otra oportunidad y ahora con un café y panadería gourmet, vende hasta cuando sus fuerzas le dan, porque la vida en Medellín le abrió otras puertas. Ahora es casi un salmista, en cada frase da gracias a Dios y a la vida.
Es que salir de la zona de confort como decimos por moda ahora, duele, saca lágrimas, clava puñales en el alma, pero los venezolanos como Noemi quien llegó y lloró un año, sin estudio, sin dinero, sin opciones, casi tirada a la calle, sola y abrumada, deciden abrir sus alas, saben que pueden volar, se levantan y todo lo que sabían, lo que podían, lo que tenían, se convierte en la música de grandes y buenos artistas bien formados, en talentos empresariales, en creativos estudiantes, en hábiles artesanos, en médicos salvavidas, en deportistas de excelencia, en fin, en seres humanos que, en su mayoría, saben que el reto no es tumbar a Maduro, sino el miedo con el que vienen, sus ataduras y su resentimiento; comprenden que tienen que vivir y que pueden soñar.
Por eso, cada vez que usted se encuentre con un venezolano, más que comprarle un dulce o sentirse bien con usted mismo al darle una limosna, dele una oportunidad, abrácelo y siéntalo como algo suyo, porque lo es, él o ella es otro como usted, de la misma patria latinoamericana, de la misma realidad que nos mantiene como en una balsa en altamar.
Los venezolanos están aquí
Mié, 11/12/2019 - 06:50
Llegaron y están aquí. Unos quisieron salvar sus capitales e invirtieron, otros salvar solamente sus vidas, porque como alguna vez afirmó Horacio Guaraní: “no teníamos siquiera para sobrevivir,