Acabo de regresar de Quibdó donde hacía un trabajo sobre Víctimas del conflicto. A la capital del Chocó no viajaba hace muchos años y por eso reservé un puesto de ventanilla en el avión de Satena. Si hay algo que disfrutaba verdaderamente era apreciar la majestuosa selva chocoana y tenía la ilusión de observarla desde arriba para tener el privilegio de ver ese verde denso y maravilloso una vez más.
Me acomodé feliz, dispuesta a darme este placer pero mi desilusión fue mayúscula. A unos 10 minutos de aterrizar las nubes se despejaron y empecé a ver el triste panorama. La selva destruida por la minería ilegal. Piscinas verdes en medio de campos erosionados por las dragas a todo lo largo del sendero que rodea al río Atrato y a todos sus afluentes. Era la constatación de muchos informes periodísticos, pero verlo en vivo y en directo me dolió aún más.
Algunos años atrás tuve otra experiencia igualmente triste, sólo que más al sur, en Tumaco y en el Puerto Asis, lo que para la entidad que me había contratado se denominaba el corredor Nariño-Putumayo. Llegué allí para hacer una evaluación de los impactos de los planes de sustitución de cultivos ilícitos. Los sustitutos eran preferiblemente cultivos de cacao y palma.
En el aeropuerto de Tumaco lo más destacado a primera vista eran los aviones de fumigación y las tropas americanas que los rodeaban. Allí estaban los tanques cargados con glifosato y en las salas de espera una multitud de muchachas. Pensé que aguardaban a los gringuitos con la ilusión de pasar un buen rato. Después me enteré que muchas de ellas lo que hacían verdaderamente era servir de campaneras; cada vez que despegaba un avión informaban a las zonas para que las gentes se prepararan con distintas medidas para aguantar la lluvia de químicos.
En el Putumayo las cosas eran parecidas pero allí los cultivos de coca, en ese momento, habían casi desaparecido. Es el tal glifosato, me dije, por fin daba algún resultado. Pero tampoco era así. Allí la coca la habían acabado las pirámides. Los cultivadores decidieron que resultaba más rentable y menos riesgoso invertir en la famosa captadora ilegal DRFE. Fue una ilusión pasajera. En ese año, ya las pirámides habían fracasado y la gente estaba sin coca y sin plata.
Los remedios del gobierno para combatir los cultivos ilícitos y ahora la minería ilegal son un total fracaso. Ambos negocios son tan rentables que ni la aspersión con glifosato, ni la destrucción de una que otra draga logran pararlos. De pronto, lo que habría que hacer es montar otra red de pirámides o pedirle a Murcia que se convierta en el director nacional de estupefacientes, porque lo demás no sirve para nada.
Si el sensato Ministro Alejandro Gaviria pide que se acaben las fumigaciones, lo hace en pro de la salud de las gentes que soportan esa inútil y peligrosa lluvia química que no acaba la coca, pero destruye todo tipo de cultivos, afecta a la gente y a los ecosistemas.
Mucho mejor sería que se pidiera el fin de las fumigaciones porque no sirven para lo que quieren que sirvan y, a la par con esto, legalizaran los cultivos de coca y amapola a ver si el precio de sus cosechas baja tanto que ya no interese sembrarlos en la mitad de la manigua o en los ecosistemas (des)protegidos.
Ahora, para la minería, las cosas no son tan simples y los daños se producen con tal rapidez que o se les ocurre algo sensato a las autoridades, distinto a destruir dragas, o tendremos miles de personas afectadas por mercurio y otros metales pesados y miles de hectáreas devastadas, como en el Chocó.
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A grandes males peores remedios
Mar, 05/05/2015 - 05:23
Acabo de regresar de Quibdó donde hacía un trabajo sobre Víctimas del conflicto. A la capital del Chocó no viajaba hace muchos años y por eso reservé un puesto de ventanilla en el avión de Sate