Calificar de buitres, de señores del miedo y de la guerra que viven de la muerte y de enemigos del Gobierno a quienes tienen reparos al proceso de paz es una muestra muy ilustrativa del nivel con que empieza la contienda electoral y de la confrontación sobre el proceso de paz. Esos calificativos los usó el propio Presidente Juan Manuel Santos en Viotá, Cundinamarca, el pasado 26 de octubre, según lo registraron los medios de comunicación y el mismo Sistema Informativo de la Presidencia de la República, como puede verse en la web.
Que esos calificativos los hubiera utilizado el Coronel Hugo Chávez en su momento, no hubiera sorprendido a nadie. Que los use el Presidente Santos es una verdadera sorpresa. No son necesarios pues las ideas se defienden con argumentos y no con insultos y fueron muchos argumentos los que sustentaron la iniciación de un proceso de negociación. Esos calificativos esconden o, más bien, muestran la desesperación del Gobierno frente a las críticas que se le hacen en torno al proceso de paz y muestran también un grado importante de rechazo a una discusión democrática, a pesar de que Santos claramente respeta la institucionalidad.
A propósito del lenguaje presidencial resulta curioso que las FARC utilicen un lenguaje similar al acusar a Oscar Iván Zuluaga de “títere al servicio de la guerra”. Gobierno y FARC utilizando un mismo lenguaje es una coincidencia desafortunada.
La desesperación presidencial se palpa también en otras declaraciones del Gobierno. El Vicepresidente Angelino Garzón en días pasados expresó que los negociadores del Gobierno “se comportan como mandaderos” y seguidamente pasó a criticarlos diciendo que ellos no deben llevarle al Gobierno razones sino acuerdos de paz.
Las declaraciones de Angelino, además de que tampoco corresponden al lenguaje que debería utilizar un funcionario de ese nivel, constituyen una presión indebida a los negociadores, por cuanto no se trata de lograr a cualquier precio acuerdos de paz sino de negociar para obtener, si fuere razonablemente posible, acuerdos de paz sensatos, sin concesiones indebidas, que conduzcan a una paz digna, es decir, estable, duradera y en un marco de seguridad y respeto a la legislación internacional adoptada por Colombia, tal como lo preconiza el candidato Oscar Iván Zuluaga y como el país espera de los negociadores. Si no es posible lograr la paz en esas condiciones, no hay más remedio que finalizar el proceso y el Gobierno no debe temerle a eso pues estará claro que la responsabilidad del fracaso será imputable a las FARC. No se puede estar indefinidamente en un proceso que no avanza o si su dirección no conduce a un acuerdo digno.
A lo que sí debe temer el Gobierno es a hacer un acuerdo indigno. La semana pasada en la Universidad EAN Humberto de la Calle aludió a la “monstruosidad bíblica enorme” que significaría llegar un Acuerdo en La Habana y que la sociedad democrática desarmada lo haga inviable por la imposibilidad de resolver las propias disputas internas. El dilema está mal planteado. La comisión negociadora del Gobierno debe trabajar –y seguramente lo está haciendo- en fijar la línea entre lo digno y lo indigno y en interpretar el sentir de los colombianos y lo que conviene a la sociedad. Equivale en cierta forma a lo que los reputados académicos y expertos negociadores Roger Fisher y William Ury denominan en sus libros de negociación, MAAM: la Mejor Alternativa a un Acuerdo Negociado. No se trata de que los negociadores tengan un cheque en blanco para acordar y sería muy peligroso que fruto de las presiones gubernamentales se llegue a un acuerdo indigno, que justamente por ser indigno no aúne la voluntad de los colombianos para aprobarlo.
El “Lenguaje de la Desesperación” no se utiliza solo con ocasión de las negociaciones en La Habana. Un ejemplo de esto es el que utilizó en el día de ayer -29 de octubre- el Alcalde Gustavo Petro al afirmar que si es destituido por la Procuraduría podría suceder algo similar a lo que vivió el país el 19 de abril de 1970, con ocasión de la elección presidencial que definiría un ganador entre Misael Pastrana Borrero y Gustavo Rojas Pinilla, en la que hubo acusaciones de fraude electoral –posiblemente con algún fundamento-, circunstancias que dieron origen al M-19. El lenguaje y la actitud de Petro no son democráticos. Equivale a no respetar la institucionalidad pues la acepta si lo favorece con las decisiones y no la acepta si ocurre lo contrario. Fue, según Jaime Castro, el mismo lenguaje utilizado por Petro con ocasión de la iniciativa del representante a la Cámara Miguel Gomez, de adelantar un movimiento para revocar el mandato del alcalde. Muchísimo temor debe tener este si acude, además, a la Corte Interamericana de Derechos Humanos antes del pronunciamiento de la Procuraduría. Su pasado de guerrillero luego reincorporado a la vida legal no lo autoriza para actuar de esa manera y francamente suscita muchas dudas acerca del sentido o finalidad de tal reincorporación. Petro debería utilizar el lenguaje de manera más cuidadosa pero el hecho de no hacerlo permite conocerlo mejor y sacar conclusiones.
El “Lenguaje de la Desesperación” no es un puro asunto de lenguaje. Muestra algo que va más allá. Es el primer paso en la dirección de la violencia y el país ha sufrido tanto por ese motivo que lo menos que puede pedirse a sus dirigentes es que no utilicen la violencia verbal. Y, por otra parte, habría que preguntarse cuál sería el siguiente paso. Con otras palabras, ¿qué sucedería si alguien que no respeta la institucionalidad asume más poder del que ahora tiene? ¿Será mayor el irrespeto a la institucionalidad? No es sino mirar lo que sucedió en Venezuela. La sociedad necesita demócratas de hecho y de derecho, que obren con ese convencimiento. No demócratas de palabra.
El lenguaje de la desesperación
Mié, 30/10/2013 - 14:37
Calificar de buitres, de señores del miedo y de la guerra que viven de la muerte y de enemigos del Gobierno a quienes tienen reparos al proceso de paz es una muestra muy ilustrativa del nivel con que