Cada vez que nuestro gobierno, con gran acierto, exhorta a ahorrar los dineros públicos y las materias primas del país nos sentimos contentos, experimentamos que hay un toque de cordura, de amor a nuestro territorio y al planeta, y que hay una toma de consciencia hacia nuestros limitados recursos y a nuestra precariedad material. Más tarda uno en regocijarse de la sensatez del propósito que en constatar que estos anuncios de economía no incluyen a los mismos que los enuncian, a los funcionarios públicos de alto nivel ni a los gobernantes de turno –que son siempre los mismos, reemplazados por sus delfines hereditarios– y aún menos a aquellos que consideran el ahorro efectuado como provisiones personales de donde llenar sus corruptos bolsillos.
Demostraciones saltan a la vista, por ejemplo: las primeras damas colombianas tienen por “cargo público” el compartir lecho con el presidente de turno, para que no se aburran se les encomienda –al mejor estilo de las reinas de belleza– el colaborar con obras sociales; saludar y tomarse fotos con los niños pobres y desnutridos; alzar entre sus cuasipresidenciales brazos a infantes barrigones, mocosos y empelotitos por la miseria que les tocó a sus padres; besar ancianos en sus tristes camastros de enfermedad o muerte; entregar trofeos a deportistas; sonreír frente a la adversidad que sus maridos han creado; calmar con gracejos las tormentas que levanta el palacio de Nariño con sus decisiones y artimañas; acallar con su benevolente presencia la incapacidad de gestión de sus maridos que convierten en miseria la vida de sus gobernados. El actual gobierno, el de Santos, se lleva la palma de los tantos dislates en los que día a día incurre. Ya ni las risitas ni el buen vestir de doña Tutina logran contentar tanta desesperanza y desatino. Entonces, ella, anonadada con tanta “carga de acción social” decidió desde su oficina –porque tiene una gubernamental– que le eran insoportables los desplazamientos a los muchos lugares de nuestra amplia geografía, así es que atinadamente le compraron un avión, con cargo a nuestro bolsillos, 22 millones de dólares habría costado el aparatejo, leemos en los medios informativos. Es decir, hablando en plata blanca y al precio del disparado dólar de este gobierno ($3.000 por cada verde) nos daría la bagatela de $66.000´000.000 (Sí, sesenta y seis mil millones de pesos). Como la cifra con tantos ceros nos es de difícil aprehensión y digestión, veámosla así: es el equivalente de comprar 660 casas de $100´000.000 (cien millones) cada una, de las llamadas Vivienda de Interés Social. 660. Una nadería si se aprecia la comodidad bien merecida de nuestra primera reina (perdón, dama); ah, sin contar el precio del combustible, mantenimiento y salarios de la tripulación. Otra buena noticia es que aún no le ha cambiado el cortinaje a la cómoda aeronave, pero es previsible que cuando lo haga podría costarnos algo parecido a los $600´000.000 (Seiscientos millones de pesos = Seis Viviendas de Interés Social) considerando los precios utilizados recientemente en el ornato de la casa de Nariño; claro, sin incluir las finas almendras que están de moda y repartición por esos lares. Si alguna preocupación surge, la Fiscalía General de la Nación –esa que debe investigar estos gastos– también habría decidido comprarse un avión evaluado en $25.000´000.000 (es decir, 250 Viviendas de Interés Social), faltaba más que el saliente Fiscal se resignara a poner sus reales posaderas en las mismas sillas que las colocan los ordinarios colombianos. Todo sea por el bienestar y tranquilidad de estos aguerridos servidores públicos.
Valdría la pena hacer inventario de los cargos que tienen o han adquirido últimamente aviones, esos que sus pasajeros de privilegio deben considerar lúdicos drones. Alguien debe controlar a estos impenitentes trotamundos y a sus pasajeros acompañantes que disfrutan de viajes en jet privado, mientras nos anuncian reformas tributarias para aumentar nuestros ya encarecidos impuestos.
¿Cómo no sentir la cabeza confusa cada vez que apagamos un bombillo y nos preguntamos cuánta economía adicional habríamos de hacer para estar a la altura de los gastos que por allá arriba y entre las nubes incurren estos desconsiderados personajes que nos predican ahorros con su claro contraejemplo?
Y expensas hay muchísimas, otro ejemplo: ¿Quién controla los gastos del famoso proceso de paz, en el que ya nadie cree, salvo, tal vez, algunos vejetes cargados de romanticismo guerrillero en Estocolmo (así lo cree el presidente del 14% de popularidad)? ¿Y el del costo de los contratos postconflicto dizque pedagógicos y educativos, de los sitios web, de los viajes, de las asesorías, de la propaganda? ¿De los honorarios de casi 3 salarios mínimos que se promete a cada guerrillero durante años? Perdón por la falta de exhaustividad.
¿Quién controla en realidad, y no sólo como noticias de periódico, los onerosos contratos asignados a dedo a brillantes investigadores de la Fiscalía, como es el caso de la señora Springer experta en todo? Nadie. Y entonces, ¿quién le pondrá el cascabel al gato? Al pueblo le tocará sin duda, ese que ha sido abusado y engañado con sofísticas premisas y que es ignorado aún cuando sale a manifestar para expresar su descontento.
Hemos visto y deplorado el descaro con que los boliburgueses se repartieron las arcas públicas y sumieron a Venezuela en la más terrible de las crisis, de la que difícilmente se repondrá. Aquí en Colombia, también hemos creado una nueva casta: los “paciburgueses”, esos que usufructúan la paz, nos arrebatan las arcas y ganan a mares ese dinero del carecemos, a expensas del conflicto que desde ya llaman, para mejor coartada, postconflicto. Botín lleno y empalagado de mermelada presidencial.
Lo que aquí se está diciendo es sacrílego para algunos, los mismos que lo tacharán de panfleto de extrema derecha, uribista, belicista, fascista, enemigo de la paz. Qué importa. Por fortuna, cada vez más el pueblo colombiano ha comenzado a comprender que la palabra paz ha sido utilizada abusivamente, manipulada como un eufemismo que impele censuras contra quien ose criticar su forma, su descalabro, la injusticia e impunidad con la que la disfrazaron. Y no es enemigo de la paz quien así controvierte; por mucho que los ojos ciegos de este impopular gobierno se nieguen a ver el clamor popular y las grandes manifestaciones que llenan las plazas públicas exigiendo sensatez.
Nuestra balanza comercial está en el peor desequilibrio, la inflación en aumento sensible, el petróleo, que nos hizo creer ricos un par de años, se vende ahora a precios ridículos y no se ve al gobierno favoreciendo/imaginando la creación de industrias sustitutivas a la exportación del otrora oro negro. Seguirán entonces vendiéndonos las empresas rentables, seguirán siendo otras Isagén impunemente entregadas, es la fórmula que encontraron para mantener el ritmo de malgasto y demagogia.
Y ni que decir sobre el despilfarro y feria de contratación de la reciente administración de Petro en Bogotá, en donde solamente el aumento injustificado de funcionarios incrementó el gasto en 2.4 billones de pesos (=24.000 Viviendas de Interés Social), de que arruinar cualquier arca municipal.
Ceguera deliberada parece ser la consigna gubernamental frente a los hechos de desgobierno, frente al descontento popular, frente a las encuestas de rechazo, y frente a las manifestaciones, que aunque multitudinarias, minimizan. Autismo intencionado que pagaremos caro todos.
Algo está hediendo mal en el reino de la próxima República Bolivariana de Colombia.
A derrochar que hay austeridad
Dom, 10/04/2016 - 05:09
Cada vez que nuestro gobierno, con gran acierto, exhorta a ahorrar los dineros públicos y las materias primas del país nos sentimos contentos, experimentamos que hay un toque de cordura, de amor a n