En las calles se aprecia la llegada de la nueva normalidad, pero las teorías conspiranoicas no conocen la desescalada. Los bulos sobre la COVID-19 circulan a un ritmo frenético por las redes. El último en invocar el fantasma de la maquinación ha sido Miguel Bosé: en un tuit alertó contra “la gran mentira de los gobiernos” —incluido el español— al tiempo que rechazaba las vacunas en desarrollo y el despliegue de la telefonía 5G.
Interpretaciones de ese tipo vienen pisando los talones al germen desde que salió de China. El 20 de enero se notificó en Estados Unidos el primer contagio y al día siguiente el influencer Jordan Sather ya afirmaba por YouTube que el SARS-CoV2 había sido patentado por un laboratorio británico. El infundio fue replicado de inmediato por los círculos conspiranoicos y grupos antivacunas, y luego por públicos más amplios.
Desde aquellas fechas la rumorología no ha dado tregua. La plataforma neoyorquina News Guard ha identificado 142 webs que “han publicado información falsa y potencialmente peligrosa” sobre la COVID-19 en Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Alemania.
The International Fact-Checking Network trabaja en la detección de miles de noticias falsas sobre el tema. Y en nuestro país, de acuerdo con el análisis de Twitter del Instituto #SaludsinBulos, en el periodo del 26 de febrero al 17 de marzo las teorías conspirativas centraron gran parte de la conversación relativa al coronavirus, en especial las concernientes a su naturaleza artificial.
Toda teoría conspirativa pretende explicar una calamidad colectiva a partir de un complot ejecutado en la sombra por autoridades o personas poderosas. En el caso del coronavirus, la mayoría de ellas coincide en definirlo como un virus artificial concebido con propósitos malignos.
China, en la diana
China, de donde se irradió la infección, protagoniza muchas conspiraciones sanitarias, ninguna de ellas del todo original. Las que hablan de un microbio diseñado en un laboratorio de alta seguridad en Wuhan, guardan un sospechoso parecido con Los ojos de la oscuridad (1987), el thriller de Dean Koontz acerca de un virus del arsenal biológico de Pekín.
Hay variaciones que reproducen sin más el Peligro Amarillo, un relato racista inspirado en Fu-Manchú, el arquetípico villano del cine, que aflora en Estados Unidos cada vez que peligra su hegemonía en Asia.
Otros extremos vinculan la pandemia a las compañías farmacéuticas. Algunos les acusan de promover las críticas a la hidroxicloroquina para que no le haga sombra a sus medicamentos; y otros van más lejos y afirman que patentaron el virus.
Las primeras versiones atribuían la patente al Pirbright Institute de Inglaterra; las siguientes, al Centers for Disease and Control de Estados Unidos. Un examen atento revela el reciclado de bulos que achacaban el virus H1N1 a un plan maquiavélico de Donald Rumsfeld, exsecretario de Defensa y exdirector del laboratorio Gilead.
Las hay que denuncian designios genocidas. El líder boliviano Evo Morales lo expresó al imputar a Estados Unidos y las multinacionales “una planificación para la reducción de la población innecesaria. ¿Y cuál es la población innecesaria? Los abuelos, las personas de la tercera edad”.
En Europa del Este corren acusaciones con tufo antisemita contra el financista de origen judío George Soros, quien habría fabricado el patógeno con la intención de arruinar la economía china.
Y están las que culpan al 5G, la telefonía inalámbrica ultraveloz. Ventiladas en estos días por Bosé, sostienen que la pandemia ha sido causada por exosomas —vesículas extracelulares— estimulados por la contaminación electromagnética.
Inspiradas en las versiones infundadas que atribuían al 5G una acción cancerígena, soslayan que el coronavirus azota regiones en donde no existe esa tecnología y que Corea del Sur, donde más está implantada, es uno de los países que mejor ha controlado la infección. Igual caso omiso hacen de la OMS, la FDA y los especialistas en radiofrecuencias que insisten en que las radiofrecuencias no dañan la salud.
“Yo digo no a la vacuna, no al 5G y no a la alianza España/Bill Gates”, manifestó Bosé, repitiendo el rumor de que Gates prepara una vacuna que inyectará a los pacientes microchips para controlar sus mentes. En otro tuit confundió a la Alianza Global de Vacunas promovida por la ONU con una compañía farmacéutica, avivando el recelo a las inmunizaciones en fase de desarrollo.
Reciclado continuo de miedos y mentiras
Casi todos los relatos expuestos reaprovechan narrativas preexistentes. A la manera del caleidoscopio, combinan fragmentos sueltos de historias almacenadas en la memoria colectiva para configurar vistosas remezclas. De ahí que un modo eficaz para determinar si una explicación extravagante es conspirativa sea estudiar su semejanza con otras difundidas previamente.
En esas operaciones de bricolaje se reciclan temores incrustados en la opinión pública que salen a la superficie en circunstancias críticas. Así ocurrió durante la gripe H1N1 en 2009: “Tanto la gente en los países ricos como en los menos desarrollados desconfiaba de quienes describían como élites transnacionales, que podrían tomar decisiones acerca de los cuerpos y la salud de los ciudadanos de las naciones pobres basándose en sus intereses financieros”, observa en un artículo Shawn Smallman, experto en globalización de la Universidad de Portland.
Las teorías actuales añaden a esos temores un batiburrillo de aprensiones por el poder de China, la ingeniería genética, las radiaciones de todo tipo, las tecnologías de la comunicación...
En tándem con los miedos, las ideologías determinan la receptividad a esas historias. Una encuesta de la Fundación Jean Jaurés indica que el 17 % de los franceses cree que el virus fue creado intencionalmente, cifra que se dispara al 40 % en los votantes de la ultraderecha. Otros estudios anteriores al coronavirus detectaron posturas similares en la izquierda radical.
Tiene lógica: “En la medida en que los extremos son los más escépticos en el orden vigente —explica a SINC Josep Lobera, sociólogo de la Universidad Autónoma de Madrid— son los que más han transferido su desconfianza de las jerarquías políticas a las autoridades médicas”.
También predispone a la credulidad la ansiedad acumulada en la cuarentena, sumada al tiempo disponible para buscar en internet respuestas a una crisis perturbadora.
“En el confinamiento la desinformación se acelera y se intensifican en las redes sociales las teorías del complot”, comentó a la prensa francesa Rudy Reichstadt, el director del Observatorio del Conspiracionismo de París.
Un caso aparte lo constituyen quienes usan los bulos como propaganda. Donald Trump, cabeza de la primera potencia mundial, pasó de negar el peligro de la COVID-19 a acusar a China y la OMS de contubernio. Similar retórica empleó su archienemigo, el ayatolá Jamenei, al insinuar que el virus fue adaptado por Estados Unidos al perfil genético de los iraníes. En igual o mayor medida que los colectivos marginales que pululan en las redes, las palabras de estos y otros dirigentes han contribuido a legitimar el discurso conspiranoico en la agenda pública.
Los efectos de este bombardeo discursivo ya son perceptibles: el Instituto Pew ha encontrado que el 29 % de los estadounidenses opina que el virus fue engendrado en un laboratorio. Igual piensa el 26 % de los franceses entrevistados por la Fundación Jean Jaurés. Por no hablar de las antenas de telefonía destruidas en el Reino Unido al calor de las patrañas sobre el 5G.
Con todo, hay novedades estimulantes. A diferencia de lo ocurrido en las crisis sanitarias anteriores, se ha puesto en marcha un esfuerzo colectivo sin parangón para achatar la curva de la desinformación. Lo acreditan los autores del estudio genético que confirmó que la estructura del patógeno no ha sido manipulada, los internautas que pugnan por persuadir a sus conocidos de la inverosimilitud de dichas teorías, y los periodistas y expertos de las plataformas consagradas a contrastar las informaciones que inundan la web.