Historias de taxi: el conductor de ninguna parte

Mié, 13/12/2017 - 12:57
En uno de los miradores que hay en la vía a la Calera, en Cundinamarca, entre una larga línea de carros particulares hay un punto amarillo. Después de una carrera que hizo hasta el barrio bogotano
En uno de los miradores que hay en la vía a la Calera, en Cundinamarca, entre una larga línea de carros particulares hay un punto amarillo. Después de una carrera que hizo hasta el barrio bogotano de Chapinero alto,  Mario* subió hasta allá  porque necesitaba pensar. Su cabeza era un desorden sin principio ni final, del que ya se había cansado. En realidad, más que pensar, sólo quería un poco de silencio. Paz y tranquilidad: no le pide más al universo. “Antes de nacer, no somos nada, después de morir no somos nada. Entonces la vida es un intermedio entre la nada y la nada, de dudosa importancia”. La frase es de Jean Paul Sartre. Mario, el taxista de esta historia, la dice con tono melancólico, luego de observar un habitante de calle escarbar en una caneca de basura, mientras espera en uno de los fastidiosos trancones de la populosa avenida Caracas de Bogotá.

Un taxista diferente

En la radio no suena música popular, noticias o baladas, sino el magnífico piano de Erik Satie. “Me gusta manejar con esa música. Hace que el tráfico sea más soportable. Lo que pasa es que yo soy un taxista diferente”. [single-related post_id="793591"] Sí: Mario es un taxista diferente. Tiene 42 años, de los cuales ha dedicado 7 a manejar su ‘zapatico’ por las calles de la capital. Durante 10 años fue profesor pero se “mamó” porque para él, los estudiantes de esta generación son gente “vacía, sin horizontes ni perspectivas, condenados a una vida espantosa”. Y él no iba a formar parte de eso. O enseñaba a gente que quisiera aprender, o no le enseñaba a nadie. “Les ponía a leer un libro, o un artículo, y de 35 que había en el salón, leían 5, máximo 6. Y eso que eran libros cortos y fáciles de leer. Y no: uno no aguanta eso. Me frustraba ese nivel de decidía, de indiferencia. Esa ignorancia tan terrible”, –dijo. El fracaso y la frustración lo sumieron en una depresión durísima de la que casi no sale. Estuvo más de 6 meses encerrado en su casa, hundido en sí mismo, sin saber qué hacer, a dónde ir, a quién buscar. Daba gritos de ayuda que no oía nadie. Y para colmo de males, las lecturas de esos momentos no lo ayudaron mucho: Shopenhauer, Cioran, Sartre, Nietzsche incluso. Leía buscando respuestas, y encontró una visión tràgica del mundo, oscura, existencialista. Esa es la palabra: existencialista. Mario es el taxista existencialista. Un taxista que vivía en la nada. Un taxista de ninguna parte. Como la canción de los Beatles: “He's a real nowhere man –canta con un inglés impecable, pero con “voz de tarro”–: Sitting in his nowhere land, making all his nowhere plans for nobody”. (Él es un verdadero hombre de ningún lugar, sentado en la nada, haciendo todos sus planes de ninguna parte para nadie).

Salir de la nada

La depresión lo iba a matar de hambre y de tristeza. Como última medida y quizás por instinto, pensó en una salida a ese abismo. Estaba seguro que la docencia no era una opción. Mientras atravesaba ese desierto, descubrió que cuando escribía se sentía mejor. Entonces empezó a llevar un diario en el que contaba cómo estaba, lo que pensaba, lo que quería, lo que soñaba. La soledad era sobre lo que más reflexionaba. Durante más de 5 años había tenido una relación con una colega docente pero “por muchas cosas” no prosperó. “Lo que es para uno es para uno”, dijo. Ahora vive solo en un apartamento pequeño en Fontibón, al occidente de la ciudad. Pequeño pero inmenso porque no lo llena nadie ni nada. Una fuerza que no sabe de dónde salió lo obligó a buscar algo que hacer. Decía que no iba a poner su libertad en función de “los caprichos de un jefe imbécil” así que decidió hacer algo en lo que se sintiera cómodo. Empezó con asesorías en tesis y trabajos de investigación y traducciones porque habla muy bien inglés. Y cuando las cosas en ese negocio no fueron tan bien –duró en ello más de un año– habló con un conocido que tenía tres taxis y se ofreció a manejar uno. [single-related post_id="792036"] Al principio no le gustó mucho la idea, pero era eso o literalmente morirse de hambre. Insiste en que prefería conducir un taxi que volver a enseñar. “A veces uno no entiende cómo putas puede terminar odiando algo para lo que nació. Y vea”. Fue el tiempo también el que le permitió adaptarse. Entre más conducía más cómodo se sentía. Le gustaba la posibilidad de ir de un lado para otro sin rumbo, sin sentido. Le gustaban los espacios de silencio que tenía para pensar. Le gustaba que podía conocer todo tipo de gente. Le gustaba la camaradería y amistad que había con otros taxistas. Pero más que nada le gustaba la sensación de que era dueño de su tiempo y de los caminos que quería tomar. Y como le gustaba casi todo, ahí se quedó. No niega los propios peligros de la profesión pero dice que, primero, no le teme a la muerte. Segundo, que le roben lo tiene sin cuidado porque no carga con él nada que valga la pena y “las cosas materiales son efímeras”. No le cuenta su historia a cualquiera. A veces habla escasamente lo necesario con la persona que lleva. Otras, en cambio –como en esta ocasión–, que se siente identificado con el pasajero, suelta toda la sopa de su vida con desparpajo y sinceridad, como un acto de catarsis para irse limpiando de tanto demonio que tiene adentro. A pesar de “tener la cabeza llena de ratas” es un buen tipo que no sería capaz de hacerle daño a nadie. “Todo lo que uno hace en la vida se devuelve”, concluye mientras cuenta el cambio del valor de la carrera.   *Nombre cambiado por solicitud de la fuente. 
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