Fotos: Bernardo Peña / El País
A lo mejor está loco. No lo sé.
Fernando Gallego tiene una cosa que lo hace sospechoso de esta condición: desde hace 26 años lleva amarrado a su brazo un folder con papeles que aprisiona bajo de la axila izquierda. Nadie ha podido descifrar qué guarda allí. Dicen quienes lo conocen que a donde va lleva su carpeta amarilla y pálida que nadie le ha visto abrir.
Gallego tiene 65 años, es soltero, vive en una casa a tres cuadras del parque central del Líbano, un pueblo de cordillera famoso por sus embutidos de carne en el Tolima. Vive solo y cuando habla, sus respuestas son filosóficas. ¿Qué es un volcán? “Algo que duerme y que, a veces, despierta”.
Se viste como un profesor: ropa limpia y medias que hacen juego con el pantalón. Jamás huele a nada. A Nada. Tiene los ojos achinados, el pelo tan rubio como el de un niño albino y un rostro redondo y pálido pintado con esas manchas rojas y cálidas que el frío forma con el tiempo. Se peina de izquierda a derecha y así recubre una incipiente calva. Parece normal.
Pero hace 26 años lo tildaron de loco. ¿Loco un profesor cuya conducta ha sido intachable? Suena extraño, pero ocurrió. Lo calificaron de loco por lo que dijo.
Ancizar Rivera, el socorrista que creía en Gallego.
“¿Yo loco?”. Gallego se queda serio. “Un día se me ocurrió dar unas conferencias en el que decía que iba a explotar el volcán Nevado del Ruiz, que iba a desaparecer Armero, pero nadie me creyó. Me vetaron públicamente y me dijeron que estaba loco. Pero eso fue hace mucho, ya nadie de eso se acuerda”, dice. Se nota incómodo. Y deja de hablar. Al comienzo y al final de esta historia le pregunto:
–Perdón, ¿usted está loco?
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La noche del jueves 13 de noviembre de 1985, el volcán Nevado del Ruiz, el más importante del país, entró en erupción. Ubicado en el cinturón volcánico de los Andes, entre los departamentos de Caldas y Tolima, la montaña rugió como un animal salvaje y una bocanada de ceniza volcánica cubrió kilómetros enteros a su alrededor.
Tras eso, comenzó a derretir millones de metros cúbicos de hielo y nieve y provocó el desbordamiento de varios ríos, entre ellos, El Lagunilla, que bajo una inmensa capa de lodo y barro cubrió la población de Armero, a 200 kilómetros del noroeste de Bogotá, y la hizo desaparecer del mapa. Eran las 10:20 de la noche.
La tragedia se desató porque el calor derritió las nieves perpetuas y porque el torrente de agua y lodo caliente que bajó por el río arrasó árboles, animales, rocas, casas a orillas desatando un desamparo nunca antes visto. La noche agudizó la catástrofe y sólo a la madrugada del día siguiente se supo la magnitud del desastre.
Se estima que a esa parte de los llanos del Tolima, próspera tierra para el cultivo del algodón, llegaron 350.000 metros cúbicos de lodo y roca que se explayaron a velocidades de 300 kilómetros por hora, caudal que se inició en la boca del Ruiz, a 5.400 metros de altura sobre el nivel del mar.
Cuando aún nadie se reponía de la toma del Palacio de Justicia en Bogotá, a manos de un comando de hombres de la guerrilla urbana y mediática M-19, ocurrido ocho días antes, una nueva tragedia sellaría la suerte de la segunda población del centro del país, donde 25 mil personas morirían en segundos en la mayor tragedia natural del país.
El hecho desató ayudas internacionales humanitarias sin precedentes, pero el desgobierno de las autoridades nacionales se agudizó cuando no supieron cómo manejar la tragedia. El Papa Juan Pablo II, quien hacía su primera visita al país, se arrodilló –el día 6 de julio de 1986– a orar frente a una gran cruz en la playa de barro de la desaparecida Armero, conocida como la Ciudad Blanca. “Proteja la soledad de tantos huérfanos”, dijo luego de permanecer un minuto arrodillado.
Aquella vez fue día gris.
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Fernando ‘El loco’ Gallego me recibe en su casa del Líbano. Su sobrina, la futura bióloga Andrea Gallego, acaba de bañarse y camina por la casa en toalla. El profesor se sienta en el comedor y me corre una silla para que me siente. Toma el fólder, el misterioso folder que siempre ha llevado apretado en la axila, y lo pone sobre la mesa. Lo abre y se destapa el enigma: varias fotocopias, la mayoría amarillas, y revistas viejas.
“Aquí están las pruebas de que me silenciaron y que no escucharon mis conferencias. Aquí está la carta en el que las autoridades me condenan a loco”, dice con voz fuerte, con su mano derecha sobre las fotocopias. Suena el timbre. El profesor se levanta y abre la puerta. Son estudiantes de biología provenientes de Bogotá y llegaron a estudiar con Gallego. Los hace esperar.
Una de las pruebas que dice tener es una misiva fechada el 12 de septiembre de 1985, 32 días antes de la tragedia de Armero. El papel tiene como número de oficio 833 y está firmado por Alberto Toro Nieto, el alcalde del Líbano por ese entonces, con copia al Comandante de la Policía, Colegios Secundarias, Damas Grises, Cruz Roja, Defensa Civil, Socorrista y Bomberos. La carta tiene un sello con fecha del 2 de julio de 1991 en el que se verifica que esta fotocopia coincide con el original del documento.
La carta dice: “Ante el pánico, estrés e incertidumbre generado por las conferencias que usted ha venido presentando me permito exigirle; según disposición del Código de Policía abstenerse de continuar con ellas y todo comentario que conlleve a la perturbación emotiva y de comportamiento ciudadanos (sic)”.
Esta continua: “Espero, que así como se le ha brindado todo apoyo, su apoyo sea decisorio en un bienestar comunitario. Por lo anterior, cualquier información que sobre el Nevado del Ruiz se haga será de estricta responsabilidad del actual Comité Operativo Local de Emergencia (sic)”. Era el ostracismo total.
¿Dónde estaba el profesor hace 26 años, el 13 de noviembre de 1985? Gallego, entonces, se acomoda y no para de hablar: “Yo ese día daba clases de Biología. A eso de las 3 de la tarde un aguacero de arena arropó el pueblo y el miedo fue solo uno. Al instante, salí corriendo a mi casa, pero regresé a la calle disfrazado de indigente”.
Gallego continua: “Me disfracé por temor a represalias. A mí me advirtieron que me iba a matar. Me ubiqué en el parque, debajo de un viejo árbol de cedro, frente a la Alcaldía. Recuerdo que ese día había una fiesta en el colegio, pero no me invitaron. Al rato veo que salen corriendo de la fiesta y una profesora que nunca se perdía mis charlas me reconoce en la calle y me dice casi llorando: ‘¿vamos a morir?’. Yo la calmo y le digo que ya pasó todo”.
Todo era que había explotado el volcán. Armero sellaba su suerte.
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Leopoldo Guevara es de esos hombres que no ha perdido el miedo con la vejez. Vive en Venadillo, a 15 kilómetros de Armero y a 40 del Líbano, en una amplia casa con piscina, árboles al interior y ventanales ajustados con candados como si fueran celdas. Aquí, en su vivienda, el calor a la sombra supera los 40 grados, pero siempre hay un viento fresco.
Hace 26 años, Guevara, voluntario de la Defensa Civil en ese entonces, junto al piloto Fernando Rivera, sobrevoló Armero en una avioneta de fumigación siete horas después de la avalancha que desató la tragedia. Lo que describieron era más parecido a la escena de una película de la Segunda Guerra Mundial que a un hecho real. Tan dramático fue el acto que nadie les creyó cuando aterrizaron y vieron lo increíble.
La madrugada del 14 de noviembre de 1985, Guevara a bordo de la aeronave de su propiedad inició un sobrevuelo en la zona norte de Armero y dijo lo impensable a su compañero de viaje: “¡Armero es un playón de lodo!”. Una frase de miedo que aún hoy lo pone nervioso.
“Volábamos a 400 pies, muy bajito, y ese día vi la mitad de la gente enterrada de la cintura para abajo. No se podían auxiliar bajo un lodo pesado. Miles de personas salían del lodo alzando sus brazos en señal de auxilio. Otros batían sus manos desde los árboles”, recuerda el voluntario 26 años después.
Eran las 5:40 de la mañana y siete horas antes había comenzado el desasosiego. Ahora recuerda que a eso de las 9:20 de la noche del día anterior escuchó por radioteléfono cómo una voluntaria decía aún con normalidad que abandonaba la sede de la Defensa Civil de Armero porque se había inundado. Segundos después perdió toda comunicación y se presume que el río Lagunilla había sumergido la subestación ahogando cualquier grito de auxilio.
Luego de sobrevolar por casi 10 minutos bajo la lluvia, decidieron dar aviso y pudieron aterrizar en la pista La Carmelita, en Lérida, a 15 minutos de Armero, y a 10 de Venadillo. El piloto Rivera descendió del avión y corrió rumbo a su casa aterrado. Leopoldo, en cambio, buscó Telecom, la empresa de comunicación estatal, y pidió a la operadora que le comunicara con Palacio de Nariño, la casa del presidente.
“La primera persona con la que hablé fue con Víctor G. Ricardo, entonces secretario general de la Presidencia. Le conté lo sucedido y no me creyó. Ante la insistencia pasó al teléfono el general Guillermo de la Cruz, quien al menos dudó de lo que decía, pero seguía sin creer. Sólo me decía: ‘no exagere, Leopoldo, tranquilícese’”, añade.
Eran las 6:10 de la mañana del 14 de noviembre. El general De la Cruz, quien conocía al voluntario, le pasó el teléfono al presidente de entonces, Belisario Betancur, y Leopoldo le repitió lo mismo que a sus subalternos: “¡Armero es un playón de lodo, Presidente!”. Entonces, Belisario le dijo: “Estás exagerando”, y le colgó.
Fernando Gallego lleva siempre consigo un viejo fólder.
Sorprendido y desconcertado, la operadora le pasó a Leopoldo otro teléfono donde una persona pedía información de Armero. Era el reconocido periodista Yamid Amat. “Me preguntó qué había pasado en Armero. Yo le dije lo mismo: ‘Armero es lodo’”. El comunicador le dijo que no fuera irresponsable, que no jugara con esa información.
Amat le lanzó otra pregunta: “¿Cuántos habitantes tiene Armero?”. El voluntario le dijo que 25 mil a lo que Yamid le increpó: “¿Entonces usted está diciendo que murieron 25 mil personas?”. “Sí”, contestó Leopoldo. Jamás volvieron a hablar hasta un año después, cuando el periodista le pidió disculpas por no creerle aquella mañana.
Como nadie le creía, Leopoldo llamó a su hijo a Ibagué, quien lleva su mismo nombre, y le contó. Éste, de inmediato, llamó al periodista Juan Gossaín, quien tampoco le creyó. Sólo Belisario constató el hecho cuando a eso de las 11:20 de la mañana sobrevoló la zona en un helicóptero de la Fuerza Aérea y vio aterrado el paisaje desolado.
Minutos después, el aparato aterrizó y en medio del fango, aún con las hélices encendidas, Leopoldo se le presentó y le dijo al mandatario casi a gritos: “¿Ahora sí me cree Presidente?”. Belisario se echó a llorar mientras ordenaba a sus acompañantes sacar en la aeronave a unos niños heridos que pedían bajo llanto a su madre.
Leopoldo trabajó en el rescate por más de 60 horas hasta que el cansancio lo venció. Varios meses después de la tragedia padeció crisis nerviosas tras ver las dantescas imágenes de personas muertas, de hombres atrapados que tuvieron que mutilar para salvar y de mujeres que daban a luz en medio del fango.
“A mí nunca se me olvidarán las imágenes de una tragedia que pudo evitarse”, dice desde su apacible casa de Venadillo Leopoldo. “Aquel hombre tenía razón, y no digo más”, anota refiriéndose a Gallego. Por otro lado, el piloto Rivera no volvió a volar y me dijo, por teléfono, que no hablaría del tema porque superó esas imágenes terribles que vio. “Yo ya no habló de eso”.
Leopoldo, por su parte, tiene el rostro vencido y jamás ha dejado de pensar en lo que vio. Me dice que se levanta todos los días a las 4 de la mañana a rezar el rosario con una camándula que le dio el Papa Juan Pablo II cuando fue a Armero. Y él hace caso y mucho más ahora que su mujer murió y permanece solo, en una casa grande.
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Un mes antes de la desaparición de Armero, Gallego dictó su última conferencia en el Líbano. La revista ecológica Tierra Firme, por ese entonces una referencia en temas de naturaleza, reprodujo meses después de la tragedia apartes de la charla, que terminó siendo pavorosamente premonitoria.
“Las manifestaciones preeruptivas del volcán Nevado del Ruiz, deben construirse en un hecho que preocupa al Gobierno Nacional, Departamental y Municipal, para evitar una tragedia cuando se concrete el fenómeno que será de consecuencia incalculables e irreparables.
“En lo que respecta a nosotros los habitantes del norte del Tolima, tenemos ríos que recogen las aguas del volcán: El Gualí, El Azufrado, El Lagunilla y El Recio. Pero ahora y por lo que he podido observar el fenómeno, los ríos Lagunilla, Azufrado y Gualí serán los más inmediatos colectores de grandes glaciales, que ya comenzaron a ceder, por la actividad sísmica y el recalentamiento de la corteza del volcán. Pero lo preocupante es que esos glaciares, una vez desprevenidos, arrastren el falso lecho, formando en ellos por la sedimentación que es una de las más agudas en los ríos de cordillera en el norte del Tolima.
“Pero de todos los ríos el que más sedimentación tiene es el Azufrado y es el más amenazador, por cuanto este desemboca en El Lagunilla y, para el caso de una AVALANCHA, El Lagunilla desemboca en Armero, ya que esta avalancha en ese recodo, antes de llegar a Armero, seguirá DERECHO ATRAVESANDOLO DE EXTREMO A EXTREMO. Personalmente conté en los ríos Lagunilla y Azufrado doscientas represas de mayor y menor tamaño, siendo mayor la de Sirpe, que contrariamente a lo que afirman los ingenieros de Cortolima y otros, que resiste una avalancha; yo digo que no¿ lo afirmo por la cantidad de material, la contextura de la represa y la violencia con que estos bajan; al reventarse esta propulsará más la avalancha, haciendo más crítica la destrucción de Armero. Tampoco estoy de acuerdo con Ingeominas porque no le puso ‘avalancha’ en este primer mapa preliminar de riesgos volcánicos al río Azufrado y peligroso que la mayor cantidad de materiales cuando se desprenda el glaciar que está seriamente amenazado en la cumbre alta y empenachada del volcán”.
Nadie lo escuchó. Cuanto dijo Gallego se cumplió. Sólo se equivocó en una cosa: que la tragedia fue peor que la que él pronosticó.
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Nunca existió el beneficio de la duda. Ni siquiera aquella tarde cuando el profesor Gallego dictó su primera conferencia sobre el volcán Arenas del Nevado del Ruiz y previó un año antes que éste explotaría y arrasaría con Armero. Nadie le creyó y luego de 26 años siente un aire de culpabilidad.
La historia de Gallego se inició a comienzos de los años setenta, cuando se interesó por el volcán. Quería saber que pasaba al interior de la montaña, cosa que no era difícil pues Gallego vivía en el Líbano, pueblo de cordillera a 45 minutos de Armero y a dos horas del cráter del nevado, vía Murillo, tal vez el pueblo más cercano a la cima.
Leopoldo Guevara sobrevoló Armero al día siguiente en una avioneta.
Durante 15 años seguidos y unas seis veces al año hurgó la montaña: tomó muestras, trajo sedimentos, vio derretir hielo, estudió sus piedras y vigiló la temperatura. Este último dato, el disparador de sus teorías, le hizo concluir que en una década el volcán tendría un grado de calor superior a los años anteriores y esto generaría alguna consecuencia. No era biólogo, ni vulcanólogo, simplemente era un profesor curioso, claretiano, licenciado en Ciencias Sociales por la Universidad del Tolima.
“No quería alarmar. Solo decía que el volcán estaba caliente y que tras unos estudios concluía que el volcán explotaría. Le agregaba que había registros históricos de que cada 150 años ocurría ese fenómeno y que los registros datan de 1595, cuando los indígenas creyeron que era la furia de la ‘madreagua’”, recuerda. Algunos estudios sostienen que el volcán presentó fenómenos similares en 1595 y 1845.
Tras esa deducción y a un año de la tragedia de Armero, Gallego, natural de Palocabildo, Tolima, diseñó una serie de conferencias que dictó, principalmente, en el Líbano e Ibagué. A pesar de que eran concurridas, nadie le creía. ¿Cómo podría una avalancha de un volcán llevarse todo un pueblo y hacer que llovieran cenizas por horas? No cabría en la cabeza de nadie.
La Corporación Ambiental del Tolima (Cortolima), entidad ambiental del departamento, desvirtuó los estudios del docente aduciendo que no era vulcanólogo y que los sedimentos encontrados no eran peligrosos. Por su parte, el Instituto Colombiano de Geología y Minería (Ingeominas), visitó la casa del docente y le manifestó que la entidad podría avisar de la explosión 28 días antes. Nada de eso ocurrió.
Sin embargo, el escritor Eduardo Santa, en su libro ‘Adiós Omayra. La catástrofe de Armero’, escribe que Ingeominas presentó un estudio extenso y documentado cuya conclusión era que la explosión del cráter Arenas, situado en la vertiente oriental del nevado, podía erupcionar de un momento a otro, pero no fue tenido en cuenta. Gallego dice que ese informe nunca llevó la advertencia de ‘catástrofe’.
Incluso el gobernador del Tolima de esa época, Eduardo García Alzate, dice Santa, en su libro, sabía de la alarma sobre Armero, pero la ignoró. El texto es diciente: “El gobernador reunió su Consejo de Gobierno, en donde se escuchó la lectura del informe de Ingeominas. Al final, el alcalde de Armero, Ramón Rodríguez, tomó la palabra y propuso la evacuación de la población. Pero la respuesta de los burócratas no se hizo esperar: carcajadas, y que no fuera alarmista”.
Santa escribe, y le da mérito a Gallego, al decir que fue el único que alertó las consecuencias del volcán. “En el Líbano ya cundía el temor, puesto que un joven intelectual, había dictado varias conferencias y publicado algún artículo sobre el particular (…). Al profesor Fernando Gallego, que venía dictando algunas conferencias sobre el peligro de una erupción del Ruiz y que había publicado algunos artículos en un periódico local, también se le había silenciado”.
Gallego siempre dudó de la investigación de Ingeominas, ya que sí sabían y conocían el tema tenían que tomar medidas de carácter nacional, pero no se hizo nada. Con los días, al profesor lo señalaron de loco, fue expulsado del comité de la Cruz Roja y al final le prohibieron entrar a los pueblos vecinos de Armero.
Ancizar Rivera, socorrista de la Defensa Civil de Armero que se salvó por encontrarse en Cali el día de la tragedia, recuerda que Ingeominas dudó de sus estudios y antes de la tragedia desvirtuó todo lo que decían los expertos. “Semejantes pruebas y nadie creía. Había estudiosos, como Gallego, que venía trabajando en el tema, pero lo desvirtuaron”.
Sólo el alcalde de Armero, Ramón Rodríguez, y un congresista caldense, Hernando Arango, que incluso llevó el tema al congreso en septiembre de ese año de la tragedia, hablaron del tema y se lo dieron a conocer al país.
Al alcalde Rodríguez, cuya historia es reconocida por algunos sobrevivientes, murió en medio de la avalancha mientras alertaba a la gente. Entre tanto, el político Arango lideró varios debates, con presencia de ministros, entre ellos, el de Minas y Energía, Iván Duque Escobar, quien dijo que había un “dramatismo extremo” y selló el tema. Luego de la tragedia no volvió a pronunciar palabras sobre Armero.
Ecos del Combeima, una cadena radial de Ibagué, recuperó unas de las intervenciones del ministro Duque meses antes de la tragedia. “Su didáctica intervención –refiriéndose al congresista Arango– a ratos llena de dramatismo y un poco de Apocalipsis sirve para decirle que todo ha sido informado y que se seguirá informado de las actividades del volcán”.
Pero los vaticinios se cumplieron. Hacia las 3 de la tarde del 13 de noviembre de 1985, el profesor, abatido en su casa, supo que el volcán había explotado por la lluvia de ceniza que arropó al Líbano. Una turba de gente que caminaba por las calles del pueblo corrió despavorida a refugiarse en sus casas. Entonces muchos recordaron al loco profesor.
Gallego sólo pudo bajar a ver el desastre de Armero dos días después. Muchos que lo tacharon de loco se le arrodillaron para pedirle disculpas y los más escépticos prefirieron salir del pueblo para siempre y no verle la cara al profeta que vaticinó esta historia.
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Aquí pasó una tragedia.
Armero no existe. El río Lagunilla tiene sus aguas claras que avanzan lentamente. En verano es un riachuelo que forma playas de piedra y arena. En invierno, suben sus aguas, pero no hacen daño. Al pasar el puente sobre este río se siente desazón, como si algo faltara o alguien gritara desde la inmensidad. Hay solo silencios. Y vacas.
Aquí, donde estoy, con un paisaje al frente de maleza y árboles verdosos de mango, estaba una parte de Armero. Si se sigue hay más árboles y más maleza y más vacas que pastan de lo que fue el pueblo hace un cuarto de siglo. Hay también ruinas, como las del hospital, cuyas bases quedaron intactas; se ven las calles que tenía el pueblo, hay tumbas, lápidas, inmensas piedras, letreros que buscan a sus muertos. Pocas flores.
Hay un camino que llega al parque del pueblo y allí solo sobrevive el piso, de baldosa, de unos cuadritos pequeños color salmón. Algunos están quebrados. Cerca de allí, la cúpula de la iglesia San Lorenzo, que fue hallada hace un par de años. A la distancia, se ve la caja fuerte del banco como si fuera una nevera vieja, y que dicen, fue saqueada tras el desastre por los rescatistas. Perteneció al Banco de Colombia como dice un letrero.
Y más allá, por un camino de maleza y agua, la tumba de Omayra, la niña que fue el símbolo de la tragedia al estar tres días atrapada en el fango, bajo las ruinas de su propia casa, mientras el mundo veía por televisión su agonía. Allí hay flores, vírgenes, fotos de enfermos, deseos escritos en papeles y veladoras que dejan quienes le piden milagros. Y después, maleza, vacas.
No hay más.
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Ahora, 26 años después, jubilado tras 41 años de ejercicio docente, al loco Gallego las autoridades no le han levantado el veto que le prohíbe subir al volcán o seguir dando conferencias sobre aquella montaña. Se silencia cuando piensa eso y no puede responder. Ya no es tiempo.
Si alguien lo ve dirigiéndose al cráter, lo detienen. Jamás volvió a dar una conferencia. No regresó a la montaña; la mira desde la distancia. No le teme. Para algunos sigue estando loco. Entonces, guarda las fotocopias y las revistas en el folder. “Supe a las 3 de la tarde que todo sería tragedia. Yo siento culpa”, dice.
Al comienzo y al final de esta historia le pregunto:
–Perdón, ¿usted está loco?
–¿Le parece?