-Dicen que la mantequilla hace daño, pero yo como poquísimo-dice el maestro sosteniendo un pequeño cuchillo de plata con punta redonda, rebosante de mantequilla. En la otra mano tiene un panecillo caliente que ha partido por la mitad, al que comienza a untar cubriéndolo con una capa gruesa.
En algún lugar del piso superior se oye una campana que se acerca hacia la cocina sin prisa. Se trata de Martín de la Calle y Pino, el gato de 15 años del maestro Villegas, que salta sobre sus piernas dirigiéndose hacia la mantequilla, enredando sus garras en la lana virgen de su saco gris. Lo mira, suplicante, con sus enormes ojos bizcos y azules. Cada vez que se mueve le suena la campana que lleva colgando del cuello. El maestro le da mantequilla y apenas el gato la siente en su boca brinca hacia el piso y desaparece. Al rato vuelve por más. Al fin y al cabo, Martín de la Calle y Pino, a quien su hija lo encontró enredado en un pinar de la calle, es el Rey del castillo del maestro.
–Él se cree de la nobleza y es de una exigencia y una arrogancia. Duerme lo necesario, luego se levanta y camina solemnemente y con elegancia, sin dejar ni una huella. Brilla su pelambre exótico y se funde en la casa. No es un gato cualquiera. Está convencido de que es un príncipe y como es muy culto, tiene en su memoria la época de los egipcios en la cual los gatos eran venerados como reyes y considerados dioses a los cuales los hombres debían servir.
La pasión por la mantequilla que el maestro comparte con su gato viene desde que era un niño y vivía en una hacienda en Pomabamba, Perú. Se levantaba a las 5 de la mañana para ir a ver el ordeñe y cómo hacían el queso y la mantequilla, que luego le servían en una bandeja de madera. A sus 86 años, el maestro Armando Villegas aún conserva su acento peruano y cada vez que habla con su gente en el Perú conversa en quechua, su idioma materno.
Su estudio visto desde arriba tiene la misma composición que cualquiera de sus obras.
Cuando tenía 10 años, en Perú, fue desahuciado. Fue el primer paciente del país en sufrir fiebre de Malta, la que superó con 10 ampollas de un remedio oral después de padecer innumerables pinchazos por todo el cuerpo para darle inyecciones y sacarle sangre.
Lo ha hecho todo en el arte. Es de la misma generación de Botero, Grau, Villamizar y Obregón, pero a diferencia de ellos no ha recibido un reconocimiento importante, quizá porque escogió vivir en Colombia y no en Europa. Sus inicios auguraron el potencial de su talento: la presentación de su primera exposición la hizo García Márquez, en ese entonces un desconocido periodista de El Espectador.
La riqueza del color y la textura en su obra se refiere al aspecto étnico del cual proviene. A pesar de la influencia de la Conquista, en su país siempre ha prevalecido una disposición casi natural a la apreciación de los colores de la época primitiva del Perú, que es parte del imaginario nacional: la riqueza cromática en la vestimenta y las telas de la sierra peruana. Es una cultura inmersa en ese mar cromático y alegre.
A su manera, y a pesar del sufrimiento producto de la Conquista, el pueblo peruano es feliz con los colores que evocan lo primitivo. “Blanco zinc, rojo de Venecia, amarillo de Nápoles, azul de Prusia, violeta de cobalto, carnación…”, el maestro habla de los colores como si se tratara de dulces. “Los colores son los que endulzan el paladar visual”, dice. Si se le abriera una cremallera en la cabeza, saldrían colores, escarcha, brillantes, cucarachas, colibríes, lagartijas, culebras, halcones, gordos, flacos, artistas. Su mundo interior es infinito.
–¡Qué mundo tan fantástico que tiene este hombre, juepucha! –Dice el científico Manuel Elkin Patarroyo, amigo del maestro hace 40 años. –Tiene unas cualidades humanas… Tiene principios y valores. Tiene el concepto de la generosidad, la lealtad. Él no sirve para ser malo. Es tan transparente e inocentón, y no lo estoy idealizando. Cuando uno mira un individuo así de talentoso, que raya en la genialidad y la bondad, hombre, se quita uno la cachucha. Es como decía Atahualpa Yupanqui: ‘Se pintan paisajes cuando se llevan paisajes en el alma’, es así de sencillo. Pero al igual que él, los cóndores siempre vuelan solos. Es un hombre solo. Es un cóndor, y como todos los cóndores es solitario.
El Maestro prepara sus propios lienzos.
Todo lo que llega a las manos del maestro Villegas es transformado, con todo juega. “Todo lo que cae en mis manos lo transformo. Incluso la mierda la convierto en arte”, dice. Sus amigos y su hijo Daniel le llevan todo lo que se encuentran para ver en qué lo transforma. El maestro lo almacena todo y cuando no está de humor para pintar, se pone a construir objetos. Ha convertido las cajas de sus remedios en obras de arte en diferentes propuestas: estatuillas, esculturas y lienzos que se transforman en cuadros.
Hace unos años se metieron los ladrones a su casa y entre lo que se llevaron iba una colección de relojes que tenía su hijo. Entonces el maestro cogió las cajas vacías y en cada una hizo una pequeña obra de arte, las cuales Daniel tiene expuestas sobre el escritorio de su cuarto y muestra con más orgullo del que disimulaba cuando tenía sus relojes.
La calidad de la obra inédita que tiene el maestro en su estudio es sorprendente. Ha vuelto a ser un niño, luego de más de 60 años de carrera, ha vuelto a jugar. Tiene unas repisas que van desde el piso al techo y tienen unos tres metros de ancho llenas de pequeñas estatuas de figuras humanoides que construyó utilizando un sinfín de objetos. Sorprende encontrar a Winnie the Pooh, Piglet y Eeyore mezclados entre todo un universo, un inmenso ejército de seres maravillosos.
–Yo creo que fue Nietzsche quien dijo que la madurez del hombre se mide cuando en la vejez puede jugar como un niño. Pero enserio. Y Picasso decía: “Todos los años que me ha costado otra vez aprender a dibujar como un niño.”
El estudio en la casa del Maestro siempre tiene las puertas abiertas para amigos, coleccionistas y curiosos.
El gran legado de Armando Villegas, además de su obra, es el hecho de que es un académico como ninguno de sus contemporáneos.
–El artista siempre tiene que tener la mente abierta para recibir, estudiar y en lo posible, llegar al campo del humanismo. Son valores que refuerzan la obra, para no pintar al azar sin saber por qué se hizo. Para alejarse de lo banal. Usar colores sin conocer la teoría del color es banal. ¿Están preparados estos artistas intelectualmente? Un maestro que se ha asimilado y ha tenido un cúmulo de conocimiento debe trasmitirlo a los que lo necesitan. Yo siempre he dicho que el discípulo tiene que superar al maestro para honrar al maestro. Resulta que en Colombia sucede lo contrario, no se ha creado esa manera de pensar y razonar, pero uno siempre viene de otro gran maestro. Joseph Beuys decía: “La mejor obra de arte que puede producir un artista es el discípulo.”
José Bernal, artista plástico y filósofo, discípulo de Villegas dice: “Es maravilloso poder alternar con un maestro de esta talla. El mundo de Villegas es súper barroco y con una carga psicológica de por medio increíble. Es complejísimo, pero digerible, no es denso. La variedad de su discurso es lo que lo hace tan difícil de encasillar dentro de un estilo. Son tantos estilos que es imposible de catalogar. Trabaja mezclando lo figurativo con lo abstracto. Usa muchos materiales. Él recrea y evoca un mundo de posibilidades. Es subyugante. Avasallador”.
Armando Villegas, Fernando Botero, Enrique Grau, Eduardo Ramírez Villamizar, Guillermo Wiedemann y Alejandro Obregón.
No ha ayudado el hecho de que el público no conoce la obra del maestro. La gente se quedó en ‘Los guerreros’ de Villegas, sin saber que el maestro ha incursionado en todas las áreas del arte, haciendo esculturas, estatuillas, objetos, dibujos y obras abstractas, además de las figurativas. Los nuevos artistas parecen haber olvidado que el maestro pertenece a la generación de artistas que fueron los precursores del arte moderno.
–Cuando se habla de los curadores, que están de moda, yo siempre soy reacio porque nadie tiene derecho de escoger tus trabajos como le convenga para hacer exhibiciones. El trabajo de un verdadero artista, por más desacierto que tenga, es una obra de todos modos. Cuando un artista no cumple con las aspiraciones de ciertas galerías o vendedores de arte, a veces se estigmatiza su obra y solo es valorada por su costo y el tamaño. Banal completamente. Hoy en día son los curadores los que tienen el protagonismo. Estos curadores jóvenes se creen la voz cantante del momento. El curador debe respetar la obra de un artista. Por eso yo pregunto, ¿qué es más importante, el curador o el artista?
La relación del maestro Villegas con los jóvenes galeristas colombianos es turbulenta, pues estos nunca aceptaron que el artista vendiera obras desde su casa, algo que los Villegas han hecho desde siempre. La casa en la que vive al norte de Bogotá, que es casi un museo, fue construida en torno a su estudio, y la familia se niega a cerrar sus puertas a los artistas, amigos, coleccionistas, estudiantes, curiosos y apasionados por el arte que llegan a conocer su obra.
Esta obra hace parte de una línea inédita de pequeñas esculturas humanoides.
El Patrono de Cuzco, que es el señor de los temblores. Un cuadro de época de Juana de Arco. Dos estatuas de la Sacristía de su pueblo que se habían caído en un terremoto y él las restauró. Una pared dedicada a Cristo crucificado. Otra al Niño Dios. Otra a la Virgen. Otra llena de ángeles. Paredes forradas con cuadros de imágenes religiosas. En su casa, Villegas le rinde culto al arte no solamente porque él lo produce, sino porque como profesor que ha sido, reconoce el buen arte y por esto ha conformado una colección donde ocupan un sitio los artistas más representativos de América Latina. Objetos de plata, porcelana y cristal. Muebles antiguos restaurados. Estatuas y esculturas. Telares antiquísimos. Vasijas hechas en barro y arcilla. Es difícil concentrarse en un solo objeto pues todo llama la atención. No existe un espacio en blanco, una pared desnuda. Los únicos que viven en esa casa sin tener conciencia del espectáculo que los rodea son los tres gatos que viven como príncipes.
A la hora del almuerzo, el maestro interrumpe la entrevista señalando a una paloma que ha llegado a tomar agua de la fuente gris que hay frente al ventanal de la cocina.
–Llegó el Espíritu Santo, –dice sonriendo. –Al poco rato descenderá otra paloma, –¡Llegó otro Espíritu Santo! Yo estoy rodeado de Espíritus Santos que me iluminan, –dice mostrando todos los dientes. Cuando llegue la tercera paloma, el maestro volverá a anunciar su llegada.
Una de sus primeras obras por encargo que recuperó luego de muchos años.
A Armando Villegas lo rodean los pájaros. En sus obras es muy frecuente el colibrí, que es un animal que siempre le causó alegría por su colorido: “El colibrí, con lo minúsculo que es, es un ser privilegiado y de una fortaleza extraordinaria que vence al cóndor, que es el ave más grande que hay en Suramérica. Y sin embargo el colibrí lo vence en una lucha directa por su rapidez. Le pica ambos ojos con el pico y se acabó el cóndor”. Y el mismo pájaro, el colibrí, llega al jardín del maestro a robarse el néctar de las Cantutas, que es esa flor roja, la flor nacional del Perú, que en quechua se llama Qantu.
Villegas se matriculó en la escuela Superior de Bellas Artes de Lima donde estudió durante 9 años para aprender a hacer retratos y así poder ganarse la vida. También estudió Pedagogía. Tenía un gran sentido y habilidad para expresarse con el lápiz y sus compañeros le encargaban dibujos por los cuales le pagaban. En su primer año de estudios se ganó una beca. Tenía un pequeño sueldo más desayuno, almuerzo y comida. Cada año batía el récord en trabajos, era el que más producía.
Llegó a Colombia a finales de los años 50 con una sola maleta –que le había regalado un amigo- que traía su ropa y un libro de las obras de Da Vinci. Era muy pobre. Llegó a Bogotá a la Pensión San Carlos, que albergaba a los estudiantes de la Universidad Libre. Pagaba 70 pesos mensuales que además de la pieza incluían un huevo al desayuno. Para ayudarse económicamente comenzó a pintar paisajes, algo que no había hecho nunca. Tenía un amigo visitador médico que se llevaba sus obras, las vendía y cada viernes le traía 40 o 50 pesos. Una vecina de la pensión le mandó a hacer un retrato de su perrito, un poodle blanco, obra que el maestro recuperó después de casi 60 años y la tiene en su estudio.
A finales de los años 60 se fue un tiempo para Europa y estuvo seis meses en París. “Quien no hubiera pasado por París no podía ser artista. Había que cumplir eso. Y ampliar el conocimiento de los artistas clásicos y los maestros del Impresionismo y conocer la bohemia”.
En esa época, a sus 35 años, conoció a Marc Chagall en una exposición del artista en una galería. En esa época Chagall tendría unos 80 años. Sin que nadie lo viera, Villegas se atrevió a meterle uña a uno de sus cuadros. Recogió un poco de pintura que envolvió en un papelito y se la metió al bolsillo. Guardó su tesoro durante muchos años, hasta que se perdió con el que se refiere al naufragio de su primer matrimonio.
De vuelta en Colombia comenzó a trabajar en la Galería El Callejón, en Bogotá, como ayudante del galerista Casimiro Eiger, donde ayudaba a buscar jóvenes talentos, como el pintor Carlos Rojas. Escribía pequeñas notas para los periódicos y las llevaba a La República, El Espectador y El Tiempo. Todos los periodistas lo conocían, y así fue que conoció a su gran amigo Gabriel García Márquez.
Para su primera exposición en la Galería El Callejón necesitaba alguien importante que le hiciera el discurso de presentación y el dueño de la galería le sugirió que hablara con Álvaro Mutis, quien le dijo que no tenía tiempo pues debía viajar por motivos de trabajo, y agregó: “¿Por qué no le pides al periodista costeño este, el periodista ese que trabaja en El Espectador que es amigo tuyo?” Se refería a García Márquez, quien para dar el discurso se puso corbata y habló en público por primera vez.
Villegas tiene un nexo gigante con Colombia, no en vano, Google Colombia lo eligió para que creara el doodle conmemorativo del 20 de julio, en 2012. Una compensación justa, un reconocimiento a su esfuerzo y su trabajo.
Este es un sombrero que trajeron los conquistadores y los indígenas peruanos lo adecuaron a sus tradiciones.
Aún durante el almuerzo, la entrevista vuelve a interrumpirse cuando suena el teléfono de la casa. Como es claro que nadie más lo hará, el maestro contesta la llamada y dice: “Le voy a pasar aquí a la señora. Es que yo no sé de eso, yo soy el cuidandero”. Sonia posa sus cubiertos, se limpia la boca y atiende la llamada de mala gana. Cuando cuelga regaña al maestro, quien se ríe y no musita palabra.
–Maestro, ¿existe en su obra algún tipo de denuncia?
–No hay denuncia porque yo considero que la denuncia, magnificar la tragedia del hombre, la sangre y todas esas cosas es una cosa marginal. No representa. El gran Picasso hizo el Guernica, que se ve más pictórico, más estructurado y es, de cierta manera, lo abstracto de una tragedia. Es el único. Y antes de él Goya, con los hechos de los franceses. Porque hay quienes se escudan en una serie de hechos dramáticos y cosas que están pasando en Colombia, que lo denuncian. Pero eso pertenece, seguramente, a otro tipo de arte. Porque el artista tiene que magnificar la belleza a través del tiempo. Lo bello. Esa interioridad, esa alma, ese espíritu que tiene el artista. De haber visto cosas bellas.
–¿Por qué, a diferencia de sus artistas contemporáneos, a usted se lo define como contestatario?
–No. Yo no soy contestatario. En mi concepto puedo ser contestatario, pero no en mi pintura. Yo soy claro, soy sincero. Soy contestatario en un sentido positivo. No es ser contestatario por no estar de acuerdo con todo el mundo. Uno tiene derecho a expresar que está en desacuerdo, pero eso no lo hace contestatario. No es renegar y protestar solo por hacerlo. Yo no asumo una posición conformista. Este grupo del que hacemos parte es emblemático en el arte colombiano. Nosotros seis (Villegas, Botero, Grau, Guillermo Wiedemann, Villamizar y Obregón) transformamos para hacer el Arte Moderno. Ninguno ha ejercido la docencia, porque no eran pedagogos. Ninguno ha hablado. Yo tengo 86 años y no me quiero dejar derrotar por la edad. Y si me dejan hablar, sigo hablando.
De ojos pequeños, nariz puntiaguda y un semblante muy serio, el Maestro se ha convertido en uno de sus guerreros.
Durante los nueve años que estudió en Lima solo tuvo desamores y algunas relaciones pasajeras. “A los artistas las mujeres no nos paraban bolas porque no ofrecíamos garantías de supervivencia de una vida ideal y holgada. Y en la Escuela de Bellas Artes había unas niñas estupendas que llegaban en sus automóviles con choferes. Yo, como el poeta César Vallejo, tenía siempre puesto mi vestido azul, mi único vestido. Siempre impecable. Pero uno, en esa pobreza que había, no podía responder. Mis amistades me invitaban el día domingo a jugar tenis, pero yo nunca había jugado tenis, entonces me excusaba y siempre esquivaba esas invitaciones. Tuve una noviecita, pero cuando su papá supo que yo era pintor, nos aisló y nos separó. ¿Qué iba a hacer yo con mi vida si era un artista? Ese es el concepto que siempre se ha tenido de los artistas”.
Finalmente, en su primera exposición en la Galería El Callejón, conoció a quien sería su primera esposa, a quien no le importó su profesión pues ella era escultora. Luego de separarse, un amigo y su mujer lo invitaron a comer a su casa. Ella era una argentina medio bruja que leía las cartas, y le dijo al maestro: “Te voy a presentar a la mujer de su vida”. A Sonia Guerrero la argentina le dijo lo mismo. El maestro, como siempre, llegó vestido de traje y corbata. A Sonia le cayó muy mal pues le pareció muy antipático, introvertido y demasiado existencialista, pero con el paso de la noche le pareció más interesante y se dejó encantar por su inteligencia, calidad humana y su personalidad. La anfitriona puso un disco de bailes argentinos y comenzaron a bailar ritmos tropicales. Se enamoraron, se casaron en diciembre del mismo año y están juntos desde entonces.
Caída la noche, el maestro está cansado y listo para terminar su día laboral. Ansía sentarse a ver televisión mientras juega con sus tres gatos con un alambre al que le amarró un ratón de trapo, que él mismo hizo, en una punta y con la que torea a los animales que lo persiguen divertidos. Martín de la Calle y Pino se irá a dormir pensando en la mañana siguiente, cuando el maestro le dé de comer y lo saque al jardín a correr junto con los otros dos gatos que comparten la casa con él.
Armando Villegas, el maestro olvidado
Mié, 24/04/2013 - 15:35
-Dicen que la mantequilla hace daño, pero yo como poquísimo-dice el maestro sosteniendo un pequeño cuchillo de plata con punta redonda, rebosante de mantequilla. En la otra mano tiene un panecillo