Me enfermé en febrero durante un viaje a Nueva York. Cada vez que me subía a un elevador, alguien estaba tosiendo. En mi último día en la ciudad, me quedé sin aliento con tan solo subir una pequeña colina, a pesar de que camino en senderos montañosos casi todos los días. Al llegar a casa esa noche, me fui directo a la cama. Pensé que solo estaba cansada.
A la mañana siguiente, me desperté con todos los síntomas de la COVID-19 sobre los que había leído, además de algunos que todavía no habían sido reportados: fiebre, dolor de cabeza, escalofríos, tos, garganta irritada, dolores de cuerpo, náuseas. En la clínica ambulatoria, mi prueba de influenza resultó negativa.
Estuve enferma en cama durante dos semanas. Incluso después de que la fiebre finalmente cedió, estaba demasiado débil para hacer cualquier cosa. Me duchaba y comenzaba a sudar tan pronto como intentaba salir de la tina. Tosía y tosía, y todavía se sentía como si tuviera un vehículo todoterreno estacionado en mis pulmones.
Mi médico de cabecera ordenó una radiografía de mi pecho, la cual mostraba neumonía, un caso leve, afortunadamente. Era tan a principios de la pandemia que las pruebas de COVID-19 eran administradas con poca frecuencia y yo no cumplía con los criterios de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por su sigla en inglés) de Estados Unidos para que me hicieran la prueba.
“Pienso que es razonable asumir que esto es COVID-19, solo que no podemos probarlo”, dijo mi médico.
Durante los siguientes meses, probarlo se convirtió en una especie de obsesión para mí. En un momento en el que tanto era atemorizante e impredecible, solo quería saber una cosa con certeza.
En abril, me inscribí como voluntaria para un estudio en los Institutos Nacionales de Salud para determinar el alcance de la epidemia mediante pruebas para encontrar anticuerpos en personas, como yo, que creían que habían tenido un caso no confirmado de COVID-19.
Más de 400.000 personas se inscribieron como voluntarias para ocupar uno de los 10.000 lugares disponibles. No fui aceptada.
No me desanimé, fui voluntaria para otro estudio de anticuerpos, este en el Centro Médico de la Universidad Vanderbilt aquí en Nashville. A finales de agosto, me pidieron que acudiera para que me hicieran un análisis de sangre a fin de determinar si portaba anticuerpos de COVID-19 en mi sangre y, de ser así, si mi nivel de anticuerpos era lo suficiente alto para ser potencialmente útil para los pacientes que podrían ser tratados con mi plasma.
¿Todavía tendría anticuerpos en mi sangre seis meses después de enfermarme? Para cuando fui aceptada en el estudio de plasma de personas convalecientes de la Universidad Vanderbilt, esa pregunta significaba algo muy diferente para mí de lo que había representado al principio.
Ya desde hace tiempo había dejado de buscar pruebas de que la “influenza” que tuve en febrero fue COVID-19. Más de 150.000 estadounidenses ya habían muerto para agosto. Cuando recibí el correo electrónico que decía que mi prueba de anticuerpos era positiva y dentro del rango necesario para este estudio, se sintió como un regalo que me ofrecieran una manera de ayudar a salvar a otros.
El plasma de personas convalecientes es un tratamiento en el que el plasma lleno de anticuerpos proveniente de la sangre de un sobreviviente de COVID-19 se le da a un paciente con una infección activa como una manera de inducir inmunidad pasiva.
Este no es el tratamiento monoclonal que el presidente estadounidense, Donald Trump, recibió cuando estuvo enfermo, esos anticuerpos fueron probados mediante el uso de células derivadas de tejido fetal. El plasma de personas convalecientes es el tratamiento al que el mandatario se refirió en agosto cuando de manera errónea calificó al plasma como “una cura”.
Para ser clara, el plasma de personas convalecientes no es una cura; por el momento, no hay cura para la COVID-19. Sin embargo, tratar a personas enfermas con el plasma de otros que se han recuperado ha sido llevado a la práctica de manera exitosa desde principios del siglo XX, y un estudio clínico comenzado por la Clínica Mayo la primavera pasada indica que podría ser benéfico en casos graves de pacientes con COVID-19. Sin embargo, sin una investigación controlada con placebo, es difícil saber qué funciona realmente, para qué pacientes, bajo qué condiciones específicas funciona para ellos o qué nivel de anticuerpos donados es necesario a fin de inducir esa respuesta.
Entonces, se sumó Dolly Parton.
La razón por la cual los investigadores de Vanderbilt pueden realizar un estudio de plasma de personas convalecientes —y otros estudios— es porque en abril Dolly Parton donó un millón de dólares a la Universidad Vanderbilt para la investigación sobre la COVID-19.
A nadie en Tennessee le sorprende esta noticia: Parton es famosa por su filantropía, pues ha regalado, por ejemplo, casi 150 millones de libros infantiles y ha otorgado a cada sobreviviente de los incendios forestales en Tennessee un pago de 1000 dólares al mes. Tan solo para darte una idea.
Allison P. Wheeler es una profesora asociada de Patología, Microbiología e Inmunología en Vanderbilt y una de las principales investigadoras de un ensayo con plasma de pacientes convalescientes en Vanderbilt que inició con el financiamiento de Parton. A través de una subvención de 34 millones de dólares de los Institutos Nacionales de Salud, esa investigación posteriormente se expandió a 51 sitios adicionales en todo Estados Unidos.
La meta del equipo es tratar a 500 pacientes con plasma de convalescientes y a otros 500 con un placebo.
“Estoy impresionada por la respuesta de los donantes a nuestro estudio”, dijo Wheeler. “Este ha sido un año difícil para todos y ver cuántas personas realmente quieren ayudar ha sido un punto álgido para mí. Sin embargo, la sangre es un recurso limitado. En este momento, no podríamos dar plasma de pacientes convalescientes a todos los que podrían beneficiarse. Simplemente no tendríamos suficiente plasma”.
Entonces, se sumó la Roca.
El luchador convertido en estrella del cine cuyo nombre verdadero es Dwayne Johnson se ofreció como voluntario para ser el portavoz de una iniciativa pública-privada llamada “The Fight Is in Us” (la lucha está en nosotros). Johnson alienta a los sobrevivientes de COVID-19 a donar plasma; en un anuncio de servicio a la comunidad, dice: “Si la sobrevivieron, entonces son los héroes que necesitamos”. “Luchaste por tu vida. Ahora, trabajemos juntos para derrotar a la COVID-19”.
La Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por su sigla en inglés) todavía no ha aprobado el plasma de pacientes convalescientes como un tratamiento para la COVID-19, pero permite su uso de emergencia en casos que pongan en riesgo la vida. Crear una reserva de plasma de pacientes convalescientes posibilitaría el tratamiento de muchos más pacientes con casos graves durante rebrotes del virus antes de que una vacuna esté ampliamente disponible. (Donar es posible en todo el país. Da clic aquí para averiguar cómo).
Una advertencia: aunque las primeras pruebas indican que las reinfecciones de COVID son muy poco comunes, al menos durante el primer año de la pandemia, es demasiado pronto para creer que sobrevivir el virus significa que estás a salvo. De todos modos necesitas evitar las reuniones con muchas personas. De todos modos necesitas mantener tu distancia de personas que no vivan contigo. De todos modos necesitas usar el cubrebocas.
No obstante, ser un sobreviviente significa que puedes ayudar. Donar plasma toma un par de horas y no es más doloroso que el pinchazo de una aguja. Tu propio organismo reabastece el plasma dentro de un día o dos, con los anticuerpos incluidos.
Cuando hice mi donación más reciente, vi en Zoom la boda pequeña y con distanciamiento social de un amigo mientras estaba conectada a la máquina de aféresis que extraía mi sangre y la clasificaba en partes: plasma, plaquetas, glóbulos blancos y glóbulos rojos. Nada te dice que estás en el punto más álgido de 2020 como donar anticuerpos mientras ves a alguien casarse en tu teléfono.
Fue un acontecimiento feliz, incluso en una pantalla diminuta. Sostuve mi celular con una mano y apreté una pelota con la otra, con lo que ayudaba a que la sangre se moviera más rápido a través de la máquina. Vi a mis amigos prometer amarse el uno al otro en los buenos y malos momentos, en la salud y en la enfermedad y recé por su salud. Por la salud de todos.
La alegría y la esperanza quizá no son lo que esperas encontrar en el laboratorio de una universidad, pero es lo que yo sentí. La alegría, la esperanza y el alivio de que finalmente existe una manera en la que puedo ayudar.
Por: Margaret Renkl