WASHINGTON — Desde los lóbregos días de la Guerra de Secesión y sus alcances no se había visto un día como el del miércoles.
En un Capitolio lleno de soldados fuertemente armados y de detectores de metal recién instalados, tras haber despejado el desastre físico del ataque de la semana pasada, pero con el desastre político y emocional aún a la vista, el presidente de Estados Unidos fue sometido a un proceso de destitución por intentar destruir la democracia estadounidense.
De algún modo, pareció como un colofón predestinado de una presidencia que en repetidas ocasiones rebasó todos los límites y tensó las relaciones de la clase política. A menos de una semana de que finalice, el periodo del presidente Donald Trump está llegando a su fin con una sacudida de violencia y recriminaciones en un momento en que el país se ha fracturado de manera profunda y ha perdido el sentido de identidad. Los conceptos de verdad y realidad se han pulverizado. La confianza en el sistema se ha erosionado. La ira es el común denominador.
Como si no fuera suficiente que Trump se convirtió en el único presidente que ha sido sometido en dos ocasiones a un proceso de destitución o que los legisladores estuvieran tratando de retirarlo del cargo a solo una semana del término de su mandato, Washington se transformó en una miasma de suspicacia y conflicto. Un congresista demócrata acusó a sus colegas republicanos de ayudar a que la turba de la semana pasada explorara de antemano el edificio. Los congresistas republicanos se quejaron de las medidas de seguridad diseñadas para que no entraran armas al recinto de la Cámara de Representantes.
Todo esto estaba ocurriendo en el contexto de una pandemia que, aunque la atención a ella se ha disipado, ha aumentado de una manera catastrófica en las últimas semanas de la presidencia de Trump.
Más de 4400 personas en Estados Unidos fallecieron por el coronavirus el día anterior a las votaciones de la Cámara Baja, más en un solo día de las que murieron en Pearl Harbor, el 11 de septiembre de 2001 o durante la batalla de Antietam. Solo después de que varios congresistas se contagiaron durante el ataque al Capitolio y se pusieron en marcha nuevas reglas, finalmente usaron cubrebocas de manera constante durante el debate del miércoles.
Los historiadores no han podido definir este momento. Lo comparan con otros periodos de enormes desafíos como la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Secesión, la era de McCarthy y Watergate. Rememoran la paliza a Charles Sumner en el pleno del Senado y la maniobra para, por temor a un ataque, introducir furtivamente a Abraham Lincoln a Washington para su toma de posesión.
Hacen referencia al espantoso año de 1968 en que el pastor Martin Luther King hijo y Robert F. Kennedy fueron asesinados mientras que había alborotos en los recintos de las universidades y los centros de las ciudades por la guerra de Vietnam y los derechos civiles. O a las secuelas de los ataques del 11 de Septiembre, cuando parecían inevitables más muertes violentas a gran escala. Y, sin embargo, no es comparable con ninguno de estos acontecimientos.
“Quisiera poder brindarles una buena analogía, pero sinceramente no creo que nada como esto haya sucedido antes”, señaló Geoffrey C. Ward, uno de los historiadores más respetados del país. “Si me hubieran dicho que un presidente de Estados Unidos alentó a una turba delirante a marchar hacia nuestro Capitolio en busca de sangre, yo les habría dicho que estaban equivocados”.
De igual manera, Jay Winik, un cronista destacado de la Guerra de Secesión y de otros periodos de lucha, señaló que no había nada equivalente. “Es un momento insólito, prácticamente sin paralelo en la historia”, comentó. “Es difícil encontrar otro momento en el que la estructura que nos mantiene unidos se viniera abajo de la manera en que lo está haciendo ahora”.
Todo esto deja por los suelos la reputación de Estados Unidos dentro de la escena mundial y convierte lo que al presidente Ronald Reagan le gustaba llamar “la ciudad brillante sobre la colina” en un caso de estudio apaleado de los desafíos a los que se puede enfrentar incluso una potencia demócrata madura.
“Prácticamente se ha terminado el momento histórico en que éramos un ejemplo”, afirmó Timothy Snyder, historiador especialista en autoritarismo de la Universidad de Yale. “Ahora tenemos que volver a ganarnos nuestra credibilidad, lo cual quizás no sea algo tan malo”.
Las escenas del miércoles en el Capitolio nos recordaron a la Zona Verde de Bagdad durante la guerra de Irak. Por primera vez desde que los confederados amenazaron con cruzar el río Potomac, los soldados tuvieron que acampar en el Capitolio al aire libre.
El debate para decidir el destino de Trump tuvo lugar en la misma sala de la Cámara Baja donde tan solo una semana antes los oficiales de seguridad desenfundaron sus armas y pusieron barricadas en las puertas mientras que los legisladores se lanzaban al suelo o escapaban por la puerta trasera para huir de la multitud transgresora partidaria de Trump. Todavía flotaba en el aire la indignación por el asalto... y también el miedo.
No obstante, hasta cierto punto la conmoción ya había pasado y a veces el debate se sentía igual de soporífero. La mayoría de los legisladores pronto se retiraron a sus esquinas.
Cuando los demócratas exigieron la rendición de cuentas, muchos republicanos se retiraron y los acusaron de precipitarse a una resolución sin audiencias ni pruebas y sin ni siquiera debatir lo suficiente. Los adversarios de Trump hicieron referencia a su discurso provocador durante un mitin justo antes del asalto. Sus defensores citaron las palabras provocadoras de la presidenta de la Cámara Baja, Nancy Pelosi; de la representante Maxine Waters, e incluso de Robert De Niro y de Madonna para argumentar que había un doble rasero.
En la era de Trump, los puntos de vista tan diferentes encapsularon a Estados Unidos. En algún momento, el representante por Maryland Steny Hoyer, líder de la mayoría demócrata, manifestó irritación en la descripción de los hechos del otro lado. “Ustedes no viven en el mismo país que yo”, exclamó. Y, al menos en eso, todos podrían estar de acuerdo.
Trump no se defendió y optó por dejar de lado los acontecimientos históricos que tuvieron lugar. Después de las votaciones, publicó un mensaje en video de cinco minutos en el que censuró de manera más amplia la violencia de la semana pasada y repudió a quienes la perpetraron. “Cuando hacen algo así, no están apoyando nuestro movimiento, lo están atacando”, afirmó.
Sin embargo, no manifestó ningún pesar ni noción de que hubiera tenido alguna responsabilidad por algo de esto al alimentar la política de la división no solo la semana pasada, sino durante cuatro años. Y aunque no mencionó de manera explícita el proceso de destitución, se quejó de “el ataque sin precedentes a la libertad de expresión” al referirse, supuestamente, a la suspensión indefinida de su cuenta de Twitter y a las acciones contra sus aliados que trataron de ayudarle a impedir la certificación de los resultados de las elecciones.
A diferencia del primer proceso de destitución de Trump por presionar a Ucrania para que le ayudara a desprestigiar a los demócratas, esta vez lo abandonaron algunas personas de su partido. Al final, diez republicanos de la Cámara de Representantes se unieron a todos los demócratas para aprobar el único artículo de juicio político, liderado por la representante por Wyoming, Liz Cheney, la tercera republicana en jerarquía. El hecho de que la familia Cheney, quienes solían considerarse provocadores ideológicos, aparecieran en este momento como defensores del republicanismo tradicional fue una prueba de lo que ha cambiado el partido bajo el mandato de Trump.
Diez republicanos disidentes no fueron tantos en comparación con los 197 miembros del partido que votaron contra el proceso de destitución. Por otro lado, fueron diez más de los que votaron para destituir a Trump en diciembre de 2019… y el mayor número de miembros del propio partido del presidente en apoyar un proceso de destitución en la historia de Estados Unidos.
Otros republicanos pretendieron marcar un límite más sutil al aceptar que Trump tenía responsabilidad por haber incitado a la muchedumbre, mientras sostenían que eso no representaba un delito para iniciar un proceso de destitución ni que fuera insensato, innecesario y divisorio justo días antes de que el presidente electo Joe Biden tomara posesión del cargo.
“Eso no significa que el presidente esté libre de culpa”, señaló el representante por California, Kevin McCarthy, líder de la minoría republicana y uno de los aliados más fieles de Trump, cuando se pronunció contra el juicio político. “El presidente tiene responsabilidad por el ataque del miércoles al Congreso por parte de los alborotadores. Debió haber reprendido de inmediato a la turba cuando vio lo que estaba sucediendo”.
No obstante, era asombrosa la lealtad que tantos republicanos de la Cámara Baja mostraron por un presidente que perdió su reelección y que ha hecho tanto daño a su propio partido. “Si la abrumadora mayoría de los representantes electos de uno de los dos partidos estadounidenses no puede rechazar la influencia de un demagogo ni siquiera después de que abiertamente conspirara para anular unas elecciones y al hacerlo amenazara sus vidas mismas, pues entonces tenemos un largo camino por delante”, señaló Frank Bowman, especialista en procesos de destitución de la Facultad de Derecho de la Universidad de Misuri.
Por: Peter Baker / The New York Times