Hace unos cinco años, me invitaron a participar en una reunión sobre salud en la comunidad afroestadounidense. En ella estuvieron presentes varias figuras importantes de los campos de la salud pública y la economía.
Yo acababa de obtener mi doctorado y extrañamente me sentía como una intrusa; era la única persona de color en la habitación.
Uno de los facilitadores presentó a los participantes, entre los cuales me encontraba, e hizo una pregunta que más o menos decía lo siguiente: “Sabrina, ¿qué opinas? ¿Por qué la gente de color se enferma?”.
Fue una pregunta hecha en serio. Algunos de los expertos habían dedicado toda su carrera a abordar preguntas en torno a las desigualdades raciales en lo que respecta a la salud.
Años de investigación, y en algunos casos intervenciones fallidas, los habían dejado desconcertados. ¿Por qué los afroestadounidenses están tan enfermos?
Mi respuesta fue rápida e inequívoca.
“La esclavitud”.
Mis colegas se veían confundidos mientras trataban de asimilar mi respuesta.
Lo había dicho con conocimiento de causa: la época de la esclavitud fue cuando los estadounidenses blancos determinaron que los estadounidenses negros solo necesitaban lo mínimo, lo cual no era suficiente para que se mantuvieran en condiciones óptimas de salud y seguridad.
Esto hizo que la gente de color tuviera menos acceso a alimentos sanos, condiciones de trabajo seguras, tratamientos médicos y otras desigualdades sociales más que tienen un impacto negativo en la salud.
Este mensaje es particularmente importante en un momento en el que los afroestadounidenses han experimentado las tasas más altas de complicaciones graves y muertes por el coronavirus y la “obesidad” ha surgido como una explicación.
El discurso cultural de que el peso de la gente de color es un indicador de enfermedad y muerte ha servido desde hace mucho tiempo como una distracción peligrosa de las verdaderas fuentes de desigualdad y está ocurriendo de nuevo.
Es difícil contar con datos confiables pero los análisis disponibles demuestran que, en promedio, la tasa de decesos entre personas de color es 2,4 veces mayor que la de los blancos enfermos de COVID-19.
En estados que incluyen Míchigan, Kansas y Wisconsin, así como en Washington D. C., esa proporción pasa de cinco a siete afroestadounidenses que mueren de complicaciones relacionadas con la COVID-19 por cada muerte de un caucásico.
A pesar de la falta de claridad en torno a estos hallazgos, una manera de interpretar estas discrepancias que ha ganado terreno es la idea de que las personas de color son excesivamente obesas (que en la actualidad se define como un índice de masa corporal, también conocido como IMC, que sea superior a 30), lo cual se ve como un causante de otras enfermedades crónicas y se cree que hace que los afroestadounidenses tengan un alto riesgo de manifestar complicaciones más graves de la COVID-19.
Estas afirmaciones han recibido una intensa atención mediática, a pesar de que los científicos no han podido explicar de manera contundente el vínculo entre la obesidad y la COVID-19.
Según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, el 42,2 por ciento de los estadounidenses blancos y el 49,6 por ciento de los afroestadounidenses son obesos.
Los investigadores todavía tienen que aclarar cómo es que una disparidad de siete puntos porcentuales en la prevalencia de la obesidad se traduce en un 240 un -700 por ciento de disparidad en los decesos.
Los expertos han cuestionado la rapidez con la que se implica la obesidad y, en particular, “la obesidad grave” (un índice de masa corporal mayor a 40), como un factor en las complicaciones del coronavirus.
Un artículo en la revista médica The Lancet evaluó la inclusión que han hecho los británicos de la obesidad como factor de riesgo para el coronavirus y replicó: “Hasta la fecha, los datos disponibles no muestran resultados adversos para la COVID-19 en especial entre las personas con un IMC de 40 kg/m2”.
Los autores concluyeron: “La escasez de información en relación con el aumento del riesgo de enfermedad de las personas con un IMC superior a 40 kg/m2 ha generado ambigüedad y podría aumentar la ansiedad, dado que ahora se ha clasificado a estos individuos como vulnerables a enfermedades graves si contraen la COVID-19”.
La promoción de tensas asociaciones entre la raza, el tamaño del cuerpo y las complicaciones de esta enfermedad poco comprendida ha servido para reforzar la imagen de que la gente de color está totalmente inmersa en placeres sensoriales como comer y beber, lo que supuestamente hace que nuestros cuerpos ingobernables sufran de enfermedades evitables relacionadas con el peso.
Las actitudes que veo hoy en día hacen eco de lo que describí en “Fearing the Black Body: The Racial Origins of Fat Phobia”.
Mi investigación demostró que las actitudes de rechazo a la gordura no se derivaban de los hallazgos médicos, sino de la creencia de la era de la Ilustración de que la alimentación excesiva y la gordura eran prueba de “salvajismo” e inferioridad racial.
Hoy, lo que está en juego en este debate no podría ser mayor.
Cuando me enteré de los lineamientos que sugieren que los doctores pueden usar las enfermedades preexistentes, incluida la obesidad, para negar o limitar la elegibilidad a los tratamientos que salvan vidas contra el coronavirus, no pude evitar pensar en los debates que estudié de la época de la esclavitud sobre si los afroestadounidenses llamados “de constitución débil” debían o no recibir atención médica.
Por suerte, desde aquel evento al que asistí hace cinco años, los expertos se han centrado en la salud de los afroestadounidenses y han seguido trabajando para que la atención del país no se centre en factores individuales.
El Proyecto 1619 de The New York Times incluyó ensayos que detallaban el impacto que tuvo el legado de la esclavitud en la salud y la atención médica de los afroestadounidenses y explicó cómo, desde la era de la esclavitud, se ha etiquetado a los cuerpos de las personas de color como que tienen enfermedades congénitas y no merecen el acceso a los tratamientos que salvan la vida.
En un ensayo reciente que aborda en específico la COVID-19, Rashawn Ray enfatizó el legado de las prácticas discriminatorias que desplazaron a los negros a comunidades pobres y densamente pobladas, a menudo con acceso limitado a la atención médica.
Y señaló que la gente de color está sobrerrepresentada en los puestos de servicio y como trabajadores básicos que tienen una mayor exposición que aquellos que tienen el lujo de refugiarse en casa. Ibram X.
Kendi ha escrito que “el comportamiento irresponsable de la gente de color desproporcionadamente pobre” —que a menudo se cita como un factor importante de la disparidad en el acceso a los servicios de salud— es un chivo expiatorio que distrae la atención de los estadounidenses de la centralidad del racismo sistémico en las actuales desigualdades raciales en materia de salud.
La evaluación de los datos inadecuados y cuestionables sobre la raza, el peso y las complicaciones de la COVID-19 con estos argumentos en mente deja claro que la obesidad (así como su implicación asociada, aunque incorrecta, de las malas elecciones de estilo de vida) no debe ser el centro de atención cuando se trata de entender cómo ha afectado esta pandemia a los afroestadounidenses.
Incluso antes de la COVID-19, los estadounidenses negros tenían tasas más altas de enfermedades crónicas múltiples y una menor esperanza de vida que los estadounidenses blancos, independientemente de su peso.
Este es un indicador de que nuestras estructuras sociales nos están fallando.
Estos fallos —y la consecuente aceptación de la creencia de que el cuerpo negro es particularmente defectuoso— están enraizados en una era vergonzosa de la historia estadounidense que sucedió cientos de años antes de esta pandemia.
Por: Sabrina Strings