La reciente condena impuesta al expresidente Donald Trump, tras ser declarado culpable de más de treinta cargos de corrupción por un jurado, representa la materialización del principio de juridicidad e independencia judicial. En una era marcada por la creciente desigualdad social y económica, que ha propiciado la proliferación de castas corruptas a nivel global, el simbolismo de la caída del que fuera el hombre más poderoso del mundo occidental brinda un respiro a los demócratas de todas las filiaciones, incluso a aquellos dentro del propio partido republicano.
En mi visión del Estado de derecho, siempre reservé un lugar especial para la fotografía que capturó la incomodidad de Trump durante el juicio. Al lado del mugshot, su colección de retratos ante las autoridades se utilizará en futuras lecciones de derecho constitucional sobre el concepto de república, junto con la icónica imagen de María Antonieta con su vestido de muselina. No me malinterpreten; aún creo que, en segunda instancia, o incluso la Corte Suprema, podrían absolverlo. Todos los que han apelado una sentencia de tal magnitud en la vida pública saben que la inclinación política y moral del juez puede ser un factor decisivo.
En un Estado de derecho, vivir esta tragedia no debe ser un privilegio exclusivo de las clases populares. Al expresidente le ha tocado jugarse la piel; incluso si gana el proceso, será una decisión judicial la que determine su futuro. ¡Sin privilegios de príncipe! La magnitud del jurado y su composición son la misma preocupación que enfrenta cualquier acusado. En este sentido, al tratarse de una forma de igualdad formal, simplemente ante la ley, me resulta irónico pensar que quienes aún lo apoyan son demócratas de cualquier corriente ideológica. Son los regímenes autoritarios, aquellos que EE. UU. combate, los que imponen la ley de un solo hombre por encima de los demás.
Quizás el pueblo estadounidense renegará de este hombre y de lo que representa para la historia política de Occidente en las próximas elecciones. Tal vez peque de optimista, pero escuchar «gracias, señor imputado» la semana antepasada me hace pensar que se avecina una época de renovada defensa del sistema democrático a manos de los jueces. La democracia está harta y decidida a demostrar la valía de sus controles institucionales.
La condena de un expresidente no solo tiene repercusiones nacionales, sino también internacionales, pues a los cuatro vientos se grita «nadie está por encima de la Ley». La democracia ha perdido credibilidad entre los más jóvenes, porque vivimos en un contexto de corrupción y abuso de poder impunes. Por tanto, la condena al presidente expresa un mensaje de fortaleza institucional de los EE. UU.; expresa integridad y transparencia.
Al demostrar que la justicia se impone incluso al individuo más fuerte de la sociedad, la condena tiene un alto componente preventivo general con el que la Diosa de la Democracia hace respetar sus dominios. Se ha marcado un hito como pocos en la historia política del mundo globalizado, pero no cantaría victoria. «El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente». Sigue el interés y acertarás.