El fatalismo aliado con la pereza nos arrastra a admitir que los acontecimientos pasados inevitablemente tenían que suceder así como se dieron; que el presente no podría ser otro; y que el futuro ya está fatalmente predestinado. La cadena de sucesos y sus consecuencias, presentados recientemente, son de una perversa maquinación del destino contra la cual nuestras actuaciones no hacen la menor mella. Es solo atar cabos para entender que todo estaba escrito en un lenguaje compuesto de códigos no muy difícil de descifrar. Ante la confirmación de que para cada efecto hay una causa tangible, no podemos sino llenarnos de triste escepticismo lo que nos ha llevado a un fatalismo perezoso del que sufrimos buena parte de los colombianos.
Hay quienes se remontan al gobierno de Pastrana y sus diálogos del Caguán para ver que estamos predestinados a hacernos a la idea de lo inevitable, que el próximo siete de agosto el país cae en manos de quienes, como hienas, esperan durante décadas causar las heridas fatales a un país que había logrado mantenerse en pie, contra todo pronostico, habiendo sufrido el acecho del terrorismo, del narcotráfico, del comunismo internacional y de un cáncer interno de corrupción que lo carcome por dentro.
Otros consideran que fue la llegada de Uribe al poder y su reelección la que abrió la puerta a la toma del poder por Petro y sus aliados. No deja de ser paradójico cuando en el imaginario colectivo se considera a ese presidente como el acérrimo enemigo de la izquierda radical. Pero cuando nos ponen de presente que le abrió las puertas a quien convertiría sus dos períodos presidenciales en la plataforma para la instalación de una democracia híbrida que le daría legitimidad a quienes, habiendo cometido crímenes atroces, ocuparían los lugares claves del poder.
También los hay que ven en Duque el alcahueta de su antecesor, siguiendo las directrices de Soros y de los organismos internacionales, lo que permitiría el fortalecimiento de Santos y sus compinches que ahora se regodean con el triunfo maquiavélico que acaban de asestar a Colombia.
Sea una u otra, o la combinación de las anteriores, lo que arme el rompecabezas, lo que queda es el sabor amargo de que nos jugaron sucio y se salieron con la suya. El marasmo que experimentamos es fruto de vernos no solo derrotados sino también humillados y ofendidos sin posibilidad de réplica. Unos pocos están en la tarea de denunciar el fraude y mantienen cierto espíritu de lucha que se expresa en una llama que poco a poco se va apagando cuando no encuentra eco entre los diez millones que le seguimos el juego a lo que se ha venido descubriendo como la farsa con la que se armó el teatro de las elecciones presidenciales a la que se prestaron los Ficos y los Rodolfos en la operación avispa tan siniestramente montada por Santos y su gente desde hace un año.
Así las cosas no es de extrañar que nos sintamos muy, pero muy achicopalados. Hay distintas teorías que comparten un principio fundamental. De lo que se trata es de la lucha entre el bien y el mal, entre Jesús y Satanás, entre Dios y Lucifer, como se les quiera llamar cuando el diablo tiene siete nombres. Gracias a la crónica de Castro Caicedo, que lleva por título “La bruja”, podemos enterarnos de la íntima unión entre la brujería y la política durante el gobierno de Turbay. Es tan solo echarle un ojo a Cuba, Venezuela y especialmente Nicaragua ,en donde su vicepresidente es una bruja declarada que realiza sus rituales a la vista de todos, para ponernos a la defensiva ante el poder oscuro que hace su presencia en la región sin que Colombia esté exento de él.
Ver a un líder de la talla de Álvaro Uribe en estado catatónico, bajo el pretexto de estar arrinconado con un ridículo proceso que supera a la imaginación de Kafka, en el momento en que más se le requiere debe tener una explicación sobrenatural o eso suponemos quienes no admitimos que sus extrañas actuaciones sean fruto de la cobardía o la traición. Tampoco me cabe en la cabeza, y no veo cómo justificarlo, que un candidato de la talla de Óscar Iván Zuluaga se acobarde en último momento luego de brindar una batalla sin cuartel, saliendo vencedor, ante las falsas acusaciones de quien le robó las elecciones. Qué le hicieron un hechizo… cualquier cosa podemos imaginar cuando la razón se ve superada por la sinrazón.
El aletargamiento que sufrimos y la pasividad ante esta toma del poder, descarada y sin ningún pudor, de quien portará la banda presidencial, que debería ser más bien un mandil que le sentaría mejor al ungido, no tiene tampoco explicación lógica. No ha habido la menor manifestación, no porque somos diferentes y nos caracterizamos por ser pacíficos, no señor, es porque somos más, pero más ingenuos, más tontos, más tolerantes con el fraude, más sumisos. Es urgente cambiar de actitud o nos lleva el diablo.