Debajo del asco, la repulsión y la indignación que me produjo, como a todos, la historia de Giséle Pelicot (apellido de casada, pero también el de su agresor), encontré un inmenso deseo de movilizarme, así que empiezo a escribir estas líneas mientras pienso hacia dónde voy, se me ocurre que voy hacia la redención.
Toda mi vida he conocido historias cercanas de abusos sexuales contra mujeres. Y que frase lamentable acabo de escribir, ¿toda mi vida?, sí, toda mi vida. Sé de sucesos indeseables cuyas protagonistas son mis primas en varios grados, en mi propia casa hubo un ataque terrible en medio de un aparente robo, en el colegio recuerdo dos compañeras que resultaron embarazadas a los 13 años y a un profesor que tenía ciertas “manías” con las niñas de primaria, que las estudiantes más grandes mirábamos con horror.
Mirábamos, pero no contábamos, mis primas tampoco contaban, lo normal era no contar.
Un artículo firmado por las Naciones Unidas dice que una de cada tres mujeres han sido víctimas de violencia sexual al menos una vez en su vida, no es mucho, es demasiado, ¿cómo fue que nos pasó esto y no nos dimos cuenta? o ¿fingimos que no nos dimos cuenta?
La violencia sexual, que me parece la más oscura de todas las violencias, cuando es contra las mujeres tiene toda clase de supuestos atenuantes, excusas y permisos. En el caso de Giséle, quien inspiró esta columna y espero inspire todo un movimiento, varios de sus atacantes alegaron que pensaban que la señora fingía estar dormida o inconsciente para darle rienda suelta a su deseo de ser violada. Así, como leyeron.
Para poner un poco de contexto, aunque el caso ha sido sumamente divulgado, Giséle es una mujer francesa a quien su marido sedó durante años para que casi 100 hombres la violaran. En los estrados franceses se adelanta un juicio contra 51 de ellos, a quienes las autoridades pudieron individualizar gracias a los videos encontrados en el propio computador de Dominique Pelicot, el hombre que ofrecía, a través de internet, la “oportunidad” de violar a su esposa.
El caso ha conmocionado al mundo no solo por el horrendo crimen de Dominique Pelicot, (lo repito porque no es justo que en esta columna aparezca más el nombre de la víctima que el del victimario), sino porque esa “oferta” criminal y canalla, encontró eco en 90 “hombres normales”, que según los describe la prensa: son periodistas, bomberos, policías, muchos de ellos esposos y padres de familia que vivían en su misma zona.
“Hombres normales”, hombres que no tenían cara de monstruos, hombres que encontraron una oferta siniestra en internet y no tuvieron mayor reparo en aceptar porque consideran que un cuerpo femenino en estado de indefensión, por cualquier medio, es un cuerpo violable y seguramente piensan de sí mismos que son “hombres normales”.
Pues Giséle, de quien no encuentro el apellido de soltera que recuperó tras el divorcio para hacerle algo de justicia, pidió que se revelara su identidad, pidió que los acusados le vieran la cara en el juicio, pidió escuchar los detalles y ha llegado sin cubrirse el rostro a las audiencias porque quiere que su caso sirva para que la vergüenza cambie de lado.
No se me ocurre una historia reciente de mayor valentía y creo que Giséle metió la flecha en la mitad de la diana. La mayoría de las mujeres callan una situación de abuso por vergüenza.
Cómo podría ser distinto si cuando se refieren a su testimonio se le llama confesión, si las indagaciones que hacen los amigos, familia y hasta las autoridades empiezan por -¿pero usted dónde estaba?, -y qué hacía ahí a esas horas, -por qué no gritó, -para qué se metió con él, -por qué se fue en falda, y todo lo demás.
El Dominique de múltiples historias cotidianas, ese que es un profesor, un primo, un tío, un jefe, sale semi victorioso, protegido por aquello de que es un hombre e hizo lo que haría cualquiera en su posición. En cambio, su víctima se lleva la vergüenza, pocas veces puede recordar en voz alta su historia sin que dos o tres familiares rezanderos se miren entre ellos escandalizados, pero escandalizados de que ella lo cuente.
A las que se atreven a hablar, a las que piensan hacerlo y a las que todavía no se deciden, a todas las mujeres víctimas de cualquier tipo de violencia sexual debería llegarles el poderoso mensaje de Giséle, la vergüenza tiene que cambiar de lado, ella misma pidió que los acusados puedan verla a la cara mientras avanza la audiencia y de acuerdo a los medios franceses son ellos los que se cubren con el cuello de la camisa, están usando tapabocas o los antebrazos para esconderse mientras responden las preguntas de los abogados.
Nosotras, las niñas mayores teníamos que haber denunciado a ese profesor de primaria, mis primas tenían que haber contado, mi niñera tenía que haber seguido adelante con la denuncia, mis compañeras del colegio tenían que haber recibido apoyo y no la orden de asistir a clase en la coordinación de disciplina, sin uniforme… a todas, las palabras de Gisele nos deberían caer como un abrazo, la vergüenza tiene que cambiar de lado y también la redención.