Pocas veces un acontecimiento multitudinario, de carácter internacional y con amplia difusión en todo el mundo, permite retratar tan bien a un país como lo ocurrido en el Hard Rock Stadium de Miami el pasado domingo 13 de julio, en la final de la Copa América. Un partido de fútbol entre los equipos de Argentina y Colombia, destinado a coronar al campeón de ese deporte en el continente, y los episodios que precedieron y siguieron al evento, fueron la copia fiel de una sociedad premoderna, desvergonzada y cruel.
Premoderna por el nivel de los dirigentes que entroniza, desvergonzada por la falta de pudor a la hora de apropiarse de lo que no le pertenece y cruel por el desprecio al trabajo honesto y bien hecho. Me refiero, por si no ha quedado claro, a Gustavo Petro y Ramón Jesurún en el primer caso; a los cafres que intentaron ingresar al estadio sin tener derecho a hacerlo, en segundo lugar, y por último, a la labor de los jugadores de la selección.
La caravana presidencial por las calles de Miami rumbo al estadio fue como un preludio del desastre. Y la llegada al Hard Rock Stadium como el desfile de un emir petrolero con su cohorte de familiares, asesores, ayudas de cámara y compinches, no por costumbre de este gobierno y su frondosa agenda de gira por el mundo fue menos escandalosa. Que un país al borde de la quiebra tenga a su presidente y su copioso séquito montado en un avión una semana sí y otra también con todo tipo de pretextos —esta vez fue el partido de la selección de fútbol— indigna y preocupa por la cuenta que nos trae. El costo multimillonario de este despliegue de amor a los colores de la selección por parte de Petro y compañía lo pagamos todos los colombianos.
Pero si lo de Gustavo Petro es censurable lo de Ramón Jesurún, presidente de la Federación Colombiana de Fútbol, corta el aliento. Digámoslo sin tapujos: los dirigentes de ese deporte en casi ninguna parte suelen ser ejemplo de nada. Más bien todo lo contrario. La colección de pícaros y personajes despreciables que ocupan sillón autoridad en el fútbol mundial es verdaderamente notable. Pero reaccionar como un matón de arrabal porque tienes una acreditación VIP y te impide el paso quien está autorizado para hacerlo, es mucho más que impresentable. Y eso fue lo que hicieron Ramón Jesurún y su hijo, esgrimiendo el colombianísimo argumento de “usted no sabe quién soy yo”.
Por lo demás, quienes intentaron ingresar al estadio sin haber pagado su tiquete de entrada, se califican solos. Las vergonzosas escenas que protagonizaron grupos de energúmenos —algunos de los cuales para mayor escarnio endosando la camiseta argentina—, trepando como alimañas hasta por los conductos de aire acondicionado, han puesto a este país ante el espejo de su culto al engaño, la trampa y el retorcido concepto de astucia criolla al que tan acostumbrada está sociedad la sociedad colombiana.
El reverso de la moneda corresponde al grupo de jugadores que componen la selección nacional. Llevaba muchos años Colombia sin saborear los éxitos de un equipo cohesionado, sólido y sin complejos para tratar de tú a tú a tres campeones del mundo. Y en la recta final, con un partido que tardaba en comenzar por el asalto de los bárbaros, con la angustia de no saber de sus familiares engullidos por el caos a las afueras del estadio, jugaron con una carga psicológica que sin lugar a dudas les pasó factura. Perdieron con honor y cobraron caro su derrota: en un tiempo suplementario que habla a las claras de su emparejamiento en calidad con los argentinos.
Esa selección fue la imagen del otro país, de la Colombia que madruga para que las cosas avancen superando toda clase de obstáculos, que paga impuestos, que hace cola para obtener un servicio, que estudia, que vende tintos en una esquina, que conduce un taxi o se las arregla para sacar adelante una familia, o llegar a fin de mes, que esquiva la delincuencia, el mal gobierno o la corrupción…, ese grupo de jugadores representan a la Colombia a la que siempre le quedan faltando unos centavitos para el peso porque la maldad, la viveza y la deshonestidad de buena parte de su sociedad mantienen al país como el monstruoso insecto kafkiano que, tumbado sobre su caparazón, mueve sus pequeñas y ridículas patas en un esfuerzo inútil por ponerse en pie.
Por eso el grupo de jugadores regresó en silencio, casi por la puerta de atrás, sin un dirigente que pudiese siquiera organizar un modesto homenaje de recepción; porque “su presidente” estaba vestido con el uniforme naranja de los detenidos, respondiendo ante una juez en Miami por sus desmanes, y sin poder estar en Bogotá a la llegada de la selección. Y alguien, con buen criterio en el equipo, decidió no dejarse manipular tampoco por la política; de modo que ni al Palacio de Nariño fueron.
Petro, especialista en astracanadas, tuvo la ocurrencia de emparentar a los jugadores con la “primera línea”, delincuentes callejeros de ingrata memoria para tantos colombianos entre los que no se encuentra, por supuesto, el presidente. Solo a un personaje delirante como el mandatario del país se le ocurre semejante fin de fiesta.