Mohammed Mogouchkov, un islamista de 20 años, originario de Chechenia (antigua URSS) asesinó el pasado viernes 13 a un profesor e hirió a otras dos personas en Arras, al norte de Francia, al grito de “Allahu akbar” (Dios es grande). Dominique Bernard, de 57 años, la víctima de Mogouchkov, enseñaba francés en un instituto de secundaria aunque el musulmán llegó buscando al profesor de historia. El crimen, por cierto, ocurrió justo cuando se cumplían tres años de la decapitación, a manos también de un islamista, de otro profesor en Francia, Samuel Paty.
Al lunes siguiente del episodio de Arras, en Bruselas, en donde se jugaba un partido entre las selecciones de fútbol de Suecia y de Bélgica, Abdesalem Lassoued, un islamista tunecino de 45 años, se subió a su moto cargado con un fusil de asalto y salió a la caza de aficionados suecos como quien va al monte a matar conejos. Vio a dos que se paseaban de noche por la calle vistiendo la camiseta de la selección sueca y los acribilló a ráfagas de metralla. Horas más tarde, la policía belga acabó con la vida de Abdesalem, que se refugiaba en su barrio y conservaba aún el arma homicida.
El origen de este doble crimen de aficionados de la selección escandinava hay que buscarlo en la destrucción de ejemplares del Corán, el libro sagrado de los musulmanes, que se han quemado en las calles de Suecia recientemente, cosa que ofendió profundamente a Abdesalem Lassoued, y a miles de musulmanes que han visto esas hogueras del Corán en las pantallas de varios canales de televisión internacional.
Mohammed Mogouchkov y Abdesalem Lassoued tenían varias cosas en común: además de ser islamistas radicales se encontraban en situación irregular, habían pedido asilo —que se les negó por sospecha de vínculos con grupos extremistas—
y ambos habían llegado a Europa en la oleada de miles de emigrantes ilegales que inundan el viejo continente hace años desde países en conflicto. Abdesalem Lassoued concretamente era uno de los miles que llegan en frágiles embarcaciones a la isla italiana de Lampedusa. Como los miles que estas semanas están llegando a la isla española de Hierro procedentes de la costa occidental del continente africano.
Las autoridades hablan de “lobos solitarios” y no quieren vincular estos crímenes con la explosiva situación en Medio Oriente. Comoquiera que sea el problema es mayúsculo, las autoridades de inmigración europeas hacen lo que pueden, la ciudadanía tiene la impresión de que solo se trata de pañitos calientes, sobre la sociedad de los diversos países del continente pende ahora la amenaza de este tipo de acciones y varios países han decretado el estado de alarma.
El hecho de que dos de las víctimas mortales de estos episodios haya sido una pareja de ciudadanos suecos, cuya “culpa” fue solo acudir a ver un partido de su selección de fútbol, resulta pertinente para poner en contexto una situación que hoy desborda a varios países europeos, algunos de los cuales han manejado la inmigración ilegal con un candor rayano con la irresponsabilidad.
Un amigo sueco me contaba esta semana que el gobierno de su país decidió hace poco poner coto al remplazo de pasaportes “extraviados” que eran denunciados por una sola persona hasta cinco veces al año… Se trataba siempre de ciudadanos suecos nacionalizados y procedentes de la avalancha de refugiados que ha inundado el país en los últimos años. ¿A dónde se supone que han ido a parar esos documentos “perdidos”?
La quema de ejemplares del Corán en las calles de las ciudades de Suecia es producto de la fricción con inmigrantes procedentes de Medio Oriente, algunos de los cuales integran bandas de delincuentes que han hecho de aquel país escandinavo un panorama irreconocible para quienes conocimos hace años una de las naciones más armoniosas y civilizadas del mundo.
Para el criminólogo David Sausdal, de la Universidad de Lund, “la cultura de las bandas en Suecia, comprada con el resto de Escandinavia, es extremadamente brutal y la razón por la que ha estallado hay que buscarla en una política de bienestar demasiado laxa y en la forma en que se han gestionado las zonas de viviendas sociales”
En Dinamarca, otro país escandinavo, que en 1992 acogió a 321 refugiados, constató en 2019 que el 64 por ciento de los beneficiarios de esa acogida había sido condenado por algún delito. Hoy ese país dejó de ser lugar de acogida y aunque padece en menor medida el problema de las bandas criminales procedentes de la inmigración, ha logrado contener la acción de éstas en la sociedad. Suecia en cambio, en donde Stefan Löfven, un ex primer ministro que quiso hacer del país una “superpotencia humanitaria”, ha transformado ese sueño en pesadilla, como dijo la semana pasada el actual jefe de Gobierno Ulf Kristersson.
Europa y sus “lobos solitarios” haría bien en mirar con detenimiento la situación de Suecia, en donde el buenismo de sus políticos de izquierda llevó a Kristersson a decir en el parlamento, refiriéndose a la situación creada por la inmigración ilegal: “Debemos llamar a esto por su nombre: vivimos una crisis nacional autoinfligida”.