Se cumplen cincuenta y siete años de la publicación de Cien años de soledad, la mítica novela de Gabriel García Márquez, y las pruebas de imprenta, las galeradas originales corregidas de puño y letra por el Nobel colombiano, reposan en una caja fuerte de un chalet a las afueras de Madrid en espera de un destino de mayor lustre.
Es bien sabido, porque Gabo lo contó con detalle, el accidentado envío del original a Francisco Porrúa, director literario de la editorial Sudamericana. Quinientas noventa cuartillas cuyo envío de México a Buenos Aires costaba entonces, agosto de 1966, ochenta y dos pesos. Importe con el que García Márquez y su mujer Mercedes no contaban. Tuvieron que dividir aquel material en dos paquetes y acudir al Monte de Piedad con una batidora de cocina y los dos anillos de matrimonio para que la historia de los Buendía llegase entera a la capital argentina. Y lo demás es bien conocido.
De aquel primer manuscrito hubo varias copias que sufrieron diversas correcciones antes de llegar a la editorial, copias que se perdieron; alguna de las cuales incluso fue destruida por el propio García Márquez, con el ánimo de que nadie llegara a ver secretos de su carpintería literaria. Pero la primera prueba de imprenta de la novela, ya corregida, la llevó Gabo a la casa del director de cine y guionista Luis Alcoriza. Alcoriza y su esposa Janet Riesenfeld fueron generosos anfitriones de Gabriel y su mujer Mercedes en los tiempos más duros de la pareja de colombianos, mientras el novelista trabajaba en la obra que lo haría inmortal.
Aquella velada en casa de los Alcoriza, a la que Gabo llevó ese primer manuscrito de Cien años de soledad, contaba con invitado de honor, Luis Buñuel, a quien intrigaba el trabajo del colombiano. Todos los amigos comunes se hacían eco de la novela en construcción, y de cuya labor conocían solo retazos aislados trufados con argumentos que nada tenían que ver con el contenido final de la obra. García Márquez, por superstición, se cuidó mucho de que la intriga de sus amigos terminara por desvelar la trama de la obra.
“Vi a Alcoriza tan fascinado por la conversación —dice García Márquez— que tomé la buena determinación de dedicarle las pruebas: “Para Luis y Janet, una dedicatoria repetida pero que es la única verdadera: del amigo que más los quiere en este mundo”. Junto a la firma escribí la fecha: l967”. Años más tarde, en 1985, García Márquez volvió a escribir, en la primera página de aquel abultado legajo de hojas atadas con una cuerda, y solo puso su nombre, el año y una palabra: “Confirmado”.
De esa manera Gabo quiso certificar que aquellos 180 folios de pruebas de imprenta, con 1.026 correcciones de su puño y letra, eran el producto auténtico de su novela más universal y que, una vez acabado con aquellas correcciones, alcanzaría tal popularidad global e impacto cultural que llegaría a ser traducida a cerca de medio centenar de lenguas.
Algo que desconcierta a quienes conocen la existencia de las galeradas originales y su posterior regalo a Luis Alcoriza y su mujer, pues se supone que debería haberlas devuelto a Buenos Aires para que introdujeran las correcciones finales en la primera edición, tiene una explicación: García Márquez nunca las devolvió corregidas, sino que mandó por correo a la editorial la lista de correcciones copiadas a máquina línea por línea, por temor a que el mamotreto se perdiera en la vuelta.
Un cuarto de siglo más tarde, cuando Cien años de soledad había hecho carrera, en casa de los Alcoriza y en presencia de García Márquez, alguien opinó que las pruebas de imprenta con la dedicatoria valían una fortuna. Janet Riesenfeld, la mujer de Luis, las sacó de un baúl y las exhibió en la sala, y hasta le hicieron al dueño de casa la broma de que con aquello podían salir de pobres. Alcoriza —cuenta García Márquez— con su bien impostado vozarrón español, dándose golpes con ambos puños en el pecho, dijo que prefería morirse antes de vender aquella joya dedicada por un amigo.
Luis Alcoriza murió en 1992, a los setenta y un años, en Cuernavaca. Janet siguió en aquel retiro rodeada de unos pocos amigos y murió seis años más tarde. Y de entre todos los que estuvieron a su lado, Héctor Delgado, quien los había adoptado como padres y se ocupó de ellos en las vacas flacas de la vejez, fue nombrado heredero legítimo. Por tanto, heredó las valiosas galeradas, que estuvieron programadas para ser rematadas en la galería Christie’s de Londres el 20 de noviembre de 2002. Pero el atentado de las Torres Gemelas un año antes, puso al mundo patas arriba y muchos eventos de ese tipo fueron anulados.
Hoy, el valioso texto pertenece a Estrella, la viuda de Héctor Delgado y a su hija, Ana. El lugar más apropiado del mundo para conservar el raro testimonio de la obra universal del más universal de los colombianos, pensaría uno que debería estar en su país. Pero aquí solo se tienen medios para hacer el ridículo dilapidando dinero público en invitaciones como la que se le hizo a Harry y Meghan. O para los viajes inútiles, onerosos y extravagantes de Gustavo Petro y su combo por el mundo.