Carlos Salas
Carlos Salas

El oso más grande en la historia de la humanidad

“Ningún tirano se ha sostenido jamás por la sola fuerza bruta. Ha sido por medio de las armas del espíritu como han conseguido todos mantener en infame opresión a sus semejantes. Y la más efectiva de esas armas es la doctrina colectivista de que la supremacía del Estado sobre el individuo es lo que constituye “el bien común “. No habría dictadores si todos los hombres profesaran con religioso celo la doctrina de que poseen derechos inalienables, y de que nada ni nadie puede despojarlos de esos derechos. Nadie: ni el malhechor manifiesto, ni el pretenso benefactor.”

Ayn Rand

Amanezco, este lunes en el que comienza la última semana de cuarentena, presintiendo que el mundo está haciendo el oso más grande de su historia. Hay dos indicios que me llevan a esa conclusión. El primero nace de la actitud despótica en la que han caído los presidentes de los distintos países democráticos, apoyados en unas cifras interpretadas de manera alarmista y respaldadas sólo por el mismo gobierno, generando un ambiente orwelliano bajo el pretexto de “el bien común”. El segundo indicio es el ver con extrañeza como miles de millones nos hemos plegado dócilmente a unas reglas impuestas que no hacían parte de lo acordado en las elecciones de un país y otro, llevados por el temor causado por las mismas instituciones que traicionan su compromiso con quienes los llevamos a regir de manera democrática los destinos de nuestras naciones.

Sin coronavirus, alrededor de 60 millones de personas mueren anualmente en el mundo, es decir 5 millones al mes o 166.000 al día. Cada uno de esos fallecimientos implican una tragedia íntima de la que familia y amigos se ocupan, con los excepcionales casos en los que enluta a grupos sociales más amplios. Lo cierto es que el mundo no llora cada uno de sus congéneres fallecidos, le sería insoportable llevar día a día, minuto a minuto, el dolor que significaría hacerlo. Nunca la humanidad consideró la posibilidad de llevar la cifra de muertos como lo está haciendo en 2020 de una manera, me atrevo a decirlo, inmoral y hasta grotesca.

Recuerdo una clase de literatura en la que la profesora mencionó una obra teatral en la que buena parte de ella se destinaba a leer en voz alta el nombre de cada una de las víctimas de una matanza, como una forma de humanizar nuestra percepción de la guerra. Desde ahí entendí la manera despiadada de ejercer el poder cuando convierte en solo cifras la muerte. Ahora, lo presenció de una manera global y siento vergüenza como ser humano de haber caído en esto, no por culpa de un virus, ni de China, como tampoco de una conspiración internacional ni de las fuerzas del mal o del demonio, no. Hemos caído en esta situación porque la estupidez no tiene fronteras. El virus viajó veloz por avión, la estulticia lo hace, con mayor rapidez, montada en los medios de comunicación de la aldea global en la que han convertido nuestro variado y extenso planeta.

Cuándo me pongo a interpretar las tales cifras hay cosas que no me cuadran. Me pregunto ¿por qué este curioso virus no causó estragos en Oriente, donde se originó, y sí en dos países de Europa que fueron sus exportadores? También me deja muchas dudas que sea la mayor potencia mundial, con avances tan asombrosos en la lucha contra la muerte, hasta el punto de estar ocupada no sólo de alargar la vida de los humanos sino también en la inmortalidad, donde se ha propagado de manera asombrosa causando decenas de miles de muertes, con particular agresividad, nada más y nada menos, que en Nueva York. Me pregunto ¿por qué coincidió el escándalo del coronavirus con la firma de los acuerdos comerciales entre China y USA que beneficiaba ampliamente a las dos potencias? Son, como estas, las decenas de preguntas que me van surgiendo en el encierro en el que nos encontramos acá, allá y por todas partes

El gusto malsano por el colectivismo que anida en muchos mandatarios, los lleva a imponer medidas autoritarias utilizando métodos como a los que hace mención Ayn Rand en sus escritos libertarios de comienzos de los años cuarenta del siglo XX, con los que ponía en guardia a la democracia del peligro que entrañaba que los poderes dados a los gobernantes para enfrentar la Segunda Guerra Mundial hicieran nido corrompiendo los principios inalienables del individualismo y la libertad que este encarna. Hoy, en pleno siglo XXI, observamos consternados que el estado de guerra que obliga a la democracia a ponerse de rodillas, es impuesto sin que exista un enemigo al que enfrentar. Igualmente es desalentador que las consecuencias de eso, como el asistencialismo que promueve una pereza crónica, nos esté gustando como les pasó a los cubanos.

Algún día sabremos qué hay oculto detrás de este juego de poder. Aplaudimos a unos mandatarios cuando las cifras les favorecen y culpamos a otros cuando le son negativas, siendo que unos y otros hacen o dejan de hacer lo mismo. Metido en sus palacios y manteniendo encerrados a sus, ahora, súbditos. el ejercicio del poder es un juego de niños y los resultados de no hacer nada son tan alentadores que para qué asumir riesgos. Menos contaminación, menos atracos en las calles, menos mugre en las ciudades, menos trancones, menos ruido, sin manifestaciones que perturben el orden público y solucionando la cosa económica con poca ortodoxia, es decir sin importar qué se venga después, con unas oposiciones que los apoyan para no pasar por desalmadas, con los medios a su favor y con la perspectiva de que atacar al enemigo ¿enemigo? ¿cuál? Se hace ya no con armas sino llenando los hospitales de respiradores, fabricando guantes y tapabocas, esperando que los multimillonarios se luzcan con donaciones, repartiendo mercados, haciendo uno que otro test para detectar el virus, sumando muertos por otras causas a la cifra de los de la pandemia, contar como coronavirus casos de influenza, gripa común, dengue y lo que sea con tal de que los números no bajen, mantener a la población aterrada, no permitir que los niños tomen aire y recluir a los ancianos en sus últimos años, todo por “el bien común “.

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