Sentado en la parada de autobús de una pequeña ciudad europea se mueven por allí dos chicas jovencísimas, riéndose de sus cosas y burlándose de que yo, por tener el teléfono entre las manos, les esté haciendo fotos. Eso creen ellas. Y, la verdad, serían dignas de tal cosa porque llama la atención que dos chicas españolas se distingan de sus coetáneas al ir enfundadas en el hiyab, la tela negra que cubre la cabeza y el pecho de las mujeres musulmanas que salen a la calle. Durante unos segundos evoco un lejano viaje a Teherán; reboto como una pelota de goma lanzada contra un muro al ambiente del pasado en una calle en la capital iraní, pero llega el autobús y todos subimos al transporte público. Vuelta a la realidad.
Mis protagonistas de aquella mañana eran españolas, eso era evidente. No tenían el genotipo de los inmigrantes de países musulmanes que pululan ahora por todas las calles del lugar en que me encuentro, y su hablar era españolísimo. Eran evidentemente dos conversas a la “verdadera religión”. Dos seguidoras del Profeta de nuevo cuño. Y si venían de fuera me da igual. Lo que cuenta son ellas como síntoma; como síntoma y como diagnóstico del futuro de Europa. Me resulta muy pertinente esta reflexión en estos días que vemos por televisión la tragedia de Líbano, la Suiza de Oriente Medio en otro tiempo convertida hoy en un infierno.
El proceso gradual de cambio demográfico y político con la llegada masiva al Líbano de refugiados palestinos de credo musulmán, como consecuencia de los conflictos árabe-israelíes, alteró significativamente la composición demográfica del país. De un país en el que convivían numerosas comunidades religiosas y en donde se alteró el equilibrio en favor de los musulmanes. Los recién llegados comenzaron imponiendo que si el presidente era cristiano el primer ministro tenía que ser musulmán; el gobierno libanés se vio significativamente debilitado, incapaz de mantener el orden entre facciones en conflicto, y lo demás es historia.
La emigración musulmana a Europa tiene otras causas, aquí no hay un conflicto bélico, pero sus consecuencias parecen previsibles e inevitables. Y no hay que hacer sesudas proyecciones de futuro, basta mirar lo que ocurre en un país como Francia, al fin y al cabo una nación colonialista que atrajo como metrópoli emigración musulmana. O el caso sorprendente de Suecia, en donde la estupidez de una clase política y la ingenuidad de una sociedad naif han importado guetos conflictivos de una emigración que hace unos años resultaban impensables.
Y qué es lo malo de esta gente que llega de los países musulmanes a Europa. Que el Islam y Occidente nunca podrán aliarse. Podrían coexistir con tolerancia, cosa a la que los musulmanes no están dispuestos. El concepto de progreso que se tiene en Occidente es para ellos otra cosa; y algo fundamental, en donde radica la imposibilidad de esa Alianza de Civilizaciones de la que habló hace años el baboso ex presidente español Rodríguez Zapatero: que en el mundo musulmán la separación entre Iglesia y Estado es impensable.
El asunto es complejo y no es este el espacio para abordarlo. Pero grosso modo la situación que hay hoy es esta: es necesario admitir que una Europa envejecida, con escasa natalidad, necesita inmigración para ser atendida y cuidada. Resulta, sin embargo, que esa inmigración es en gran número musulmana; es decir, una cultura que, en vez de asimilar los principios occidentales de libertad y respeto a los derechos del individuo llega imponiendo los aspectos más detestables de sus tradiciones (homofobia, sumisión de la mujer, etc.).
Así que el conflicto ya está servido: la extrema derecha se opone ciegamente a la inmigración; la falta de regulación adecuada convierte el fenómeno en una lotería siniestra en la que se dejan la vida un montón de aspirantes a ganársela (esta semana frente a las costas españolas de Canarias murieron ahogados medio centenar de emigrantes). Y finalmente, y no menos importante, una izquierda europea sectaria y miope ha terminado por bendecir y justificar todo lo musulmán; y no solo con los abusos más groseros de los inmigrados musulmanes, sino de las dictaduras islámicas más feroces: el líder de un partido de la coalición de gobierno en España (Podemos) recibe financiación de Irán para labores de propaganda en medios de difusión.
A Houari Boumédiène, presidente de Argelia en el lejano 1965 se le atribuye la frase: “Invadiremos Europa con el vientre de nuestras mujeres” y Omar Bin Bakri, un islamista radical sirio de nuestros días, ha dicho: “Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra democracia”. Qué más queremos para comprender lo que viene. La izquierda europea hablando de integración y de fusión intercultural con los musulmanes despertaría ternura si no fuera tan trágico lo que se divisa en el futuro. Y si las palabras de esos dos profetas se hacen realidad, que se olviden los europeos de derechos humanos, libertad individual, respeto a las mujeres, homosexuales o disidentes, la Charía o ley islámica está por encima de cualquier otra ley.
Douglas Murray en su libro La extraña muerte de Europa dice: “Stefan Zweig tenía razón cuando reconocía esta descomposición europea; y también estaba en lo cierto al reconocer su sentencia de muerte, y manifestar que la cuna y Partenón de la civilización occidental se había destruido a sí misma. Solo que su tiempo no había llegado. Todavía se tardarían décadas antes de que su profecía se cumpliera en nosotros y por nosotros”. ¿Cuánto tiempo? Quién sabe.