Esta semana se han cumplido dos años de la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Aquello parecía increíble, una guerra de conquista en el corazón de Europa en pleno siglo XXI era inconcebible. Y lo más increíble aún, que estuviera tan desastrosamente organizada. La ocupación de Crimea en 2014 había sido un ejemplo de estrategia, y ver la colección de parches del ejército ruso de las primeras semanas de ataques, cuando muchos pensábamos que la conquista sería cosa de unos días, causaba mayor desconcierto.
Las guerras suelen servirnos para aprender geografía y para desnudar a los guerreros, en este caso a Vladímir Putin. Ahora sabemos de verdad quién es este personaje: un nacionalista redomado para quien “la caída de la Unión Soviética fue la mayor tragedia del siglo XX”. Está dispuesto a resarcirse de aquella “humillación” a cualquier precio y sueña con poner a su país al mismo nivel de las grandes potencias. Lo malo para él es que los números no le alcanzan: el PIB de Estados Unidos es de 23 billones de dólares, el de China cercano a los 17 y el de Rusia apenas llega a dos.
Jorge Dezcallar, un diplomático y analista español, que acaba de publicar un libro titulado Ucrania, el fin de una era, dice que “el orden que sale de la Segunda Guerra Mundial, que dura hasta ahora, está saltando por los aires porque no ha sido capaz de adaptarse. Ese es el gran problema. Hoy en día, hay una serie de países que quieren un reparto distinto del poder y unas reglas diferentes para regir ese reparto. Y hay países que no ceden, que no quieren compartir la tarta. Eso hay que cambiarlo, porque si no se cambia por las buenas y de acuerdo entre todos, pues se cambiará por las malas”.
Es un punto de vista interesante. Pensemos solamente en los valores de China en contraposición a los valores occidentales en los que prima el individualismo. Ahora los chinos llegan empujando con el confucionismo en donde lo importante es el grupo y la meritocracia. O lo que tiene que decir India con sus valores y sus 1.420 millones de habitantes. Sin olvidar a Irán y su observancia del islamismo chiíta. Y, entre todos estos factores preocupantes para Occidente, la tragedia para Europa y Estados Unidos, pero también para la propia Rusia, de que el país más grande del mundo haya caído en la práctica en manos de China. ¿Qué tiene que ver el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, con el poder de veto de Francia o Inglaterra, con esa realidad del mundo?
Todo esto ha venido a recordárnoslo la guerra en Ucrania, la desfachatez con la que Putin ha invadido ese país. Por eso hoy Europa tiembla ante la posibilidad de un triunfo de Donald Trump. Si ese triunfo se hiciera realidad, Ucrania parece perdida. Ya ha dicho el seguro candidato republicano a las elecciones presidenciales norteamericanas que si él se sienta con Putin, en 24 horas arregla el conflicto. Europa no es capaz de sustituir lo que dan a Ucrania los americanos, en armas y, sobre todo, en inteligencia. Si llega Trump y se sienta a hablar con Rusia, Ucrania está hundida.
Ya se nota un agotamiento por parte de Europa con la guerra de Ucrania, la Unión Europea le ha dado a Kiev armas para defenderse pero no para ganar la guerra. El arriba citado Dezcallar ve el fin de la guerra con un acuerdo al estilo de Corea, donde ninguno renuncia a sus objetivos máximos, “se hace un armisticio y un alto el fuego. Esto tendrá un inconveniente en Europa: no habrá 30.000 soldados americanos para forzar su cumplimiento, con lo cual habrá continuas transgresiones”. Si eso ocurriese en este momento, cosa que hoy parece improbable, Rusia habría arrebatado a Ucrania cerca del 18 por ciento de su territorio.
Uno de los factores que han contribuido a ese cierto agotamiento que se nota frente a la guerra en Ucrania ha sido la guerra en Gaza, el mayor alivio que Putin haya podido tener en estos dos años. Los americanos empantanados en Oriente Próximo y las noticias centradas en todo lo que está pasando allí han puesto la invasión de Ucrania en un segundo plano.
Por cierto, ya que menciono este otro conflicto, no deja de ser curioso que haya coincidido en el tiempo con esa guerra en el corazón de Europa, que ha volado por los aires uno de los acuerdos básicos de la posguerra: el respeto de las fronteras. La guerra en Gaza cuestiona un segundo principio admitido hasta ahora en Occidente como es el límite de la represalia tras un ataque.
Inviolabilidad de fronteras y lo que no se puede hacer en un conflicto han saltado por los aires ante nuestros ojos, como una muestra del tiempo distinto que vivimos, de gran incertidumbre y de no saber a dónde nos lleva.