Mario Huertas

Analista de asuntos estratégicos y hemisféricos (Énfasis: Brasil y EE.UU.) Columnista de opinión, diario La Nación. Voluntario internacional para la promoción de nuevos liderazgos, Universal Wonderful Street Academy (UWSA), Jamestown-Accra. Colaborador del Goldstreet Business (Ghana). Profesor de Geopolítica y Geoestrategia. Infante de Marina, Armada República de Colombia (A.R.C).

Mario Huertas

El asesinato como arma política

La democracia que tanto exaltó Alexis de Tocqueville en su obra “La democracia en América” escrita, tras un periplo por los Estados Unidos, entre 1835 y 1840 desgraciadamente alberga en su historia una tragedia: el asesinato como arma política.

El primer episodio trágico tuvo lugar en tiempos de Lincoln (1865) cuando el país estuvo a punto de quebrarse en dos entidades geográficas políticamente separadas. De ahí en adelante, fueron asesinados, en orden cronológico, James Garfield (1881), William McKinley (1901) y John Kennedy (1963). 

El más reciente intento de asesinato había sido perpetrado contra Reagan en 1981. Pero, antes encontramos los atentados contra Andrew Jackson en 1835, George Wallace (candidato) en 1972 y Gerald Ford en 1975. 

Lamentablemente, el fin de semana pasado se volvió a escribir otro episodio que pudo terminar en una tragedia y sumarse a los casos citados anteriormente. Las cadenas informativas que cubrían el discurso de Trump captaron la escena cinematográfica que se puede describir así: 

Donald J. Trump, en Butler, Pennsylvania dando su discurso de la manera en que el mundo lo conoce; de repente, siente que algo cruza su oreja derecha y de inmediato se revisa y se agacha, los guardaespaldas entran en escena. Tras el paso de un par de segundos, en medio de gritos, caos y confusión, emerge del piso totalmente abrazado por los hombres del servicio secreto con algunas líneas de sangre corriendo por su cara. Veloz en comprender la situación, el presidente alza su mano derecha y desafiantemente grita: ¡fight!,¡fight!,¡fight! La escena es de película. 

Sin una motivación expresamente clara, Thomas Matthew Crooks de 20 años, intentó asesinar al presidente Trump quien, por demás, utilizará el atentado a su favor. La publicidad se ajusta tanto al personaje como al momento. Era lo que necesitaba para ratificar, ante la opinión pública, que es un perseguido político por el corrupto establecimiento estadounidense que es mayoritariamente Demócrata y en menor medida Republicano. 

Adicionalmente, venderá la imagen de un hombre que por la gracia de Dios (y esto si es cierto) está llamado, como ninguno otro, a darle un golpe de timón a la democracia en Washington y hacer nuevamente su país grande en la arena internacional. 

A partir de ese momento, no hay duda que el electorado estadounidense tiene dos candidatos que si bien son contemporáneos también son totalmente opuestos. Uno es errático, torpe, débil y enfermo y el otro es una suerte de super héroe, de esos que tanto gusta en el país que tanto impresionó a Tocqueville y que también tiene por práctica fatal, el asesinato como arma política. 

 

Por fortuna, el francotirador falló y Trump seguirá sacando provecho de lo que pudo ser una tragedia. Mientras tanto, el partido de gobierno se resquebraja por la terquedad de Biden que se niega a reconocer que la edad sí importa. 

 

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