Dice el ex ministro de Exteriores de Israel Shlomo Ben Ami en una entrevista en el diario El País esta semana, que “La abstención de Estados Unidos en la ONU fue un modo de torcer el brazo de Israel” permitiendo que saliera adelante la resolución que reclamaba un alto el fuego inmediato en Gaza, y que Joe Biden está harto del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu. Y que la respuesta de Netanyahu revela su convencimiento de que Washington quiere derrocarlo.
Señala, entre otras cosas, que el éxito de Hamás ha sido conducir a Netanyahu hacia una guerra sin objetivos políticos claros que ha colocado a Israel fuera del nuevo eje occidental de los últimos años, que básicamente es el mismo que ha respaldado a Ucrania frente a Rusia y China. Biden tenía una estrategia que pasaba por conseguir una alianza estable de Estados Unidos con Israel y los países árabes para hacer frente a la amenaza de Irán que ahora se ha ido al garete.
“Netanyahu se ha convertido en un peligro para los objetivos occidentales de esta nueva guerra fría que existe entre Estados Unidos y China y Rusia”, afirma rotundo.
Ben Ami es un gran conocedor de todos los procesos de paz en aquella región y, consecuentemente, de la relación intensa y no siempre fácil que han mantenido Israel y Estados Unidos. Habla, pues, de este asunto una voz autorizada. Leer sus reflexiones sobre lo que está pasando hoy en Medio Oriente es acercarse con cierta garantía a la realidad de cuanto allí sucede y sus posibles consecuencias inmediatas.
Pero, más allá del análisis lúcido de Shlomo Ben Ami, como casi todos los suyos, su lectura despierta la sensación de orfandad en que vivimos por la carencia de personajes que señalen el camino, por la falta de referentes significativos. Vivimos rodeados de redentores peligrosos, hábiles en el empleo de su capacidad de seducción para manipular las emociones en provecho propio y de su camarilla.
Dondequiera que se mire encontramos mandatarios prendados de sí mismos, aferrados al poder como a un clavo ardiendo, atrabiliarios, ignorantes, corruptos; gentes a quienes el bien común, valor supremo que se espera de un gobernante, solo les produce una carajada siniestra. Y no lo digo en sentido metafórico, lo hemos visto hace unos meses en el parlamento de una nación europea cuyo nombre prefiero callar.
Con un agravante: el valor, la determinación, el carácter, la rapidez en la toma de decisiones que se le suponen al gobernante, cualidades para una época de estabilidad y bonanza, hoy no son suficientes. Se requieren cualidades extraordinarias porque la situación es extraordinaria. Aquello de que con la caída del Muro de Berlín habíamos llegado al “fin de la Historia” es un cuento que produce ternura.
Hace unos días, la ministra de Defensa de España, un país que vive presa de un ataque de nervios colectivo por cuenta de las miserias de la política más rastrera y de los agravios nunca superados de una guerra lejana, lo dijo con una brutalidad escalofriante: “Hoy en día, un misil balístico puede llegar perfectamente desde Rusia a España”. Y remató con un augurio categórico: “La amenaza es total y absoluta”. Que es como hay que hablarle a los niños cuando se pelean en casa por un juguete.
Y Ursula Von del Leyen, Presidente de la Comisión Europea, no ha sido más delicada: “Europa debe gastar más, gastar mejor y gastar europeo”, una inversión que servirá, en sus palabras, “para ganar batallas”.
¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? Cuánta falta nos hacen los sabios en este momento, en esta jaula de grillos del mundo en que vivimos. Y qué gusto toparse en el camino de vez en cuando con alguien que llame a las cosas por su nombre, y nos ponga blanco sobre negro la realidad que pretenden ocultarnos los iluminados de turno.
