López, el Gran Vallenato

Jue, 04/07/2013 - 14:02
La hacienda El Diluvio es un territorio de ensueño pegado a la muralla que es la Sierra Nevada de Santa Marta, del lado de Valledupar. En los años 40 y 50, al Diluvio se llegaba transitando una troc
La hacienda El Diluvio es un territorio de ensueño pegado a la muralla que es la Sierra Nevada de Santa Marta, del lado de Valledupar. En los años 40 y 50, al Diluvio se llegaba transitando una trocha grosera labrada a pico y pala por el mismo trazado que pronto será autopista doble calzada entre Valledupar y Bosconia. Llegar a la hacienda era adentrarse en un mundo salvaje y mágico donde los armadillos caminaban entre los pies de los comensales sentados en mesas de tablón, sobre las que se vertían viandas en hojas de plátano. Estas hacían las veces de mantel y fuente del bastimento y presas que acompañaban los sancochos servidos en escudillas de Totumo. Por las tardes, hacendados y visitantes iban, escopetas en mano, a cazar patos migrantes, metidos en los jagüeyes con el agua a las caderas… Luego, al caer la noche, la caza era de infantería, dando largas caminatas en busca de conejos, guardatinajas y venados, con lámparas de baterías ajustadas a las cabezas. Las expediciones en la espesura serrana incluían matizar la emoción de la caza nocturna con buen escocés, para amortiguar la conmoción de caminar con el rugir de los jaguares como fondo musical, bajo el cielo negro salpicado de plata que reina Valledupar. En El Diluvio, trabajando la tierra, cazando, y tomándose sus tragos con el Mono Vergara, el Vasco Irusta y otros amigachos; bregando en campos de arroz durante el día, y pasando las tardes bajo las frondas de los algarrobillos, contemplando paisajes de arreboles surcados por parejas de guacamayas que volaban en todas direcciones, en ese mundo encantado de su hacienda, empezó el amor de Alfonso López Michelsen con las provincias de Valledupar y Padilla… El mejor estudiante de los colegios privados de Paris había vivido prácticamente toda su vida “en uso de razón” lejos de la Colombia que debió sentir como referencia de su importancia sobre la tierra, pues desde niño fue estudiante interno en colegios del exterior, y por ello no tenía plenamente el roce vital de la cotidianidad con su patria. A ello atribuyo el que, una vez de vuelta en el país, se volcara a sus raíces más provinciales para profundizar en su colombianidad, quizá por eso -para anclar hondo sus arraigos- escogió su ancestro vallenato, el “Pumarejo” de su abuela,  que era -para entonces- el más aldeano de sus apellidos. En la capital, “Alfonsito” era el hijo del presidente López Pumarejo, vestido de paños ingleses y corbatas francesas, embebido en ejercicios dialécticos entre clubes y tertulias políticas, quien alternaba la catedra magistral universitaria con textos periodísticos controversiales. Pero en Valledupar, todo era llano, simple, y sobretodo horizontal. Entonces, las clases sociales no se marcaban en un modo de tratarse que implicara sumisión, pues la precariedad general de lo material, desproveía de lujos o privilegios simbólicos a los pudientes, con lo que todos tenían una sensación de igualdad, que sumada a la mentalidad campesina entregaba una atmosfera social sana, sencilla, de asueto y frecuente lírica vernácula, que López aprendió a disfrutar desde el primer instante. El Mono Vergara era su socio, y el Vasco Irusta era un agrónomo español, que llegó como asistente técnico de los cultivos de arroz, y pronto se incorporó a las jornadas de bohemia de López y sus amigos locales, colgado de sus dotes de guitarrista y cantante. A pesar de las parrandas, los nuevos arroceros sí sembraban y trajeron a la provincia, la primera máquina de recolección y empaque combinados, que los agricultores conocen como “combinada”. La combinada era una revolución, y servía para cosechar, tanto como para escapársele a la rutina bajo el pretexto de atender sus averías. Oí varias veces la anécdota de cómo una vez, doña Cecilia Caballero, cansada de esperar mientras López iba con los compañeros “a atender la combinada”, decidió desplazarse hasta la finca, y encontró que los agricultores departían -Whisky en mano- con algunas jóvenes del pueblo de Mariangola, vecino de El Diluvio. Sin hacer cara de sorprendida, oronda y con su hermosa sonrisa imperturbable, la “Niña Ceci” se acercó a donde su esposo y le pregunto con picardía: “Alfonso, ¿y cuál de estas jovencitas es la que llaman La Combinada?” Tiempo después, el arroz quedó atrás, pero no las amistades forjadas en el Macondo que Gabo empezaba a dibujar y López terminaría de construir; por eso, cuando el Magdalena se partió bajo el ímpetu secesionista de un puñado de valduparenses, López entró a la causa y apoyó en la Cámara de Representantes la iniciativa de creación del nuevo departamento. Su empuje, sus luces, y su prestigio, fueron determinantes para apuntalar el empeño de los políticos locales, que lo veían como uno de ellos, por eso fue “natural” que el Presidente Lleras lo nombrara, a solicitud de los cesarenses y propia, y él quisiera ser, el primer Gobernador del Cesar. Cuando en el futuro se escriba la historia de las últimas cuatro décadas del Cesar, alguien de seguro identificará hasta qué punto, haber tenido como primer gobernante a un hombre de la talla de López, fijó un parámetro altísimo –para sus sucesores- en la comprensión del manejo de la cosa pública, que tiene todo que ver con el desarrollo logrado y la honradez con que se manejó éste departamento. Pero el legado de López Michelsen supera el valor del ejemplo como medida. La arborización de Valledupar; el haber convertido la música de la provincia en “vallenato” a secas, y el habernos hecho entender que la gracia de lo provinciano no estaba en lustres foráneos, sino en nuestra propia cultura, amén de la transformación de nuestra forma de vida durante su gobierno, hacen parte de su huella indeleble en la vida del Cesar. Antes de López en Valledupar había pocas calles pavimentadas, no había energía eléctrica, el aeropuerto tenía una pista en gravilla, no había crédito, clase media, ni  liderazgo nacional. No teníamos identificada una cultura propia, ni soñábamos con que nuestra música sería emblema de la patria ante el mundo. Todo ello lo hizo el Cesar, pero López fue el guía, el faro, la luz, el mapa, el baquiano y el guardián de ésta heredad. Alfonso López amó al Cesar; rubricó nuestro talante imprimiéndole sus profundas convicciones éticas; nos protegió durante 50 años, en los que su prestigio personal fue coraza y ariete político, ante los sucesivos gobiernos; fue mecenas de nuestra clase dirigente en varias generaciones, y le dio alas a nuestro folclor, a nuestra esencia y a nuestras vidas incrustando lo vallenato y lo cesarense en las –hasta entonces- inalcanzables cúspides del poder nacional. Escribir sobre quien modificó mi propia existencia no es fácil. Un gesto de autonomía administrativa del entonces Presidente López, desplazó para siempre y de un plumazo toda mi familia a Bogotá cuando apenas tenía 11 años. No eludo confesar mi hondo afecto por su persona, ni mi gratitud íntima  ante quien fuera para mí y los míos una persona cercanísima, un amigo mil veces probado, y ejemplo inmaculado de probidad, entereza y carácter. Pero la ponderación de su faena histórica y su incidencia transformadora en lo vallenato, está desligada de mis afectos, aunque sí provista de la información testimonial detallada de sus quehaceres a través de los años en beneficio del Cesar y sus gentes. La historia de Alfonso López Michelsen y Valledupar, es una memoria de amor entre inmortales. Él vivirá siempre a partir de realizaciones imborrables, la ciudad y la cultura vallenata serán homenaje eterno a un hombre que perfiló su identidad y terminó de tallar el carácter diferente de los vallenatos y cierta forma conspicua de entendernos con el resto del país, en lo cultural y en lo político, al inculcarnos el espíritu igualitario y liberal del gran federalista que siempre fue. @sergioaraujoc
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