El que se acuesta con niños

Vie, 17/02/2012 - 09:03
El que se acuesta con niños amanece mojado. El proverbio más sabio de la lengua castellana. Eso me pasó a mí por andar con ese hombre (ver

El que se acuesta con niños amanece mojado. El proverbio más sabio de la lengua castellana. Eso me pasó a mí por andar con ese hombre (ver Porque te quiero te aporrio y El enfermo mental (II)).

Después de seis meses Morrie y yo estábamos considerando vivir juntos. Ya él me había propuesto matrimonio a los quince días de conocernos y yo le había dicho que sí a pesar de que me acababa de arrastrar del pelo. Habíamos empezado a salir en noviembre de 2009 y estábamos en mayo de 2010.

Yo había vendido mi apartamento y estaba considerando irme a vivir a la capital de los hippies (que no es San Francisco, ojo) donde estaba viviendo mi hija, mudándome de costa a costa puesto que esta historia estaba pasando en Atlanta. Mis planes eran irme en septiembre, a menos que nos organizáramos. Lo lógico era irme para donde Morrie.

Tomada la decisión, decidimos civilizadamente qué cosas me iba a traer de mi casa, me abrió espacio en el clóset y quedé de trastearme un infausto tres de junio. En medio de un ataque de manía debido a mi bipolaridad, perdí el celular donde tenía su número de teléfono y obviamente no pude contestar sus llamadas ni comunicarme con él ese día. Llegué con el camión a las seis de la tarde, después de una jornada agotadora cargando y descargando entre mi apartamento y el depósito donde se iban a quedar la mayoría de mis trastos. Pero mi prometido no estaba en casa.

Conociéndolo, yo sabía que la cosa iba para largo, seguro estaba en un bar y volvería a medianoche. Me desesperé y en medio de mi locura llamé a un cerrajero. Después de mucho forcejear la puerta se abrió y entré con mis cosas. Contenta, en medio de cajas, colchones y muebles, saqué mi computador, ipod y televisión e instalé mi oficina en el comedor. Puse mi ropa en el clóset, me quité la ropa y agotada me acosté a dormir.

De madrugada llegó mi amado. Cuando me vio, gritó que iba a llamar a la policía. No le hice caso, estaba acostumbrada a sus amenazas, ya una vez había dicho que me mataría si le pasaba algo a su perro que yo había dejado salir, y seguí durmiendo. Al rato me despertaron unas linternas en la cara. Cuatro policías habían venido a buscarme. Me levantaron a empellones y a duras penas me pude vestir con una camisa de Morrie, sin brasier, mis jeans y pantuflas. Me sacaron de la casa en medio de mis gritos y los de él, que les decía que me llevaran al hospital mental. ¿Por qué el amor de mi vida me estaba sacando de su casa cuando se suponía que íbamos a empezar una vida feliz?

Esposada llegué al pabellón siquiátrico del hospital de caridad llorando a gritos. Eran las cuatro de la madrugada. Me metieron a un salón donde había una mesa larga, sillas y todos los enfermos mentales durmiendo sentados o tirados en el suelo. Me dieron una cobija y me acosté en el piso. El sitio era en teoría un lugar de paso donde los drogadictos llegaban para ser trasladados posteriormente a lugares de rehabilitación y por eso no había habitaciones. Eso sí, había dos tablas con correas de cuero para inmovilizar a quienes pusieran problema.

No me hicieron examen de drogas y me trataron como a un perro. Morrie se encargó de decirle a la "doctora" que yo era una drogadicta y ladrona y me empezaron a buscar lugar en el hospital estatal. Duré dos días llorando sin poder hablar nadie para explicar mi situación y evitar ser internada en un sitio aún peor.

Había un solo baño, la comida era asquerosa, acostada en el suelo con las luces prendidas, la televisión a toda hora y a todo taco en el canal de deportes y las "enfermeras" a gritos muertas de la risa toda la noche. Tres días sin comer ni dormir, con la misma ropa, en pantuflas, sin bañarme, cepillarme los dientes y, para colmo, me llegó la menstruación.

Por ley no se puede tener a la víctima internada más de 72 horas a menos que uno voluntariamente se someta a tratamiento. Al tercer día, cuando se me habían agotado las lágrimas, por fin pude hablar con el doctor quien me dio la salida inmediatamente. La calle, la libertad, la felicidad. Agarré un taxi, recuperé mi carro y me fui a un hotel.

Mi amado me secuestró las cosas. Las mandó a un depósito y no me las quería entregar. Tuve que comprar ropa y buscar donde vivir. A las tres semanas, después de llamar a la policía y denunciarlo por robo me devolvió todo menos la televisión, el computador y el ipod, los tristes enseres que alcancé a desempacar en busca de la felicidad con él, no sin antes tener que pagarle rescate y sufrir dos ataques de epilepsia.

Como si lo anterior no fuera suficiente, me demandó por haberle robado supuestamente unas cámaras de fotos cuando salí de su casa esposada. El drama no se ha acabado, todavía ando en juzgados respondiendo su demanda, viajando a Atlanta para enfrentarlo en los tribunales. Nunca me devolvió mis cosas y yo me vine a vivir a la ciudad de los hippies al otro lado del país, con tres horas de diferencia, para jamás volver caer en sus garras. Aunque él en su peligrosa locura pensará que quien se salvó fue él.

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