El país ha madurado a los golpes, no hay duda. Prueba de ello la forma como gobierno, ciudadanía y guerrilla han asumido esta nueva etapa de nuestro largo proceso con sus éxitos, fracasos, para finalizar un conflicto que solo nos ha traído destrucción y muerte, y ha hecho enormemente difícil el avance de la sociedad hacia los escenarios que desea y se merece, escenarios de progreso y de plena democracia, y que por el contrario, llevó a la militarización de nuestras instituciones, prácticas administrativas y presupuestos, y a la satanización de la protesta ciudadana, con el resultado de un terrible retraso en la modernización y dignificación de la política —de sus instituciones, prácticas y actores—, que como ninguna otra, es una actividad fundamental e insustituible en la vida de toda sociedad que aspire a ser justa, próspera y democrática.
En la conformación de ese atraso tiene clara responsabilidad una guerrilla que creyó en la violencia como “partera de nuestra historia” para parafrasear al viejo Engels. Debe resaltarse, sin embargo que comparte la responsabilidad con sectores significativos de la dirigencia nacional, no solo la política, de haberle cerrado el paso durante demasiados años a las propuestas de cambio, de reformas necesarias y posibles que fueron arrasadas por el huracán de la violencia y sustituidas por urgencias nacidas de una guerra sin futuro pero costosa en todo sentido. Una guerra cuyo único resultado ha sido nivelarle la cancha a un sector de la sociedad que, como bien lo expresa Ingrid Betancourt en el buenísimo reportaje que le hizo Héctor Abad en El Espectador el domingo 14 de octubre, “no concibe su bienestar económico, político y social sino con la permanencia del conflicto y que tiene el poder para engendrar dudas y generar divisiones al respecto”.
Cesar la violencia armada, la pretensión de hacer política con un fusil en la mano, no es en sí la paz pero sí condición necesaria aunque no suficiente, para iniciar el proceso de su construcción, que ya no será tarea de los negociadores sino fruto de la acción política de una ciudadanía comprometida y organizada. El propósito de la negociación que se inicia no es otro que lograr que las actuales Farc se lancen a la lucha política, armados con argumentos sólidos y claro respaldo de opinión y no con fusiles y minas quiebrapatas, para enterrar lo que han hecho desde hace más de medio siglo. Para ello el Estado les debe garantizar sus vidas y las posibilidades para consumar su transformación de grupo armado a organización política. El recuerdo del genocidio de la Unión Patriótica (UP) luego de su creación en el marco del proceso de paz de Belisario Betancur a mediados de los 80, debe tenerse siempre presente para que nunca más se dé una situación como esa.
Para ello es necesario como lo expresa Ingrid, entender que “un proceso de paz como el que requiere Colombia necesita de la unidad nacional, de un consenso, de una disposición de los corazones para asumir los retos y los riesgos que implica este proceso”. Ahondando en el punto, plantea que los colombianos “necesitamos tener la libertad para ir hasta el final de la ruta… que el miedo no sea lo que nos frene para culminar el proceso… que va a necesitar mucha altura de corazones, mucha templanza, mucha gallardía”.
El país al respecto enfrenta un desafío de marca mayor, del cual depende en últimas que el silenciamiento de las armas le abra el camino a la gran tarea de construir la paz. Guillermo Hoyos recuerda en estos días lo que el filósofo francés Jacques Derrida ha planteado frente a los crímenes de lesa humanidad, en los que se ha incurrido en el transcurso del interminable y cada vez más degradado conflicto colombiano. Plantea la necesidad de que la sociedad pueda perdonar lo imperdonable, entendida esta dimensión del perdón como una virtud moral, de raíz religiosa, que antecede y sustenta al perdón legal. Esa capacidad fue lo que les permitió entre otros a los irlandeses y a los surafricanos, abrirle el camino a la reconciliación, sin la cual no hay paz posible. Requiere dejar de lado el espíritu de venganza como guía de la justicia. Finalmente, lo que cura tanto al alma individual como a la colectiva es el perdón, no la venganza.
Ingrid nos plantea este punto central desde otra perspectiva profunda contrapuesta a las visiones prevalentes sobre el sentido de las negociaciones y la percepción “del otro”, la guerrilla, los guerrilleros. Ella se pregunta, qué les podemos ofrecer que sea realmente trascendental ; da una respuesta que debe analizarse con atención y corazón abierto : “creo que podemos ofrecerles algo que tiene más valor que toda la riqueza o que todo el poder que hayan podido acumular: respetabilidad… que tiene relación con la noción de dignidad humana”. Lo planteado por Ingrid alcanzará su pleno sentido e importancia si las Farc comprenden finalmente que su decisión de utilizar todos los medios de lucha acabó deslegitimándolos como revolucionarios.
Para Ingrid no hay dudas en cuanto a que nos correspondió “ejercitarnos como personas en una de las opciones espirituales más difíciles que un ser humano pueda enfrentar: la del perdón… es la oportunidad para una Colombia próspera”.
Estas consideraciones describen someramente la ética que debe alimentar e iluminar a todo el proceso, sin embargo se olvidan o simplemente se dejan de lado, en aras de un supuesto pragmatismo que terminan por despojarlo de su respetabilidad y capacidad para cerrar debidamente el capítulo más triste de una historia nacional truculenta, en muchas circunstancias confusa cuando no simplemente turbia.
El perdón de lo imperdonable
Vie, 19/10/2012 - 09:02
El país ha madurado a los golpes, no hay duda. Prueba de ello la forma como gobierno, ciudadanía y guerrilla han asumido esta nueva etapa de nuestro largo proceso con sus éxitos, fracasos, para fin