La campaña presidencial está superaburrida. Ya lo dicen hasta los más aburridos analistas. Los entusiasmos en ausencia de propuestas convocantes los despiertan apenas los fanáticos y los sectarios, pero por fortuna siguen siendo minoritarios. El sectarismo de izquierda se ha refugiado en la Plaza de Bolívar y en las tutelatones para convocar su propia parroquia. Ese sector que le apuesta al populismo y al mesianismo disfrazado de solidaridad con los pobres y que por obra y gracia del abuso de poder del Procurador, Alejandro Ordóñez, se reinventó en materia de popularidad, genera ese escaso aliento que da para celebrar las inconsistencias jurídicas que restituyen al alcalde Gustavo Petro, pero no les alcanza para emocionarse con una posibilidad presidencial. Como es sectario y no hay en juego una candidatura que encaje en el populismo izquierdista, con posibilidades, pues entra en esa especie de pereza electoral que en el mejor de los casos se ilusiona con poder cantar con cierta euforia la lánguida modorra que produce el voto en blanco.
El sectarismo de derecha se movió con entusiasmo para demostrar que existe y para sacar adelante el proyecto de minoría parlamentaria del uribismo, pero como el candidato que se ajusta a la medida de lo que quiere el ahora senador Álvaro Uribe, el mesías de la derecha, no tiene ningún arraigo popular, pues se limitan a autoalabarse y a hacer de tripas corazones para que el candidato Óscar Iván Zuluaga no desaparezca definitivamente de las encuestas y el fervor del Centro Democrático no logra por más esfuerzos retóricos irradiarse hacia el centro, a pesar de haberle embutido este concepto en el propio nombre de su partido. Y por el lado del gobierno, con su candidato presidente se confunde el entusiasmo con el natural agradecimiento que resulta de aceitar la maquinaria y embadurnar con mermelada a ese sector clientelista cuya devoción los hace portarse como firmes defensores de un programa de gobierno cuando en realidad son sólo fanáticos del poder, sea cual sea su orientación política o ideológica.
Pero la pasión en estas elecciones no se ve ni porque la Semana Santa se meta en la campaña. La mayoría de los ciudadanos que tradicionalmente lograban vibrar con fenómenos electorales como el de Antanas Mockus, o el del mismísimo Uribe cuando sintonizó con la descaguanización del país, o como en su momento logró serlo el mártir Luis Carlos Galán, hoy no se sienten ni coqueteados por aspiración presidencial alguna. No los seduce ninguna propuesta, no los excita ningún carisma ni los anima ninguna postura como intérprete de solución a la crisis de liderazgo por la que atraviesa el país. La paz no logró ser el caballo de batalla reelecionista que pretendió el presidente Juan Manuel Santos. Todo el mundo quiere la paz pero nadie se quiere hacer matar por ella. El gobierno ha logrado con su precario empeño que la paz sea vista como una actividad burocrática más a la que, en exceso de optimismo, se le desea que ojalá le vaya bien. Al no haberse comprometido ni con la paz del desarme, como mínima exigencia a los grupos armados, ni con la paz social que involucraría responsablemente a la sociedad civil, pues se volvió una prédica más que nadie siente aplicable y menos que merece su participación o voluntariado.
La paz terminó en un vocablo ritual al estilo de esas oraciones que se rezan mecánicamente antes de abordar un avión o de aquellas que hacen los cristianos cogidos de las manos antes de comer. Ni siquiera la paz en medio de la fatiga con la guerra despierta febrilidad. La gente quiere creer en ella pero no la ve ni a mediano plazo. Y por esfuerzos que haga el presidente para quedar en la foto con Gabo como constructor de paz, su foto al lado de Nicolás Maduro como artífice de la represión violenta en el vecino país, lo deja más bien empantanado en una demagogia pacifista más que en una percepción como líder de una voluntad de paz. Pero sobretodo porque nadie habla con convicción total o con behemencia de la paz. La solidaridad que despierta Santos con el proceso de negociación en La Habana es más resultado del rechazo de los colombianos al discurso belicista de Uribe que de la credibilidad que despierte el presidente con sus buenas intenciones. Y como la paz hoy sirve para todo, para que Petro diga quien se le oponga es un zancadillero de la paz, para que Uribe diga que con impunidad no habrá paz, para que Santos diga que quien no quiere reelegirlo es enemigo de la paz, pues la pobre paz ha resultado más manoseada que pelota de basquet.
El único que no ha intentado hacer de la paz un rédito electoral, hasta el punto que se compromete a dejar incluso a los actuales negociadores, es el candidato centrista, Enrqiue Peñalosa, pero su excesiva prudencia le resta contundencia, por lo que tampoco despierta fogosidad. Peñalosa tiene que dar un paso al frente para proponerle a la guerrilla que se desarme ya, que demuestre la voluntad de paz entregando las armas. Y tiene que convocar a la ciudadanía para que haga suya esta exigencia en cuanto derecho constitucional a vivir en paz. Es hora de que la paz armisticio exigida por la ciudadanía marque la pauta y que no sean las FARC las que decidan aún la agenda electoral. Peñalosa, que ha demostrado querer la paz hasta el punto que su postura ya sufrió las reprimendas lastimeras del expresidente Uribe por alinearse con la negociación, debe interpretar el sentir de los colombianos para que no se juegue más con la paz. Ya que dice que la paz requiere generosidad debe ser generoso hasta para armar ya un equipo que comprenda la forma de construir la paz sostenible, la paz social, la paz con los ciudadanos. Que busque gente como Antanas Mockus, o el vicepresidente Angelino Garzón, que ya ha expresado su teoría de que la paz debe ser generosa con todos los bandos. Peñalosa debe buscar a Álvaro Leyva para que le ayude a encontrar la fórmula de llegar al desarme y la desminada hacia una tregua que pacte la reinserción de los guerrilleros.
Peñalosa como candidato de centro, independiente, puede generar entusiasmo si se decide a dar el paso al frente por la paz. Si le apuesta a mandarle un mensaje generoso a la guerrilla. Pero sobre todo un mensaje generoso a la ciudadanía al invitar a la guerrilla a hacer una manifestación real de paz que trascienda las discusiones bizantinas de La Habana. La guerrilla debe hacer un gesto de paz ya y puede ser con la entrega inmediata del mapa de las minas quiebrapatas. Que le pongan fecha al desarme y un límite a las conversaciones sobre la manera de reincorporarse a la vida civil y política, para que den lo más rápido posible paso a las negociaciones con la sociedad civil hacia la paz sostenible. Debe buscar o dejarse encontrar del expresidente Andrés Pastrana para que sume con su experiencia y para que desde las lejanías de protagonismos ponga sus buenos oficios en una causa que vale la pena: Entusiasmar a los colombianos nuevamente con la salida negociada al conflicto, con el perdón y con la reconciliación. Pero esto requiere audacia, grandeza y sobre todo una gran convicción de que con la paz no se juega.
Con la paz no se juega
Dom, 27/04/2014 - 15:45
La campaña presidencial está superaburrida. Ya lo dicen hasta los más aburridos analistas. Los entusiasmos en ausencia de propuestas convocantes los despiertan apenas los fanáticos y los sectarios