
Prometieron acabar con la corrupción.
Prometieron que el cambio era ético, moral, irreversible.
Hoy, lo que queda es un gobierno que se defiende con el mismo libreto de siempre: minimizar los escándalos, blindar a los suyos y desviar la atención.
El discurso del cambio ya no resiste los hechos.
Las denuncias se acumulan. Los casos estallan.
Y el poder actúa como lo han hecho todos los gobiernos que juraron ser distintos: protegiendo a sus aliados, señalando enemigos imaginarios, e ignorando la gravedad de lo real.
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Cuando el discurso ya no alcanza
Los escándalos no son aislados. No son errores técnicos ni deslices administrativos. Son síntomas de algo más profundo: una cultura política que, al llegar al poder, prefiere adaptarse a las viejas prácticas que transformarlas.
Mientras algunos hablan de ética, otros negocian desde las sombras. Mientras se agita el discurso de la justicia social, se mueven intereses bajo la mesa. Y mientras se piden votos en nombre del pueblo, se reparten favores con el manual de siempre.
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El círculo del poder también está enredado
No solo se trata de funcionarios.
También hay escándalos en el círculo más cercano: aliados, defensores y voceros del cambio que hoy enfrentan cuestionamientos serios.
Y frente a eso, lo que hay es silencio, cálculo político y blindaje institucional.
El “nosotros no somos como ellos” se convirtió en la excusa perfecta para hacer lo mismo… sin asumir las consecuencias.
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¿Y el presidente?
El presidente ha optado por mirar hacia otro lado.
O peor: hacia atrás.
En lugar de asumir, acusa. En lugar de explicar, confronta.
Y mientras el país exige respuestas, el poder se encierra en su propio relato.
El tiempo del discurso se está acabando.
Y cada día que pasa sin decisiones reales, se debilita la promesa fundacional del gobierno.
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No hace falta enumerar cada caso.
La impunidad ya no es la excepción: es el patrón.
Un sistema que protege a los cercanos, castiga a los críticos y silencia a quienes exigen coherencia.
El cambio no puede ser un escudo.
Porque cuando se convierte en excusa, en retórica vacía, en estrategia de poder…
deja de ser esperanza. Y se vuelve decepción.