¿Qué creen que le duela más a Donald Trump: ser el primer presidente de la historia al que se le hacen dos juicios políticos o ya no hospedar la sede de un gran torneo de golf?
No hay duda de que el presidente la ha pasado mal desde que encendió los ánimos de sus simpatizantes justo antes de que asaltaran el Capitolio la semana pasada. El hecho de que ahora se le alabe por decirles que no vuelvan a cometer actos violentos durante la toma de protesta es una muy buena medida de cuán patética se ha vuelto su reputación.
Y resulta hasta cierto punto maravilloso que lo que más lo entristeció fue la decisión de la PGA de llevar su torneo del campeonato de golf de 2022 a un lugar distinto del Trump National Golf Club.
Además, está vetado de Twitter. Si los investigadores pudieran encontrar alguna manera de incautarle los televisores, con eso, muy seguramente, Trump estaría acabado.
Hemos sido testigos de este drama desde que Trump se negó a reconocer que había perdido la elección y prosiguió a hacer una campaña totalmente descabellada y sin precedentes en la que afirmaba que los simpatizantes de Biden habían amañado los votos a favor de su candidato. Una multitud de sus seguidores maniacos se congregó en Washington, donde Trump les advirtió: “Si no pelean con uñas y dientes, se van a quedar sin país”.
Imaginen su pasmo cuando se fueron a toda prisa al Capitolio llenos de ira.
Hasta algunos de los más fervientes simpatizantes del presidente en el Congreso estaban aterrados por la turba que se abría paso (y, en el caso de algunos republicanos de extrema derecha, bufaban sin la protección del cubrebocas) hacia las salas donde se escondían.
“Él encendió la llama”, dijo la tercera republicana más importante en la Cámara Baja, Liz Cheney. El miércoles, diez de los miembros del partido de Trump se alinearon con el voto de los demócratas para someterlo de nuevo a un proceso de destitución.
La Casa Blanca respondió con un video de Trump en el que dijo: “La violencia y el vandalismo no tienen cabida alguna en nuestro país”, lo cual es… un buen mensaje.
Un día antes, fue a Álamo, Texas, donde pensó que podría contrarrestar el aluvión de mala publicidad al recordarle a la gente su gran triunfo en la construcción de un muro a lo largo de unos 724 kilómetros de la frontera con México de 3180 kilómetros. La mayoría de los cuales ya tenían barreras. A los contribuyentes les costó miles de millones de dólares, ninguno de ellos pagados por México.
Destinó a lo sumo un minuto de su viaje para defender sus acciones indefendibles del 6 de enero.
“La gente pensó que lo que dije fue totalmente apropiado”, dijo Trump a los periodistas.
Ahora, citar a “la gente” es muy trumpiano, pero ¿a quiénes creen que se refería en específico? ¿Alguien además de su familia y Rudy Giuliani? Uno de los aspectos más terribles de la mermada presidencia de Trump es que Rudy se queda como el tipo al que el mandatario prestaba oídos.
Todo el mundo, desde la Universidad de Lehigh hasta Shopify, anuncia ahora que dará por terminadas las relaciones con el presidente. En realidad, pareciera que muchos andan por ahí hurgando en sus oficinas, para tratar de encontrar alguna conexión menor con Trump que puedan anunciar que dan por terminado.
Tampoco es que Trump esté precisamente tratando de arreglar las cosas. Después del asalto violento al Capitolio por parte de sus seguidores locos, se las ha ingeniado para menospreciar a casi todos los que no han entrado en un edificio de oficinas federales para defenderlo. Ni el vicepresidente Mike Pence se salvó.
Pence es un excelente ejemplo de cuán difícil es satisfacer al presidente. Su gran pecado fue negarse a simular que Trump no había perdido las elecciones. Como resultado, Trump escuchó feliz gritar a esa multitud de seguidores rabiosos: “Cuelguen a Mike Pence”. Y supuestamente le dijo al vicepresidente que iba a “pasar a la historia como un marica”.
Posible empleo pospresidencial: un nuevo programa de telerrealidad que se llame “Patriota o marica”.
Tiene que pensar en algo que hacer. Los asesores de Trump parecen haber conseguido que acepte el hecho de que después de la semana que viene, no será presidente. Ya no podrá decidir la política nacional ni llevar a cabo las partes del trabajo que parecía encontrar realmente gratificantes, como perdonar a los pavos.
La jubilación, en el sentido de vivir de sus ahorros, probablemente no sea una opción. El presidente ha pasado toda su vida adulta tratando de vincular su nombre a la idea de riquezas increíbles. La verdad es que más bien eran préstamos increíbles. Ahora las ratas (está bien, seamos justos, los financieros) abandonan el barco que se hunde y Trump se queda rodeado de deudas desastrosas. Los bancos que le han prestado toneladas de dinero lo quieren de vuelta.
El Deutsche Bank, al que la Organización Trump le debe unos 330 millones de dólares, se ha retirado de la relación. Los préstamos, garantizados personalmente por el presidente, empiezan a vencer en 2023, momento en el que suponemos que el fiscal de distrito de Manhattan habrá terminado las investigaciones sobre el fraude en materia de seguros, bancos e impuestos.
¿Y qué va a hacer ahora? El que su reputación esté hecha jirones es un problema cuando su mayor éxito en la vida ha sido vender los derechos de uso de su nombre. Siempre ha presumido todos esos años que lleva a cargo de la pista de patinaje de Central Park, solo que ahora la ciudad también quiere quitarle eso.
Lo mismo sucede con el carrusel, lo que podría convertir a Trump en el primer magnate de los negocios que no puede mantener un contrato de carrusel.
Y probablemente no hay mucha demanda en el negocio del juego para un hombre que puede llevar un casino a la quiebra.
Tal vez regrese a sus raíces y empiece a buscar el lugar de nacimiento de Barack Obama en Kenia.
Por: Gail Collins / The New York Times