Bondad, Humildad. Responsabilidad. Alguna vez esos rasgos fueron “la definición de la virilidad”, le dijo Barack Obama a la multitud el sábado, en un acto de campaña de su excompañero de fórmula, Joe Biden, realizado en Flint, Míchigan.
Aunque el expresidente no dijo su nombre, era claro de quién estaba hablando.
“Antes ser un hombre significaba cuidar de otras personas, no era ir por ahí presumiendo”, mencionó Obama.
Las palabras fueron evocadoras, y no solo porque después de decirlas Obama demostró su habilidad en el baloncesto al anotar un tiro de 3 puntos en el gimnasio del bachillerato donde se llevó a cabo el mitin, lo que fue una especie de signo de puntuación viral para sus conceptos de masculinidad.
hoy, los estadounidenses realizarán su tiro al decidir entre dos candidatos presidenciales que parecen casos de estudio muy diferentes en cuanto a lo que debería hacer o ser un hombre, incluso en 2020.
En un extremo está el presidente Donald Trump, cuya estrategia es muy poco sutil: presumir sobre su destreza sexual, junto con el tamaño de su botón nuclear, proclamar un “dominio” sobre el coronavirus y burlarse de su oponente por el tamaño de su mascarilla (“la mascarilla más grande que he visto”), como si usar cubrebocas fuera una especie de debilidad (las más de veinte acusaciones de abuso sexual en su contra no han detenido las fanfarronadas).
Trump ha declarado que cree que los hombres que cambian pañales “actúan como la esposa”. “Macho Man” es la canción que suena en sus mítines, aunque Village People se ha opuesto a ello. “Le gusta distinguirse como la persona más varonil —y, por lo tanto, la más calificada en su mente— para ser presidente”, opinó Kelly Dittmar, académica del Centro para Mujeres y Política Estadounidense de la Universidad Rutgers.
En el otro lado del espectro, o tal vez en algún lugar del medio, se encuentra Biden, una figura “tipo papá”, en palabras de la filósofa Kate Manne, que ha prometido ser el protector de Estados Unidos en una época oscura, con una combinación de fuerza, empatía y compasión.
Biden eligió a Kamala Harris, una mujer que ha roto barreras, como su compañera de fórmula. Se ha rodeado de mujeres fuertes. “Está ofreciendo un tipo de masculinidad más paternalista, en el sentido de que se puede ser un líder fuerte y al mismo tiempo compasivo y empático”, señaló Marianne Cooper, socióloga de la Universidad de Stanford que estudia el género y el trabajo.
Ante la opinión pública, Obama, el hombre con quien Biden sirvió, tuvo que sortear las exigencias más complejas de la masculinidad negra. Lo hizo con una estrategia de “papá relajado”: seguro de sí mismo, pero sin reducir el amor.
Biden es tal vez un abuelo más sensible de la nueva era, que habla con ternura de su familia —ha insistido en recibir llamadas de sus nietos en cualquier momento, en especial enfrente de las cámaras— y no tiene miedo de expresar emociones.
Sin embargo, también conduce un Corvette en un anuncio de campaña o desafía a un votante (y a su oponente) a un concurso de lagartijas (sí, dijo que Trump era un “payaso” durante un debate, pero luego mencionó que se arrepentía de haber usado ese lenguaje).
“Se le percibe como un hombre que no empezará una pelea, pero que puede regresar un golpe si se le provoca”, opinó Robb Willer, psicólogo, también de Stanford, que ha estudiado la forma en que las amenazas a la masculinidad influyen en el comportamiento de los hombres. Cascos y tanques militares
La masculinidad del estadounidense blanco ha sido un factor en casi todas las elecciones presidenciales desde que se fundó la nación. “Trump es una exageración de un fenómeno existente, pero él no lo creó”, mencionó Jackson Katz, autor de “Man Enough? Donald Trump, Hillary Clinton, and the Politics of Presidential Masculinity”.
Desde Richard Nixon y Ronald Reagan hasta llegar Trump, en general los candidatos presidenciales que son blancos, cristianos y heterosexuales han “personificado” la masculinidad en todos los sentidos: usando cascos y posando dentro de tanques militares; peleándose por ser el compañero ideal para tomar una cerveza, e insinuando que sus oponentes son blandos, débiles o “aletargados”.
Reagan, un exactor de Hollywood, comenzó por la vestimenta (sombreros vaqueros, pantalones de mezclilla), mientras que George W. Bush —egresado de Yale y Harvard— compró un rancho en Texas (junto con una serie de hebillas muy grandes de cinturón) poco después de anunciar su candidatura.
Algunos de esos hombres han sido demócratas, pero la mayoría han sido republicanos, de un partido que desde hace tiempo ha reconocido el poder de las “identidades varoniles fuertes” para atraer a los votantes blancos de la clase trabajadora, comentó David Collinson, profesor de liderazgo y organización en la Universidad de Lancaster, quien, junto con su colega Jeff Hearn, profesor de estudios de género en la Universidad Örebro en Suecia, ha escrito sobre el contraste de las masculinidades de Biden y Trump.
En 1987, cuando George H. W. Bush, quien alguna vez dijo tener la misión de forjar una “nación más amable y más gentil”, apareció en la portada de Newsweek con la frase “El ‘factor de la debilidad’”, sus asesores, entre los cuales estaban Lee Atwater y Roger Ailes, rápidamente cambiaron de dirección.
“En el verano de 1988, Michael Dukakis tenía una ventaja de diecisiete puntos sobre Bush”, mencionó Katz, cuyo libro sobre la masculinidad presidencial ha sido adaptado a un documental llamado “The Man Card”. “¿Qué hicieron entonces? Atacaron su masculinidad sin piedad. Sugirieron que era un protector fracasado, que era ‘blando’, que no era un ‘hombre de verdad’”.
Una década más tarde, cuando Bush hijo se postuló contra John Kerry, su estrategia fue similar: se burló de su oponente por hablar francés y lo retrató como un aristócrata poco aterrizado, aunque Kerry intentó presentarse como un “presidente de guerra”.
“Esto sucede todo el tiempo”, comentó Tristan Bridges, profesor adjunto de Sociología en la Universidad de California, campus Santa Bárbara, y coeditor de la revista Men and Masculinities. “Uno se presenta como buena gente, como una persona con la que puedes pasar el rato, y luego humilla totalmente al otro tachándolo de lo opuesto”.
“Creo que la representación de la masculinidad significa mucho porque tiene el potencial de eclipsar todo lo demás”, advirtió Bridges.
Según Bridges, un ejemplo notable se dio en 1840, cuando William Henry Harrison, un novato presidencial, ridiculizó sin piedad al presidente en turno, Martin Van Buren (lo llamaba “Marty”), tildándolo de “afeminado y servil”.
Harrison tuvo un triunfo aplastante, pero hubo un giro inesperado. Dio el discurso de toma de posesión más largo que se hubiera registrado un día helado en Washington en pleno invierno, y se rehusó a usar abrigo. Tres semanas después, Harrison cayó enfermo de neumonía. Murió un mes después de iniciar su periodo.
‘Convertirse’ en mujer, ‘actuar’ como hombre
No usar abrigo o, por ejemplo, que un candidato se arremangue cuando habla con los votantes son pequeñas disputas con la dignidad, comentó Bridges. Sin embargo, pueden tener consecuencias importantes.
Dittmar, la autora de un libro sobre los estereotipos en la estrategia política, lo explicó así: el primer nivel de la estrategia política consiste en prestar atención a aquello que quieren los votantes de un candidato. Observan los datos de las encuestas e inevitablemente escuchan palabras como “firme” y “fuerte”, o temas como “seguridad nacional”.
Esas palabras por sí solas no tienen género, pero en términos históricos han sido asociadas con hombres, y a menudo con ciertos tipos de hombre. Según Cooper, parte de lo que explica la complejidad de la influencia del género en la política es que, mientras las mujeres siguen tratando a toda costa de encajar en un marco masculino, los hombres todo el tiempo deben demostrar que son “suficientemente” hombres.
Los sociólogos llaman “masculinidad precaria” a esta idea de que la virilidad es algo que se debe demostrar una y otra vez a lo largo de la vida, en tanto que la feminidad se percibe como fija. Las niñas reciben el mensaje de que se “convierten” en mujeres —normalmente por medio de sucesos biológicos como la menstruación—, mientras a los hombres les dicen toda la vida que deben “ser” hombres o “actuar” como hombres, como si la masculinidad se pudiera perder con facilidad.
“En realidad no se dice ‘sé una mujer’ con el mismo sentido en que se dice ‘sé un hombre’ o ‘actúa como un hombre’”, comentó Cooper.
De acuerdo con Cooper, esa necesidad imperecedera de demostrar la hombría puede tener consecuencias trascendentales.
En la investigación de Robb Willer, de Stanford, se encontró que, cuando se desafía su masculinidad, los hombres suelen sobrecompensar aumentando su apoyo a cosas estereotípicamente masculinas, como la guerra o quererse comprar una camioneta.
En 2016, Daniel Cassino, un politólogo de la Universidad Fairleigh Dickinson, descubrió que la sola mención de las mujeres como proveedoras provocó que algunos hombres dejaran de apoyar a Clinton y expresaran su respaldo a Trump (no ocurrió lo mismo con los simpatizantes de Bernie Sanders, lo cual indica que la gente reaccionó a una mujer como líder potencial, no como demócrata).
Además, una investigación que realizaron Cooper y cuatro colegas suyos en 2018 y que fue publicada en Journal of Social Issues reveló que la necesidad de demostrar la masculinidad de una persona puede ser particularmente perjudicial en el contexto del lugar de trabajo, pues se corren riesgos innecesarios o poco razonables, hay fanfarronadas, reducciones salariales, intimidación e incluso acoso sexual.
Es más probable encontrar ese tipo de conducta en entornos dominados por hombres que se caracterizan por tener un “enfoque donde el ganador se lleva todo”, y donde los ganadores suelen demostrar rasgos como dureza y crueldad, según el estudio.
Para Cooper, esos rasgos son centrales para la política presidencial de la actualidad. “Trump es la personificación de esta cultura de concurso de masculinidad”, comentó Cooper. “Es malo para las empresas y es terrible para un país”.