Las epidemias fatales no son extrañas para el pueblo yanomami. Sin embargo, el 9 de abril, muchos alrededor del mundo se sorprendieron al saber que el Covid-19 había cobrado su primera víctima entre esos indígenas de la selva amazónica que aún viven relativamente aislados a lo largo de la frontera entre Brasil y Venezuela.
Alvaney Xirixana era un joven de 15 años de la comunidad de Helepe en la cuenca del río Uraricoera, en el estado brasileño de Roraima, una región afectada por una gran invasión de mineros ilegales de oro. Desnutrido y anémico después de episodios sucesivos de malaria, Alvaney comenzó a mostrar los característicos síntomas respiratorios del nuevo coronavirus a mediados de marzo.
Durante 21 días fue ingresado cuatro veces en un centro de salud local. En las primeras tres hospitalizaciones se le trató como si tuviera otras enfermedades y en la última fue dado de alta. Cuando fue hospitalizado nuevamente, esta vez en estado crítico, al fin se le realizó una prueba de coronavirus el 3 de abril.
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Murió seis días después, víctima de la negligencia absurda de los servicios de salud locales. Probablemente infectó a muchos otros miembros de su comunidad, así como a trabajadores de la salud durante esas tres semanas desperdiciadas antes de hacerle la prueba. Este episodio atroz ha anuncia el espectro de un nuevo desastre sanitario entre el pueblo yanomami. Y es una advertencia para otros pueblos indígenas de la Amazonía.
Hoy todos tenemos miedo del Covid-19. Quizás lo que estamos sintiendo no es diferente a lo que los yanomamis han experimentado a lo largo de la historia cuando se han enfrentado a las misteriosas y letales epidemias que nuestro mundo les ha infligido.
Desde sus contactos iniciales con forasteros a partir de la década de 1940, los yanomamis han vivido sucesivas olas de epidemias mortales, especialmente el sarampión y la gripe. La expansión de la colonización de la frontera interna brasileña se intensificó en la década de 1970, cuando la dictadura militar abrió la carretera Perimetral Norte en territorio yanomami.
Desde finales de la década de 1980, sus tierras han sufrido incursiones constantes de mineros ilegales de oro, que han desatado epidemias de malaria, gripe, tuberculosis y enfermedades de transmisión sexual.
Actualmente, más de 20.000 garimpeiros, o mineros ilegales, están devastando las tierras de los yanomamis. Estos invasores, que son casi tan numerosos como la propia comunidad (la población actual es de 26.780), son probablemente los responsables de introducir el coronavirus en la región. Incluso en medio de la pandemia, las operaciones mineras ilegales han seguido expandiéndose. En términos más generales, la destrucción de la selva tropical en toda la Amazonía brasileña se ha acelerado, y las alertas de deforestación durante los primeros tres meses de 2020 aumentaron un 51 por ciento durante el mismo periodo del año pasado.
En este contexto de creciente anarquía e invasión, los pueblos indígenas de todo Brasil enfrentan un riesgo intensificado de infección. Hasta ahora, se ha encontrado que más de 40 indígenas en Brasil tienen la COVID-19, y siete han muerto: Xirixana, otros tres miembros de diferentes grupos étnicos del interior del Amazonas y tres residentes de la ciudad de Manaos, incluido un trabajador de la salud indígena. Sin embargo, debido al precario estado de la atención médica que se ofrece a los indígenas, es muy probable que haya muchos más casos.
La enfermedad parece propagarse rápidamente en los barrios pobres en las afueras de las grandes ciudades amazónicas como Manaos y Belém, que ya estaban sobrecargados por la llegada de refugiados indígenas venezolanos. El impacto de la pandemia del coronavirus en esos pueblos indígenas urbanos se ha pasado por alto en la saturación general de datos.
Los aproximadamente 900.000 indígenas están entre las personas más vulnerables a esta epidemia en Brasil. Abandonadas por instituciones nacionales débiles y con fondos insuficientes, algunas comunidades indígenas se han encargado de cerrar sus aldeas o aislarse lo mejor que pueden, suspendiendo las actividades sociales y políticas y distribuyendo materiales de prevención en sus idiomas nativos.
Los yanomamis, una de las comunidades indígenas más grandes y conocidas de la Amazonía, continúan sufriendo de una atención médica inadecuada y un clima persistente de indiferencia, negligencia e ilegalidad respecto a la invasión de sus tierras por parte de los mineros.
La prensa, la comunidad científica global y los propios pueblos indígenas deben seguir poniendo en evidencia tales descuidos y denunciar las violaciones de los derechos constitucionalmente garantizados. Y, sin embargo, dada la respuesta caótica del gobierno del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, a la pandemia a nivel nacional —además de su abierta hostilidad hacia la ciencia, los pueblos indígenas y el medioambiente— parece haber poca esperanza de un cambio significativo en las políticas a corto plazo.
Pero hay algo fundamental que sí ha cambiado: todos estamos unidos por una tragedia que se está desatando en el mundo entero.
Todavía sabemos poco de esta enfermedad. Sobre sus orígenes, sabemos que el surgimiento del nuevo coronavirus está probablemente asociado a la destrucción del hábitat y la mercantilización de animales salvajes. Pero aún no tenemos inmunidad, medicamentos ni vacunas para detenerla. No tenemos más remedio que confinarnos en nuestras casas con la esperanza de evadir la infección. De alguna manera, la situación me recuerda las historias que los ancianos yanomamis me contaron sobre los momentos en que huyeron al bosque en pequeños grupos para esconderse de Xawarari, el canibalesco “espíritu epidémico”.
Sin embargo, esta vez, nos convertimos en nuestra propia víctima, desatando sobre nosotros las consecuencias epidemiológicas de la arrogancia depredadora del mundo industrial, tal como líderes indígenas como Davi Kopenawa, chamán y filósofo yanomami, han venido denunciando durante décadas. Pero ahora, como todos estamos expuestos a un nuevo enemigo invisible para el que no tenemos defensas, tal vez esta experiencia desgarradora de vulnerabilidad compartida lleve a la sociedad global a repensar su curso actual.
Por: Bruce Albert