El 11 de octubre fue el Día Internacional de la Niña, y siento una obligación ineludible de alzar la voz por aquellas que muchas veces no tienen quien las defienda: nuestras niñas. Mi rol como profesor me ha permitido ver de cerca sus sueños, sus ilusiones, pero también sus miedos y la vulnerabilidad que las rodea. Y me resulta imposible ignorar la gran deuda que como sociedad tenemos con ellas. Las hemos dejado expuestas a un sistema que no solo las invisibiliza, sino que también las hipersexualiza y, en el peor de los casos, las deja completamente indefensas. Es hora de que reconozcamos esta realidad y asumamos la responsabilidad colectiva de protegerlas.
En Colombia, esta deuda pesa más de lo que muchos se atreven a admitir. Es necesario recordar que nuestras niñas merecen mucho más que simples palabras de aliento en días conmemorativos. Merecen acciones contundentes que garanticen su protección, su desarrollo pleno y el respeto por su niñez.
A lo largo de los años, hemos sido testigos de innumerables tragedias que evidencian la vulnerabilidad en la que se encuentran nuestras niñas. Recordamos con dolor los casos de abuso sexual, violencia intrafamiliar y el abandono sistemático al que muchas han sido sometidas. Estos no son casos aislados, sino síntomas de una sociedad que ha fallado en su deber de proteger a quienes más lo necesitan.
Recuerdo casos recientes en Tolima e Ibagué que ilustran con crudeza la realidad que viven tantas niñas en nuestro país. En el departamento, una niña de 13 años fue abusada por un familiar cercano. Este acto atroz destrozó su vida, y aunque el caso tuvo una cobertura mediática por unos días, pronto fue olvidado por el público. Sin embargo, para ella, la herida quedará por siempre. En Ibagué, otra tragedia: una niña de tan solo 10 años fue encontrada sin vida, brutalmente violentada antes de morir. Son historias desgarradoras que deberían estremecernos hasta lo más profundo, pero, ¿cuánto tiempo más las dejaremos pasar como meras estadísticas?
Particularmente, veo en mis estudiantes niñas llenas de vida y potencial. Pero también veo cómo, desde una edad temprana, enfrentan estereotipos y presiones que las empujan a ser algo que no son. La hipersexualización de las niñas en nuestra sociedad es alarmante, un monstruo silencioso que devora su autoestima y, en algunos casos, las arrastra a situaciones de explotación. En las redes sociales, en la televisión, incluso en el lenguaje cotidiano, hemos normalizado una visión de las niñas como objetos, y no como seres humanos con derechos inalienables. ¿Cuántas veces hemos escuchado a alguien decir que una niña “ya no tiene cara de niña” al referirse a una niña de 13 años que se está desarrollando o que “se viste provocativa” por ir en pijama a la tienda cuando hay hombre que van hasta sin camiseta? Este tipo de comentarios no solo son inapropiados, son peligrosos, pues fomentan una cultura que excusa y perpetúa la violencia en su contra.
Pero esta deuda no se limita a los abusos sexuales. También hemos fallado en garantizar que las niñas puedan vivir su niñez sin que les sea arrebatada por la pobreza, el trabajo infantil o la falta de oportunidades. He visto con preocupación niñas que, a muy temprana edad, deben hacerse cargo de sus hermanos, trabajar para sostener a sus familias o abandonar la escuela porque simplemente no pueden seguir adelante. A ellas también les debemos protección y una oportunidad justa de ser niñas, de jugar, de aprender, de soñar sin la carga de un mundo que las ha desprotegido.
No podemos seguir promoviendo esta realidad. Es urgente que pongamos estos temas en el centro de la agenda pública. La protección de nuestras niñas no es un tema secundario, debe ser una prioridad en las políticas públicas. Desde las instituciones educativas hasta los espacios de decisión política, es esencial que tomemos medidas contundentes para detener esta violencia sistémica. Necesitamos una educación que enseñe desde las primeras etapas escolares que el respeto, la equidad y la dignidad son innegociables. Y también necesitamos leyes que castiguen con dureza a quienes se atrevan a dañar a nuestras niñas, pero vemos con preocupación que el norte del gobierno nacional está enfocado en la permisividad del delito en contra de los niños.
Y antes de finalizar esta columna, quiero hacer un llamado a los padres. En muchas ocasiones, el primer lugar donde una niña debería sentirse segura y protegida es en su hogar, bajo el cuidado y amor de sus padres. Sin embargo, cada vez es más común encontrar casos donde los padres, especialmente los padres hombres, fallan en su rol como protectores. Estos padres ausentes, desinteresados o irresponsables dejan a sus hijas en una situación de vulnerabilidad extrema, buscando fuera de casa el cariño y la atención que deberían encontrar en su propia familia. Esta falta de presencia paternal no solo afecta emocionalmente a las niñas, sino que también las expone a peligros, al buscar en otros espacios la figura de protección que debería estar garantizada desde su nacimiento. La irresponsabilidad de estos padres se convierte en una herida profunda que puede marcar la vida de una niña, dejándola indefensa frente a un mundo que no siempre tiene las mejores intenciones.
No podemos seguir siendo cómplices del abandono y la indiferencia hacia nuestras niñas. Como sociedad, les debemos un espacio seguro, lleno de respeto, amor y oportunidades reales para crecer sin miedo ni amenazas. Protegerlas no es solo un acto de justicia, sino un deber moral que no admite más retrasos. Es hora de que las niñas ocupen el lugar que les corresponde, libres de violencia y de abuso. Si no somos capaces de garantizarles eso, estamos fallando como padres, como educadores y como seres humanos. Proteger a nuestras niñas es proteger nuestro futuro.