La ley de seguridad ciudadana aprobada en el Congreso no criminaliza la protesta; la fortalece. Reafirma el postulado constitucional de que la ciudadanía puede reunirse y manifestarse de manera pacífica. Lo que lograremos es separar la protesta del vandalismo, los bloqueos y la destrucción.
Durante el paro del 2021, la encuesta Invamer mostró que el 79% de los ciudadanos estaba en contra de los bloqueos, y el 95% contra la violencia; y sin embargo, mostraban empatía con las causas del paro. La ley de seguridad ciudadana aumenta las penas de delitos callejeros cuando emplean máscaras o elementos que oculten la identidad. Agrava los delitos cuando hay ataques contra la Fuerza Pública, menores de edad o periodistas. Aumenta penas para quienes ataquen la infraestructura pública, como los sistemas de transporte público. La ley pretende poner un límite a las infiltraciones violentas en las protestas pacíficas.
Uno de los grandes dolores en las ciudades es que los criminales de delitos menores son capturados y liberados casi a diario. La reincidencia podrá ser combatida mediante la figura “peligro para la comunidad”, donde el imputado -según el número de capturas anteriores- podrá considerarse como un peligro futuro. Así mismo, se fortaleció la figura de legítima defensa privilegiada para los ingresos violentos a una vivienda o cuando se agrede alguien dentro de un vehículo.
Aquellos líderes políticos que están en contra de la ley de seguridad ciudadana, avalan la violencia contra los colombianos; es una expresión legítima, dicen, es un estallido social, dicen. Muchos de ellos incitaron la violencia, estuvieron en las calles tratando de incendiar o desde Twitter como Nerón viendo arder. El país no puede seguir tolerando la violencia política. Nadie tiene derecho a ejercer violencia contra otros colombianos, sin importar la razón que aduzca. Colombia vive atascada en un fetiche que califica de delito político, lo que es la expresión más pura del fanatismo político: ejercer violencia contra otros por razones políticas. La política se puede hacer con manifestaciones, marchas, reuniones, votos, ideas, banderas, causas… pero sin violencia.
La democracia es útil para solucionar las tensiones sociales. Todos pueden participar y gana la mayoría. Por supuesto, la democracia no es perfecta, tiene muchas falencias y notorios defectos, y sin embargo es el mejor sistema hasta ahora. La imposición de ideas por la vía violenta –aunque las ideas sean las más bellas, puras, justas- es fanatismo, es inaceptable.
Hay una especie de impaciencia con los procesos democráticos, que son lentos. La gente quiere ver los cambios ya, con la misma velocidad con la que cambia la foto de perfil. Las redes nos han llevado a la trivialización de la política haciéndonos pensar que no hace falta sino voluntad para cambiar, para solucionar todos los problemas y construir un mundo mejor. Y claro que se requiere la voluntad -aspirar a más- pero ese es sólo el primer paso. Luego viene el complejo proceso de entender los sistemas, determinar cuál es el elemento que estorba y sobre todo cómo se puede enmendar. No hay varitas mágicas para solventar las dificultades, todo exige voluntad, trabajo, estudio, capacidad y sobre todo una sociedad capaz de recorrer el camino.
Empoderar la violencia no ayuda en nada. Lo destruido, destruido queda. Para el cambio, para crear un mundo mejor, la violencia sobra, de hecho aleja de ese propósito. El mensaje de esta ley es: bienvenida la protesta, esa que pide, reclama, expresa y exige; pero no aceptamos la violencia.