
Guardo entre mis libros un “incunable” que solía enseñar a los amigos cuando la conversación derivaba hacia novedades editoriales, gustos literarios y cosas así; y después, les echaba el cuento completo. Se trata de un ejemplar del longseller de Carlos Ruiz Zafón La sombra del viento. Leí esa novela hace años en Bogotá y, al terminar su lectura, llamé al entonces editor de Planeta allí y le manifesté mi extrañeza por el disparate geográfico que encontré en ella. “Oye, veo que lleva ya veinticinco ediciones en español y en ese libro, Bogotá sigue figurando como la capital de Bolivia”, fue más o menos lo que le dije. “¡Calla, calla!”, me respondió el hombre un poco apenado. “Y lo malo es que el autor está a punto de viajar por aquí”.
Pasó el tiempo, yo diría que algunos años, y un día encontré en una tienda de libros leídos, un ejemplar de la novela de Ruiz Zafón editado en Argentina por la época de mi conversación con aquel editor que, por supuesto, nada tenía que ver con ese disparate; el error venía desde la matriz en Barcelona, supongo. Me fui inmediatamente a buscar las páginas que atribuían a la capital colombiana un lugar diferente al que le asigna la geografía y encontré que habían, finalmente, cambiado la cosa y, en lugar de Bolivia, Bogotá aparecía en aquel ejemplar como la capital de Venezuela…
Al ver el año de impresión, deduje que el cambio se había hecho por las fechas del viaje promocional del autor a Sudamérica. Me gusta pensar --aunque seguramente no fue así-- que aquella “corrección” fue hecha en Buenos Aires de prisa y corriendo por el editor argentino, alertado por su colega bogotano después de nuestra charla telefónica. Y conservo, por supuesto, el ejemplar argentino encontrado en la librería de viejo.
Dice el aforismo popular que el mejor escribano echa un borrón para indicar que nadie, por cuidadoso que sea, es infalible ni está libre de cometer errores. Y muchos escritores, más de los que podemos pensar, deben su éxito y hasta su gloria a la labor callada, sabia, de un buen editor. Cuento lo que me pasó con aquellos ejemplares de un novelista de éxito, no para quitarle méritos al autor, que los tiene, y muchos.
Traigo la anécdota a cuento al enterarme esta semana de la muerte a los ochenta años del italiano Roberto Calasso, un verdadero gigante de uno de los oficios más ignorados del gran público y más definitivos para el mundo de la cultura, el editor; un artesano de las letras que es capaz de leer la lista de compras del supermercado con la misma atención que se le dedica a un texto de Nietzsche. El editor está para que no pasen cosas como la que cuento arriba; y está para mucho más, por supuesto.
Tratándose de Roberto Calasso estamos hablando no solo de la persona que se ocupa del proceso de recoger la palabra en ese milagro cotidiano que es el libro; precisamente por cotidiano, invisible. Desde Adelphi, la editorial que fundó en Milán 1962, este florentino elegante, como no podía ser de otra forma, culto como pocos en su medio, políglota hasta conocer el sánscrito, fue una verdadera institución literaria europea.
Calasso convirtió Adelphi en una referencia internacional y fue, además, escritor y ensayista de enorme cultura y agudeza crítica. Deja clásicos sobre Kafka, Baudelaire, Tiepolo y sobre la mitología hindú. Pero también escribió sobre su labor de artesano; la suya y la de sus colegas en algunas de las grandes editoriales del mundo. Al glosar la figura de quien muchos ven apenas como un mero intermediario entre el escritor y el lector, Calasso define “la edición como un género literario”.
Escribió para los amantes de los libros Cómo ordenar una biblioteca, en donde por lo visto, no solo enseña cómo ordenar, sino cómo editar, escribir, comprar, vender y, sobre todo, leer las obras literarias. En otro de sus libros sobre el oficio, La marca del editor, dice: “Vender indica un proceso como mínimo oscuro: ¿cómo suscitar deseo por algo que es un objeto complejo, en buena medida desconocido y en otra gran medida, elusivo?” Y ahí mismo reflexiona sobre la habilidad para escoger la imagen más eficaz en que envolverlo.
En el catálogo de Adelphi están no solo los grandes nombres de la literatura contemporánea --con especial atención a Mitteleuropa-- como Sciascia, Roth, Kundera, Faulkner, Naipaul o naturalmente Nabokov, sino que en ese sello, Calasso redescubrió y dio el debido reconocimiento a grandes autores no suficientemente valorados como Carlo Emilio Gadda o Sándor Márai; a uno que se encontraba relegado a quiosco de prensa callejero como Georges Simenon; y el más difícil todavía: convirtió en bestsellers en Italia a más de un escritor de modesta relevancia en su país de origen.
De Roberto Calasso se han dicho muchas cosas esta semana en Europa, pero me quedo con las palabras de uno de sus colegas de más prestigio en España, Jorge Herralde, editor de Anagrama: Dice de él Herralde que siempre buscó para publicar el libro único, ¿y qué es eso? “Libro único es aquel en el que rápidamente se reconoce que al autor le ha pasado algo y ese algo ha terminado por depositarse en un escrito”.