No fue fácil, para Colombia, salir del embeleco de la Copa América. La dirigencia aún llora su partida. Se había anunciado como fuente de reactivación económica y fórmula milagrosa para sofocar los conflictos.
Tanto sofisma alrededor. Y tantos lamentos desgarrados, de quienes la defendían.
¡Qué comedia!
Una decisión con carácter, de las autoridades, pudo ser una renuncia como salida con decoro para evitar el bochorno del despojo. Pero, pedir postergación, fue jugar a tres bandas, buscando ventajas, lo que alentó a los enemigos. Y estos se agitaron porque desde afuera vieron, lo que jefes políticos y deportivos colombianos ignoraron.
“No hay peor ciego que aquel que no quiere ver”.
El gol en propia puerta, premeditado y no accidental, es el castigo a los oídos sordos. “Se hace y punto”, proclamaban. Y no se hizo.
No es tiempo de llorar.
Algo queda de este trance. Ninguno de los responsables podrá jugar sus partidos desde sus oficinas, como lo hacen los buenos futbolistas, en las canchas, con la cabeza levantada. Hay deshonra.
Algo tiene la copa América contra Colombia. La del 75, en partidos de cierre, de ida y vuelta, con final en Bogotá, se perdió en Caracas, en duelo alternativo.
La de 2001 con título de por medio, se empañó por la violencia. Argentina deslució el triunfo con su ausencia. La de 2020, la postergó la pandemia y la de 2021, se marchó por el rechazo del pueblo.
El fútbol se juega a las patadas y en las cabezas se sazonan las ideas. No es al revés. En cualquier momento la Conmebol le dará a Colombia una nueva sede, en otras condiciones, quizás con otros dirigentes sin doble discurso.
Derrota de los dirigentes en el escritorio, por verla como un juego idiota de placeres mezquinos para unos pocos.
Por la ley de Murphy: “Si algo puede salir mal… saldrá mal.”
O por la sentencia de Maturana, “se juega como se vive … y mal vivimos.