Me siento como el aguafiestas que, por no haberse tomado un trago, no se une al jolgorio. Esto es cosa de locos, no de los de manicomio sino de aquellos que de un momento a otro caen en la locura debido a la embriaguez del alcohol o del fanatismo. Recuerdo con claridad los años en los que el trago era mi aliado, mi Mefistófeles personal, especialmente en estos días en que me veo inundado de revistas que llegaron de mi antiguo taller de Bogotá. Son miles que se fueron sumando durante la década de Mundo en la que se alcanzaron las cuarenta ediciones. Cuando, al cumplirse diez años de ese proyecto artístico, decidí hacer una edición especial con un repaso invitando a críticos, escritores, filósofos, periodistas y amigos cercanos al proyecto a escribir un artículo para la ocasión, me llegó el de Fernando Gómez quien conoció, con amistosa complicidad, los inicios de Mundo y su etílica inspiración. Confieso que sentí vergüenza al leer su crónica empapada en alcohol. Ahora mi vergüenza es la de haberlo rechazado para su publicación.
Debo admitir que sobrio no se hubiera producido la cantidad de revistas que ahora estoy colocando como si fueran ladrillos para construir un muro cuadrado de cinco metros que cubra una pintura, anterior a Mundo, pretendiendo empalar los fantasmas de los tiempos idos. Cuando rehacemos fragmentos del pasado en nuestra mente cargada de arrepentimientos, dejamos de lado lo circunstancial que determinaría que un suceso y no otro se hiciera realidad.
Ahora veo, con desconcierto, lo que ha venido ocurriendo desde que un chiflado rige los destinos de mi país. Hace quince años dejé el alcohol, pero él no se fue con la última copa, siguió en mi alterada mente durante más de un lustro y aún ahora se mantiene su rastro. La chifladura de ese señor se agrava por su condición de dipsómano, sin duda. Lo que hace siniestramente interesante el asunto es lo que presenciamos en la pugna entre dos bandos que los une el arrebato etílico o la pasión política.
Desde antes de la posesión vimos que esto se lo llevó el diablo y las cosas no paran de empeorar, pero hay unos que creen que es para bien, que destruir es una forma de construir y otros que, con marchas domesticadas, ilusamente, pretenden exorcizar la posesión demoníaca. Ya vemos los frutos de la maquinación de los globalistas y su fiel servidor que sigue recibiendo recompensas por su labor, incluida la sumisión que lleva al extremo de expresar la rabia y el descontento siguiendo protocolos.
Y no es menos preocupante que el alcohol, las drogas y la embriaguez causada por el poder hagan de un delirante un orador y que haya quienes lo aplaudan. Esto a secas como que no.