Una cadena de radio española propuso esta semana a sus oyentes que le contaran sus experiencias en el país más raro que hayan conocido. Se trata de un concurso que premiará las historias más exóticas y las experiencias más impactantes en naciones lejanas y singulares. Yo estaba dispuesto a participar. Tenía dos países para proponer, y no sabía muy bien por cuál de los dos decidirme.
La república de Maldivas llevaba las de ganar porque es un archipiélago en el océano Índico compuesto por 26 atolones y todo está en alguna isla: el aeropuerto; la plaza principal de Malé, su capital; el mercado, el cementerio, la pensión más barata y el Four Seasons. Todo. Uno llega a la isla-aeropuerto y, en lugar de tomar un taxi como en todas partes, toma una lancha, y el taxista-barquero te pregunta a cuál de las 1226 islas te diriges; das la dirección, y allá te vas mar adentro. Pero al final me decidí por Colombia, que es mucho más raro que Maldivas.
Como se trataba también de narrar casos insólitos y curiosos del país en cuestión escogí, entre la abundante casuística insólita nacional, el de la ministra de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones, MinTic, Karen Abudinen, y el contratista Emilio Tapia que, siendo raros por separado, tomados en conjunto componen en sí una coyuntura de lo más extravagante.
Emilio Tapia, como todo mundo sabe, es un estafador de cuello blanco que protagonizó un robo multimillonario a las arcas de Bogotá por allá en 2010, el Carrusel de la Contratación. Por aquello fue condenado a 17 años de cárcel, que luego le bajaron por esas cosas de la justicia colombiana, y además lo mandaron a su casa en un régimen de prisión que el leguleyismo local llama dizque reclusión intramural.
En esas condiciones don Emilio ha salido a bailar en el carnaval de Barranquilla --adonde tuvo que ir a buscarlo la policía para que volviera al intramuros hogareño-- se pasea por centros comerciales, y hace una vida como la de cualquier ciudadano libre de cargos. Incluso se le vio en Llano Grande buscando casa, por la que estaba dispuesto a pagar 20 millones de pesos mensuales. Todo esto acompañado de un esquema de vigilancia ¿o de seguridad? apenas más pequeño que el del Presidente Eterno, que vive por allí y paraliza el tráfico cuando sale a dar una vuelta por el vecindario.
Hasta aquí nada anormal, todo tiene casi una impronta doméstica, un sello colombianísimo de cómo son las cosas en este país. Lo que sí resulta raro y convierte el caso Tapias en un ejemplo de extravagancia nacional es que el personaje siga contratando con el Estado; en Maldivas un tipo así estaría en la isla-cárcel de Malé; y por supuesto, no podría firmar contrato alguno con entidades públicas.
Aquí es donde aparece doña Karen Abudinen, que aprueba un anticipo de 70.000 millones de pesos destinados a obras de infraestructura para internet en 7.000 zonas que cuenten con escuelas rurales, obras que nunca se llevaron a cabo. Y resulta que en la empresa de fachada que firmó el contrato con el ministerio aparece como gran factótum Emilio Tapia.
Desde su casa-cárcel Emilio Tapia logró adquirir la empresa IMC Ingenieros, formar parte con ella de la Unión Temporal Centros Poblados y ¡voilà!, contratar con MinTic, recibir el jugoso adelanto de millones y enviar la platica a Delawere que, curiosamente, resulta ser un paraíso fiscal. Todo esto narrado de manera esquemática, porque el tinglado tiene otros protagonistas que acompañaron a don Emilio en el sudoku financiero.
El desfalco, como se sabe, le costó el puesto a la ministra sobre cuya cabeza pende ahora la espada de Damocles de una confesión de Emilio Tapia, como ya hizo en su momento durante el Carrusel de la Contratación, que echó al agua al exalcalde Samuel Moreno y a su hermano.
No pasará nada, sin embargo. Los vínculos de la señora Abudinen con el poderoso clan Char de Barranquilla hacen de ella una intocable. Es más, la veo de embajadora en alguna inútil legación diplomática colombiana en el exterior, que para eso está la Cancillería. Por lo pronto ha anunciado que se apresta a declarar como víctima de esta estafa; cosa que, de llegar a prosperar, puede estropear mi participación en el concurso radial del que les hablaba al comienzo. Cuando lo cuente, no me lo van a creer.