Esta semana he tenido dos experiencias comerciales de muy distinto signo, que quiero compartir con ustedes porque considero pertinentes las reflexiones que ellas me inspiran.
La primera me llegó de la mano de Amazon, el gigante de ventas por correo en donde compré, hace ya casi un año, un libro que recibí cumplidamente en casa previo pago con tarjeta de crédito. Excuso decir que ya había olvidado por completo esa transacción comercial, cuyo importe creo recordar, superaba por muy poco los 20 dólares.
Pues bien, el pasado viernes, mediante correo electrónico, fui informado de un reembolso a mi tarjeta de crédito por valor de US$ 2,85, porque mi pedido gozaba de una “tarifa de exportación reducida”, que no fue aplicada correctamente en el momento del envío.
Es decir, una de las empresas norteamericanas más poderosas, cuyo propietario para más señas es el hombre más rico del mundo, se tomó el trabajo de devolverme el equivalente a 10.315 modestos y devaluados pesos colombianos, para corregir el detrimento que esa cantidad suponía en mi patrimonio personal.
Para un colombiano una experiencia de este tipo es conmovedora hasta las lágrimas. Es un trance de esos que un abuelo o un tío pueden contar con orgullo a las futuras generaciones, como quien participó en la Guerra de los Mil Días, sobrevivió a la Matanza de las Bananeras o al paso de las Convivir por Antioquia en la gobernación de Álvaro Uribe.
Una peripecia comercial de ese tipo en manos de un buen escritor aquí, daría para el comienzo de una obra inmortal: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que Amazon le devolvió diez mil trescientos quince pesos.”
Y por qué —se preguntarán ustedes— doy tal importancia a un hecho que es normal en cualquier sociedad civilizada: la devolución de un importe justo a un cliente. Porque el país que compartimos ustedes y yo tiene las empresas más roñosas, cutres y miserables de la tierra. Y para muestra, la segunda experiencia vivida esta semana.
Hace algún tiempo, empecé a recibir en mi teléfono una serie de requerimientos por parte de Claro, para que les abonase el importe de $ 22.000 que, según esa empresa de telefonía, les adeudaba desde 1998, cuando cancelé el servicio que hasta entonces me habían prestado. De no hacerlo a la mayor brevedad, ese débito pasaría a cobro jurídico.
Cualquier usuario en este país sabe que es imposible cancelar un servicio de este tipo sin haber abonado antes hasta el último centavo que se adeude a la empresa de turno. Y cualquiera puede imaginar la imposibilidad de demostrar que se ha pagado, por carecer, al cabo de veintidós años, del correspondiente recibo.
La amenaza de cobro jurídico, con lo que ello supone, me obligó a un desplazamiento desde la zona rural en donde vivo hasta un centro comercial urbano, con un coste muy superior a la cantidad abusivamente reclamada. Más el riesgo para la salud que supone hacer cola en este tiempo de pandemia, la furia inherente a la situación que describo, y los deseos de emular a Bombita, el protagonista que interpreta Ricardo Darín en la película argentina Relatos salvajes.
Un colombiano paga dos veces y media más caro el servicio de internet que el promedio en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE), y el reducido número de competidores del sector genera bajos niveles de acceso a las redes fijas y móviles en comparación con los otros miembros de ese organismo internacional, al que este país ingresó a bombo y platillo como un logro de modernidad y avance social.
Cosa muy parecida ocurre con miles de productos, servicios y bienes adquiridos en el mercado colombiano. Un vehículo familiar de más de 1800cc en este país, para hablar de una de las categorías más representativas, supone pagar los precios más altos del mercado mundial porque las tarifas de IVA oscilan en un esquema muy costoso y el más complejo del planeta. Y lo mismo ocurre sea para un vino de mesa chileno como para un PC personal, por poner solo unos pocos ejemplos.
“¿Y el Estado qué?”, podría preguntar un ciudadano extranjero que lea esta columna. Ni está ni se le espera. El consumidor colombiano es el más desamparado de la tierra. Remito a la lectura de uno de nuestros clásicos, por entrar el episodio final en el paquete de abandono e indefensión que padecemos todos aquí. En El coronel no tiene quien le escriba, cuando el protagonista —después de esperar inútilmente durante media vida el pago de su pensión— responde a la pregunta de su mujer: “Dime, qué comemos.” Pues eso.