Maniobristas políticos y monopolio estatal

Vie, 23/01/2015 - 17:20
Nicolás Gómez Dávila escribió que “el amor al pueblo es vocación del aristócrata. El demócrata no lo ama sino en período electoral”. Hoy por hoy habría que modificar esta frase tan acerba
Nicolás Gómez Dávila escribió que “el amor al pueblo es vocación del aristócrata. El demócrata no lo ama sino en período electoral”. Hoy por hoy habría que modificar esta frase tan acerba pero tan cierta, pues los políticos ya raramente hablan de “el pueblo”, o por lo menos este es el caso en una metrópolis como Bogotá. En la capital se sabe que se aproximan unas elecciones porque surge de repente una serie de personajes usualmente vociferantes pero imperceptibles desde la última contienda electoral. Estos inauguran la época de precampaña al hablar de manera prolija no del pueblo, sino de “demostrar compromiso con la ciudad” y de “unirnos en torno al bien común”. Estos señores también manifiestan que su intención es “trabajar por las comunidades”, “renovar” el Concejo o alguna burocracia distrital, “armar un equipo ciudadano incluyente”, “dejarle un legado de ciudad” a sus hijos, “darle prioridad a lo social”, implementar una “agenda para la sostenibilidad a largo plazo” o “hacer que la paz y la educación sean el camino”. Tal es la jerga del animal político actual, el término siendo más apto en el sentido biológico que en el aristotélico. Dentro de esta triste feria de frases vacuas, inclusive el término “cultura ciudadana”, el cual tuvo un significado concreto -el de imperio de la ley- durante las alcaldías de Antanas Mockus, se ha convertido en un lugar común que cualquier politicastro saca de su bolsa de frases prefabricadas en un momento conveniente. Hace poco oí un discurso de Francisco Santos, aquel apóstol de equipar a la fuerza pública con “armas de represión no letales” que frecuentemente sí lo son, en el cual se vendía como el nuevo Mockus por su intención de hacer renacer en Bogotá la olvidada era de la cultura ciudadana. Por su parte Gustavo Petro, autor de “Bogotá Humana”, quizá el eslogan más frívolo de todos, habló al principio de su mandato en términos enigmáticos acerca de su programa de “acompañamiento de cultura ciudadana”. Si se juzga por sus resultados, la “cultura ciudadana” del Alcalde consiste en usar al erario como botín para financiar conciertos de Calle 13 -una “inversión social” de 556 millones de pesos- o “seminarios” donde el adoctrinamiento se aproxima al delirio (ver el caso del subsidiado taller “Socialismo Cuántico, el Ser Gobierno, los nuevos paradigmas del cambio social y las nuevas ciudadanías en la Bogotá Humana”, una invitación a “la organización social y política… de manera igualitaria, armónica y planetaria”). Al nivel de quienes aspiran a ser concejales o ediles, la preponderancia de enunciados sin contenido alguno refleja un sistema de partidos que, siendo del todo carentes de ideas, funcionan estrictamente como maquinarias electorales. Esto explica el hecho de que haya precandidatos que, basándose en predicciones de la votación final, consideran o inclusive intentan ingresar al mismo tiempo a varios partidos, esperando hasta el último momento para decidir dónde está la apuesta más conveniente para ser electos con los votos que usualmente han “trabajado” en elecciones pasadas. Ya que los partidos no demuestran entre sí diferencias palpables en cuanto a los asuntos vitales de la política -por ejemplo, el papel que debe o no debe asumir el Estado en la economía- en efecto da lo mismo buscar un aval en el Partido Liberal que en el Conservador, en Cambio Radical que en la U o inclusive en el Centro Democrático. Por esta razón las transferencias de candidatos desde una de estas agrupaciones electoreras a otra no son ni nuevas ni sorprendentes. La justificación tradicional del político que timonea en esta época frenéticamente entre partidos es que, si no llega al poder, no puede implementar sus ideales. Más allá de la retórica, el ideal del maniobrista de la política local usualmente se limita a vivir a costa del fisco de manera permanente. En caso de una ebullición de honestidad, admitirá que lo que busca es una “carrera política” y que deambula en “la burocracia” entre elecciones; en momentos menos sensatos, hablará de su “vocación por el servicio público”. El problema de la noción del servicio público es que, si en realidad fuese un servicio y no una forma de coerción, el usuario tendría la libertad de cancelarlo o de cambiar de proveedor en caso de no estar satisfecho. Pero ese claramente no es el caso. La burocracia estatal tiende a ser inamovible, mientras que en Colombia los partidos políticos tradicionales se han constituido en un oligopolio que protege sus privilegios al alzar una serie de barreras de entrada al mercado muy considerables. Un buen ejemplo de esto son las “pólizas” de 500 salarios mínimos vigentes que les cobra la Registraduría a los movimientos ciudadanos que buscan inscribirse en Bogotá para ejercer su derecho a ser elegidos. Tales obstáculos a la formación de nuevos partidos reducen de una manera muy significante las opciones que tiene el votante, algo que sin duda contribuye a la alta abstención electoral. Y no hay que ser muy perspicaz para darse cuenta que el Estado colombiano limita la competencia política de una manera muy similar a como limita la competencia económica. El caso de Uber, de hecho, demuestra que así se trate de tecnología digital, de elecciones o de cebollas, el gobierno colombiano de turno suele estar dispuesto a monopolizar el control sobre los mercados y, en las palabras de James Robinson, a “(crear) ventajas comparativas para la criminalidad”. La más ardua tarea que veo en Colombia para el siglo XXI es desmantelar o -mejor aún- hacer obsoletos los monopolios u oligopolios que ha creado el Estado a costa del ciudadano / consumidor y, por supuesto, del progreso.
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