Chocó

Lun, 13/08/2012 - 10:03
Chocó, desde el comienzo de esta película comenzamos a reconocer a esa Colombia exuberante, lejana y herida. Sus acentos y colores, el canto de los grillos y las ranas de su selva tupida de
Chocó, desde el comienzo de esta película comenzamos a reconocer a esa Colombia exuberante, lejana y herida. Sus acentos y colores, el canto de los grillos y las ranas de su selva tupida de verdes se nos hacen cercanos e inundan pantalla. Reconocemos las canciones que sus personajes murmullan, porque en algún momento las hemos cantado. El sudor de la piel de los personajes se nos pega al cuerpo. Nos sentimos empapados de la humedad del ambiente, la magnitud de sus ríos y la salubridad de un Pacífico que, aunque no se ve, se presiente en todo momento. Chocó, la opera prima del director Jhonny Hendrix Hinestroza, es ante todo una cinta sensorial. Nos llega con gran intensidad a cada uno de los sentidos. Antes de los títulos de la película, ya estamos sumergidos en la vida de un mísero caserío de mineros, donde no hay nada y, lo poco que hay, lo controla un paisa en una tienda de abarrotes, lo que le da poder para manipular a sus coterráneo. Chocó, se llama también la protagonista, una mujer de hermosas carnes y expresivos ojos, poseedora de una ternura imborrable. Comparte una ínfima choza de un solo cuarto, hecha con retazos de madera, en la ribera del caudaloso Atrato, con sus dos hijitos, Jasón y Candelaria quienes son la luz de su vida y con su marido, un musculoso negro, quien la viola en las noches cuando llega a la choza, completamente borracho. Su mayor preocupación es acumular veinticinco mil pesos para comprar en la tienda del paisa una torta para celebrarle el cumpleaños a Candelaria. Esa torta se convierte en el tema focal de la historia. Chocó, la joven mujer, es un reflejo del departamento del Chocó, poco apreciada, maltratada, dejada a su destino. Vive del oro que le arranca a los ríos y de lavar ropa en los mismos ríos. El peligro de la minería con mercurio la acompaña permanentemente. De hecho, tiene una deformación en un pie causada por el mercurio absorbido por su madre, minera también, cuando estaba embarazada con ella. Este no es el único peligro que la rodea, Chocó está siempre amenazada por la brutalidad de su marido, la indiferencia de la gente y una selva que no perdona ningún descuido. Uno presiente esos peligros y la piel se le va erizando. Magistralmente, el director lo va haciendo a uno llenarse de aprensión. Uno sabe que algo malo, muy malo, va a pasar, pero ¿qué? El desenlace es impredecible. El único remanso de paz es la escuela de los niños, con sus muros pintados de un azul cielo con banderas y un maestro que los saluda con alegría, tratando de imprimirles una esperanza poco probable. Chocó, la mujer, llora; llora cuando trabaja, cuando canta y reza, cuando recuerda. Llora en silencio, sus lágrimas se confunden en su rostro con el sudor. Llora, como llora esa tierra colombiana. Hay que ver esta película. Hay que sentirla, a ver si por fin entendemos de que se trata la tristeza, la belleza y la desesperanza del Chocó.
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