Como si se tratara de un milagro, Alejandra se quedó quieta un momento y, emocionada, se sentó a abrir el regalo de su mamá. Era la noche de Navidad y la rodeaban la familia y sus amigos más cercanos. Tenía 22 años. Entre los presentes, borracho como todos, se hallaba el ahora escritor y director Sandro Romero Rey observando a su amiga. Ella, que normalmente estaría bailando salsa, o brincando hiperactiva, destapó el regalo sin prestar atención a ninguna otra cosa. Luego abrió los ojos como cuando la magia sorprende y se puso a llorar. Permaneció quieta, con el regalo abierto sobre las rodillas, ocultando tras las manos sus ojos, que vaciaron su alma en un diluvio de lágrimas. El regalo de María José, su mamá, quien no aprobaba su estilo de vida y la había echado de la casa, era una bolsa llena de carbón.
Alejandra Borrero siempre ha sido una llorona. Cuando era una niña chiquita, en Popayán, le pedían que no fuera a llorar, y lloraba. No solo las tristezas le provocaban llanto, también lloraba cuando estaba contenta o emocionada. Pasaba varias horas mirándose al espejo, haciendo muecas e imitando diferentes estados de ánimo. Y así se enamoró de la melancolía. Era solo una niña cuando decidió que el estado ideal era la melancolía y así lo expresó en su cara hasta cuando cumplió 35 años. Un día, perdidamente enamorada, decidió cambiar la melancolía por la felicidad. Entonces ya no se vio tan triste. “Una mujer es más mujer cuanto más se realiza y más feliz es. Pero esa no era la premisa que yo tenía cuando era chiquita y me costó mucho trabajo adoptarla como propia”, dice.
A los catorce años, su profesor de teatro e historia del arte en el colegio Sagrado Corazón, en Cali, fue Sandro Romero Rey. De todas sus estudiantes, a pesar de ser una vaga a quien no le gustaba el colegio por rebelarse a la Academia, Alejandra era quien mejor memoria tenía. La única que se aprendía las líneas. Así comenzó a ser la protagonista de todas las obras. En El cornudo imaginario, de Molière, la primera obra que protagonizó, interpretó a Sganarelle, un hombre. Cuando se aproximaba el festival de teatro en colegios organizado por la Alianza Colombo-Francesa, Romero le pidió que lo acompañara. Debió insistir, pues a Alejandra le parecía un plan muy aburrido. Una vez allí, cuando anunciaron la ganadora a mejor actriz, Alejandra no lo creyó: era ella. “¡Pero si yo no hice nada!”, pensó. “Entonces, si no hice nada y me gané esta vaina, ¡es que lo hago bien!”. Al fin y al cabo, la clase de teatro era la única que le interesaba.
El primer papel que interpretó fue un hombre. Entonces estaba en el colegio, en Cali, bajo la supervisión de Sandro Romero Rey.
Alrededor de sus 19 conoció al director y guionista Carlos Mayolo, quien era el novio de 'la Mona', su hermana mayor. Así entró a su grupo de amigos, donde, entre otros, conoció al también director Luis Ospina y se reencontró con Romero Rey. Pasó a formar parte de un grupo de guionistas, productores, actores, ingenieros y directores que conformarían el Caliwood. Cuando su mamá la echó de la casa se fue a vivir con Mayolo. Cuenta que eran tan pobres que le ponían un bombillo rojo a la nevera para que la lechuga pareciera carne. En varias ocasiones, luego de visitar la casa materna, salía de allí habiéndose robado algún plato exquisito preparado para la comida de la familia. Alejandra lo llevaba a casa de Mayolo y lo repartía entre todos los presentes. “Éramos muy pobres, pero nos sentíamos tan ricos…”, dice perdiendo la concentración mientras comienza a acordarse de imágenes que no me contará. Es dispersa al conversar pues tiene veinte ideas en la cabeza. Todo es importante para ella. No tiene prioridades. Solía enloquecer a sus amigos, todos mayores que ella, porque jamás estaba quieta. Parecía vivir electrocutada.
–Ve, Alejandra, ¿por qué no te quedás quieta? Quedáte quieta. Vení, quedáte quieta un ratico–. Pero Alejandra no paraba, no se quedaba quieta un minuto. No era posible.
Seis meses antes de morir, Mayolo la llamó y le dijo: “Quiero que seas mi angelito de la guarda, te voy a mandar un par de obras que escribí”, dice Alejandra imitando su voz ronca y pausada, producto de innumerables excesos. La misma voz que hará cuando interprete a su amigo en la obra que escribió sobre su propia vida: Pharmakon. A Mayolo le daba una pereza inmensa el teatro, por eso ella se sorprendió con su propuesta. En una ocasión, mientras Alejandra, también dirigida por Mayolo, interpretaba el papel de una mujer de luto y muy deprimida que tocaba piano, él comenzó a darle órdenes casi a los gritos.
–¡Tocá el piano!
–¿Pero cómo voy a tocar el piano, si estoy de luto? –dijo Alejandra tratando de pilotear las locuras de su amigo.
–¡Entonces tocá las negras! –respondió Mayolo sin reírse.
La primera vez que Alejandra leyó Pharmakon no entendió nada. Era un texto en bloque, veinte páginas sin puntos ni comas. Escritura automática. Comenzó aprendiendo solo cinco frases al día. El tiempo y la experiencia amaestraron su mente, con la ayuda de técnicas de memoria corporales. Algunos libretos los memoriza con apenas una lectura. Muchos de los monólogos que aprende, los olvida luego de haber presentado la última función o grabado el último capítulo. Es como si su cabeza fuera un computador y tuviera que borrar memoria para meterle más información.
“¡Largo de aquí! ¡Largo!”, grita casi gruñendo. “¡Lárguense! ¡Largo de aquí, largo de aquí!”, aúlla la señorita Leonor en medio de un ataque de histeria paranoico. Sus gritos hacen doler los oídos. Abre los ojos inmensos y se le marcan las venas de la cara. Es una mezcla de ira y pánico. Está loca. Se acerca a alguien en el público, una mujer de no más que 25 años. Continúa gritando descontrolada. Su cara está tan cerca a la de la mujer, que acaso ésta debe sentir la saliva de Alejandra en la cara. La agarra por los hombros, la alza en el aire y la suelta empujándola hacia adelante. La mujer aterriza sobre el piso de espuma sin poder creer lo que acaba de pasar. “Es increíble la fuerza que tiene esa mujer”, dice refiriéndose a Alejandra. “No es normal”. Se trata del recorrido blanco de la obra Habitación 3.3.3. que se presenta en Casa Ensamble.
Una hora y media antes, en el camerino que comparte con todos los integrantes de la obra, Alejandra, descalza y en sudadera, se mece hacia los lados moviendo el cuerpo como si bailara, mientras estira todos los músculos preparándose para salir en escena. Abre la boca tan grande como puede y la deja abierta, la quijada colgando inerte. Hace ruidos repetitivos que calientan su garganta. Parece un desquiciada. Cuando su pareja entra al camerino, Alejandra recuerda que está triste, pues luego de trabajar en un texto se le borró todo y no logró recuperarlo. Entonces la abraza casi colgándose de ella y comienza a imitar el llanto de una niña chiquita. No está actuando, esa es Alejandra Borrero.
Alrededor de la pareja, los actores practican sus líneas, todos al tiempo, como si se tratara de un coro de muchas canciones. Otros estiran sus músculos, alguien se para en la cabeza y entonces Alejandra desvía su atención hacia Martina Toro, la actriz más pequeña del elenco, quien ojea un ponqué de chocolate que descansa frente a un espejo, sobre la mesa donde han organizado todo el maquillaje que casi no utilizarán. Con la voz de la dueña del teatro, Alejandra les dice a todos: “Les recomiendo que no se coman la torta, que no le metan los dedos ni se la unten en la primera función, pues la necesitamos para la segunda”. El camerino se ha convertido en un circo que no anticipa el nivel de demencia y la brillante actuación que hará Alejandra cuando interprete a la señorita Leonor.
Alejandra Borrero deja de ser ella misma cuando interpreta un personaje. Verla en escena, en teatro, es ser testigo de una transformación tan absoluta que la despoja de ella misma y la convierte, de forma natural, en el personaje que interpreta. Su amiga Janca, la fotógrafa colombo-francesa que la conoce desde que tenía 19 años, asegura que cuando la ve actuar no la reconoce.
Alejandra Borrero en el papel de la señorita Leonor, de la obra Habitacion 3.3.3. que se presenta en Casa Ensamble.
–Dentro de uno mismo están todos los personajes que se van a interpretar en la vida. Por supuesto que tengo un hombre adentro. Por supuesto que tengo una asesina adentro. Por supuesto que tengo una mujer amorosa y llena de ganas de dar amor. Todo eso está adentro de cada uno para ser lo que queramos ser –dice Alejandra.
Cuando comienza a trabajar en un personaje nuevo deja de estar tan presente, y la gente que la rodea se da cuenta de que está en su propia cabeza, un poco en otro mundo. Anda retraída buscando otras maneras de ser. Durante estos períodos nunca se parece a la mujer del día interior, lo que tiene cierto encanto: no ser la misma siempre. De cada personaje aprende algo que luego aplica en su vida. Algunos papeles que ha interpretado le trajeron fuerza y seguridad, que ahora son matices de su personalidad. A veces encuentra en su clóset ropa que no recuerda haber comprado. La observa durante un rato y entonces se acuerda de que lo hizo para tal o cuál personaje.
–Los personajes se permean en uno. Y se tienen que permear porque parte de uno siempre está presente. No hay cómo no estar presente.
Durante quince años nunca se cortó o se peinó el pelo e interpretó a personajes muy variados. Ahora sonríe cuando le dicen que un personaje tiene pelo rojo, el otro negro y corto, etc. Porque Alejandra Borrero sabe que el personaje va por dentro. Hay que vivirlo.
–Ser actor no es ser bonito en la pantalla –dice con una sonrisa cómplice que me hace pensar en su participación como jurado del reality Protagonistas de nuestra tele.
–Alejandra, ¿cualquier persona, con que solo sea alto, flaco y lindo, puede ser actor?
–Digamos que eso es un plus en la vida, y que muy posiblemente por ser tan bello pueda llegar a hacer un protagónico muy pronto, pero quiero ver a dónde va la carrera. La carrera es un camino. Llegar a un protagónico es fácil, mantenerse en esta carrera es difícil. Para eso es que se prepara uno, para hacer personajes que uno ni siquiera dimensionaba en su vida.
–Ya sabrás que Sara, la ganadora de Protagonistas, renunció a la beca para estudiar actuación. Entonces no puedo dejar de preguntarme, ¿por qué te prestaste para ese programa?
Alejandra me mira muy sería, toda la expresión concentrada en sus ojos. Es como si se comunicara telepáticamente. Se tapa la cara con ambas manos, codos apoyados sobre el escritorio y exhala con fuerza.
–En este momento sé que no me vuelvo a prestar para ese programa. La primera vez lo hice porque participé como profesora y eso significó un reto para mí. Además me pareció emocionante que las grabaciones se llevaran a cabo en Buenos Aires. Fue una experiencia muy especial. La segunda vez me llamaron como jurado y acepté –sus palabras, medidas como con regla, no se atreverían a desprestigiar la mano que le ha dado trabajo–. Las razones por las que lo hice no fueron las correctas. Al final se me veía la cara de aburrimiento y de rabia, a pesar de intentar sonreír todo el tiempo –dice haciendo una mueca exagerada. Los dientes apretados y la boca tensa revelando hasta las muelas.
–¿Se necesita química para que un beso entre dos actores sea creíble?
–Sí y no. Yo, por ejemplo, me enamoro de lo que sea: de las manos, los ojos, de algo me cojo. Y eso es lo que miro antes de dar un beso. Hay que enamorarse. Con Ernesto Calzadilla no me costó ningún trabajo, teníamos una química magnífica. Si mis circunstancias fueran otras, yo me hubiera ido a vivir con él durante mucho tiempo.
Luego de haber participado del reality Protagonistas de nuestra tele en dos ocasiones, asegura que no volverá a hacerlo.
Acaba de volver de un viaje a Buenos Aires, donde fue invitada por el Ministerio de Cultura de Argentina a un evento llamado Colombia cultural en Buenos Aires, del que participaron más de 140 artistas colombianos. Alguien que no recuerda la presentó ante otra persona como la cabeza tras el referente del teatro contemporáneo en Colombia, que es Casa Ensamble. A Alejandra se le ilumina la cara y dice mostrando todos los dientes en una sonrisa relajada y honesta : “Este proyecto lo hicimos precisamente para eso”. El plural se refiere a su socia, la paisa Katrin Nyfeler, su productora y guardaespaldas: Katrin siempre está al tanto de todo. Además del infinito orgullo que le produce su casa, también la emocionan sus nuevos zapatos plateados que compró en la capital argentina. A todo el que llega a su oficina se los muestra, como si tuviera 5 años y estrenara su primera Barbie. Y es que, de muchas maneras, a sus cincuenta Alejandra Borrero aún es una niña.
Si no hubiera sido actriz, si no existiera el teatro y tampoco una campaña mundial para combatir la violencia contra la mujer, Alejandra hubiera trabajado con niños, como lo hacen sus hermanas. Delante de ellos se transforma y no actúa. Corre, se arroja al piso y da botes, conversa y ríe a carcajadas. “Yo sigo siendo una niña. Y es que cuando uno no tiene hijos, ¡no tiene que madurar!”, dice con una sonrisa contagiosa, la cara iluminada y los ojos verdes siempre tan serios absorbiéndolo todo, como si todo el tiempo estuvieran alertas, en control. No tuvo hijos, no porque no quisiera sino porque no se dieron las cosas, y sin embargo todos los estudiantes que se gradúan de la escuela de teatro que dirige en Casa Ensamble son sus hijos. Todos.
Aunque a ratos se convierta en una niña, Alejandra también es una mujer que comenzó a ver pasar los años en su cuerpo. Está encantada con su madurez y su adultez. No se ha hecho ni una cirugía, aunque quisiera quitarse la que define como su “barriguita”. Sin embargo, la idea de que uno se puede morir durante una cirugía la aterra. Hacerse una cirugía por vanidad le parece una locura.
–Ahora me echan más piropos de los que me echaron entre los treinta y los cuarenta.
Cuenta que el fotógrafo Eduardo 'La Rata' Carvajal le mandó unas fotos de la telenovela Azúcar y al verlas se sorprendió mucho con su belleza, pues siempre pensó que era gordita y no era bonita. “¡No puede ser que yo era esa mujer! ¿Cómo no creía en mí? ¿Cómo no me di cuenta cuán bella era? Qué lástima, pero bueno... Así es la vida”. Sin conocerla, da la impresión de que, efectivamente, no sabía lo hermosa que es. Sin embargo, Romero Rey asegura que siempre supo que era divina y siempre fue la protagonista. Y sostiene que Alejandra, que es la del medio entre tres hermanas y un hermano, el puesto que generalmente queda olvidado, nunca estuvo en la sombra. Pero ella cuenta que cuando era una niña y sacaban a pasear a los grandes, no la llevaban por ser pequeña, y cuando salían los más pequeños, no la sacaban por grande.
En la fila hacia la caja de un restaurante de pollos Frisby del norte de Bogotá miramos el menú iluminado sobre nuestras cabezas, sin conversar. No se puede decir que el cajero no sea amable, pero no sonreirá para los otros clientes como lo hace cuando se da cuenta a quién le va a tomar la orden. Mientras tanto, una mujer y un hombre, detrás de las bandejas de aluminio rebosantes de presas de pollo frito, han dejado de trabajar y se apoyan el uno contra el otro mirando a Alejandra Borrero, que aún no se decide si quiere un sandwich de pollo o dos presas. En la mesa, luego de terminada la entrevista, me hace preguntas reaccionando a mis respuestas con intensidad. Apoya el vaso de limonada sobre la mesa con fuerza y hace que salte una gota y aterrice en mi cara. Nadie más parece haber advertido su presencia, no podrán creer que ahí está la gran Alejandra Borrero comiendo pollo y mazorca con guantes de plástico.
Como parte de la campaña Sana que sana, Alejandra llevará a cabo una meditación el 8 de marzo a las 8 de la noche por el canal del Congreso.
En la peluquería ha sido igual. Las mujeres de carteras Louis Vuitton y Chanel no parecen descrestarse con Alejandra, y los peluqueros y manicuristas ya estarán acostumbrados a verla con ropa que no revela la marca y una cartera cuya procedencia es un misterio. Pedirá que le hagan las uñas de manos y pies, pero sin esmalte. Se dejará convencer por un esmalte rosado claro para los pies, que una vez en las uñas se verá transparente. Saldrá de ahí con el pelo mojado y los rulos escondiéndole la cara. Está apurada porque tiene una cita a sesenta cuadras de allí y tiene hambre. Lo más cercano es un Frisby. Después del almuerzo la espera una asistente. Ambas corren hacia la calle buscando un taxi, pero entonces se percatan de que ninguna lleva efectivo. Le presto 20.000 pesos que sé que nunca me devolverá. Alejandra Borrero tiene cosas más importantes en qué pensar.
El miércoles 27 de febrero inauguró Mímesis del cuerpo, una exposición que se lleva a cabo en el Congreso en la cual vuelve a mostrar, por cuarta vez, las 1500 muñecas hechas por diferentes artistas a los que se les pidió que interpretaran la violencia contra la mujer. Esta iniciativa es una entre tantas, pues tiene muy claro que el arte no solo es para divertir: el arte es responsabilidad social. Alejandra y Katrin están dedicadas a combatir la violencia de género. Lo hacen a través de obras que tratan temas que otros teatros aún no se atreven a abordar. También con campañas como Ni con el pétalo de una rosa, y la siguiente, que han titulado Sana que sana, a través de la cual intentan comenzar a darle soluciones al abuso contra la mujer, enseñándola a sanar también las heridas emocionales. El próximo 8 de marzo a las 8 de la noche Alejandra hará una meditación de ocho minutos que será trasmitida a través del canal del Congreso. La invitación es para que todos los colombianos, vestidos de blanco, se unan a este impulso que pretende cambiar la mentalidad de las personas en un intento por ayudar a sanar a las mujeres afectadas por la violencia.
–Tenemos que transformar esta energía porque no existe un victimario, existe una víctima. La idea de víctima que tenemos las mujeres nos está matando. Hay que transformar la violencia. El mundo está hecho para transformarse. Lo único que no es permanente es el cambio y tenemos que cambiar. El mundo ha cambiado mucho desde que nos dieron permiso de hablar. Somos nosotras, las mujeres, las llamadas a convertir este mundo en un mundo maravilloso. Ojalá convirtamos a Colombia en el sitio donde se viene a hablar sobre violencia de género.
Casi a las tres de la tarde el cielo gris amenaza con derramarse sobre nosotros. Alejandra, a quien hemos acercado a su destino, baja del carro sin sombrilla, envuelta en un chal de muchos colores. El pelo todavía sobre la cara, los ojos muy serios y una sonrisa un poco melancólica. Un poco sonrisa y un poco tristeza. En la esquina de la avenida 19 con calle 147 hay varios taxis parqueados y solo uno tendrá la dicha de llevarla. El conductor la mirará por el espejo retrovisor para comprobar que es ella, nuestra propia Meryl Streep.
"Cuando uno no tiene hijos no tiene que madurar"
Mar, 05/03/2013 - 13:13
Como si se tratara de un milagro, Alejandra se quedó quieta un momento y, emocionada, se sentó a abrir el regalo de su mamá. Era la noche de Navidad y la rodeaban la familia y sus amigos más cer