Cuando la matanza terminó, los cadáveres se pusieron en bolsas y las armas se enfundaron, lo que quedó describía la verdadera dimensión de la tragedia: dieciocho recién nacidos, muchos cubiertos de sangre y la mayoría ahora huérfanos de madre… víctimas de la guerra antes siquiera de salir del hospital.
Incluso para un país inmerso en muertes violentas al grado de la insensibilidad, el ataque del martes contra un hospital de maternidad en Kabul fue de una crueldad inconmensurable.
Afganistán es experto en los rituales de muertes violentas. Existen procedimientos para manipular a las víctimas e incluso rutinas bastante ensayadas para desechar los restos de los atacantes suicidas que llegan para morir y asesinar.
No obstante, ¿qué haces con tantos bebés de cuerpos pequeñitos y rostros puros tan similares, bebés que en su mayoría han perdido a la persona más importante de su vida y fueron evacuados de un hospital atacado?
El mayor, nacido cinco días antes, y el más joven, nacido en una sala de seguridad después de que el ataque había iniciado, tienen suerte: sus madres sobrevivieron. Muchos de los otros apenas han cumplido 24 horas de existencia en este mundo violento y sus madres fueron asesinadas junto a ellos.
La labor desgarradora de identificar a los bebés del hospital de maternidad y reunirlos con sus familias comenzó inmediatamente después del ataque, incluso antes de que las fuerzas especiales se marcharan del lugar.
Decenas de hombres se reunieron cuando un anciano de la comunidad que seguía bañado en sangre salió de un hospital con una lista de las madres muertas. Los bebés aún no tenían nombre.
En Afganistán, una sociedad conservadora y patriarcal, los hombres se ofenden con la sola mención del nombre de sus esposas en público.
Es sumamente raro (y complicado) que una mujer tome decisiones legales en favor de sus hijos en ausencia de un hombre; pero ahora, por primera vez, los hombres en la multitud afuera del hospital escucharon atentamente conforme los bebés eran identificados con los nombres de sus madres.
“¡La hija de Suraya!”, gritó el anciano. “La hija de Suraya… estaba sana y yo mismo ayudé a subirla a la ambulancia”.
“El hijo de Gul Makai… trasladado al Hospital Ataturk”, gritó.
La mañana siguiente, en el Hospital Ataturk, los dos niños se encontraban uno junto al otro en incubadoras de la sala donde habían sido trasladados los dieciocho bebés; sin embargo, Suraya Ibrahimi había muerto y ya la habían enterrado. Gul Makai, con una herida en la pierna, estaba junto a su hijo.
Este era el quinto hijo de Suraya Ibrahimi. La mujer de 31 años había sido soldado del Ejército durante varios años, de acuerdo con lo que comentó un familiar que había logrado llegar hasta la cama del bebé.
Su identificación militar mencionaba que era sargento en el cuartel general del Ministerio de Defensa, parte del regimiento encargado de proporcionar seguridad y apoyo al cuartel general.
Gul Makai, de 35 años, es ama de casa y está casada con un taxista. Su séptimo hijo nació con problemas respiratorios, así que tuvieron que quedarse en el hospital durante cinco días.
Cuando comenzó el ataque, narró, ella y las otras dos madres que estaban en su habitación se enfrentaron a un dilema: ¿Debían tratar de escapar y dejar a sus bebés o quedarse?
Las mujeres estaban solas, su familia no estaba a su lado. La propagación de la COVID-19 obligó al hospital a evitar que incluso los esposos acompañaran a las madres, de acuerdo con Zahra Jafari, una partera que trabaja en el lugar.
Las otras dos madres se quedaron y lo más probable es que hayan muerto, dijo… no las había visto. Gul Makai dejó a su bebé, corrió hacia el pasillo, saltó y fue evacuada por una de las puertas traseras.
Ya en la calle, no supo qué hacer. No tenía teléfono y no se sabía ningún número para marcar. Afuera de otra puerta, en el extremo opuesto del hospital, su esposo, Azizullah, estaba de pie con un cambio de ropa que le había llevado cuando comenzó el ataque. No sabían nada el uno del otro.
Gul Makai detuvo a una motocicleta, le contó al hombre lo que había sucedido y le rogó que la llevara a su casa. Desde ahí, llamó a Azizullah para decirle que estaba a salvo.
Pero el bebé…
Azizullah se quedó afuera de los muros del hospital con decenas de padres y hermanos a la espera de noticias y del fin de la operación militar.
Durante varias horas, Gul Makai no tuvo noticias de su hijo. ¿Y qué hizo todo ese tiempo? “Simplemente lloré”, dijo.
Cuando el anciano de la comunidad que leía la lista afuera del hospital atacado anunció que “el hijo de Gul Makai” había sido trasladado al Hospital Ataturk, Azizullah se apresuró al lugar y llamó a su esposa para que fuera y pudiera identificar al bebé.
Ahí estaba, con una camiseta de mangas rosas y dibujitos amarillos en el pecho: el “hijo de Gul Makai”.
El miércoles por la mañana, afuera de la sala, en el patio del hospital, Azizullah (un hombre de baja estatura, de mirada sincera y barba corta bajo su cubrebocas) caminaba de un lado a otro con otros padres, abuelos, tíos y tías.
Habían llevado los documentos necesarios para recoger a los bebés, como se les indicó: las identificaciones nacionales del padre o la madre y la firma del anciano de la comunidad local.
No obstante, los médicos y los funcionarios del Ministerio de Salud estaban en reuniones.
Pasó una hora, luego dos, luego tres. Empezó a lloviznar.
Los miembros de la familia que estaban fuera, algunos de los cuales acababan de enterrar a las madres muertas, comenzaron a ponerse inquietos y sentirse frustrados.
Los médicos seguían diciendo que estaban esperando a que sacaran de las ruinas del hospital los expedientes de los bebés para asegurarse de no cometer errores.
Finalmente, a primera hora de la tarde, después de momentos de mucha emotividad y conatos de peleas a puñetazos, el hospital comenzó a dar de alta a los bebés, uno por uno.
Al final del día, se confirmó la identidad de once bebés y se entregaron a sus familias. El resto se quedó un día más.
Para algunos, fue relativamente sencillo una vez que el proceso se puso en marcha. Azizullah detuvo su Toyota Corolla y Gul Makai se subió al asiento trasero cojeando. Una familiar más joven cargaba al bebé.
Azizullah se quedó sin palabras.
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“No solo mi esposa”, dijo, con los ojos llenos de lágrimas mientras describía a Gul Makai: una heroína.
Otros se marcharon con un dolor intenso solamente.
Una joven mujer, de unos 20 años, lloraba en el pasillo afuera de la sala. Dijo que estaba allí para recoger al hijo de su hermana. Ella había muerto y su esposo estaba en el Ejército combatiendo en el frente de guerra en la provincia de Gazni.
Sin importar cuánto suplicó, los médicos le dijeron que no era posible acceder a sus deseos. Un funcionario del hospital bloqueó la puerta de la sala.
“Ve a traer un hombre”, le dijo.
Por: Mujib Mashal