Por un momento, mientras paraban las discusiones y comenzaban las conversaciones, se sintió como si hubiera la posibilidad de percibir el más sutil destello de esperanza. En todo el mundo, el fútbol se había detenido. El deporte enfrentaba una situación inesperada e inimaginable; se sintió, incluso en aquel entonces, como una crisis existencial amenazante. Sin embargo, había esperanza.
Aleksander Ceferin, el presidente de la UEFA, el órgano rector del fútbol europeo, hablaba sobre un sentido renovado de unidad, sobre la necesidad de un reinicio después de la pandemia del coronavirus.
La FIFA, el órgano rector del fútbol mundial que porta las cicatrices que le han dejado los escándalos, ofrecía los miles de millones de dólares que había adquirido con tanta avaricia a lo largo de los años para ayudar al rescate de equipos, competencias y asociaciones nacionales.
Los clubes ya no intentaban arrebatar el poder a las ligas. Las ligas ya no estaban atacando las yugulares de las organizaciones que supuestamente las manejan. La UEFA y la FIFA ya no eran rivales, sino aliados. Se había detenido todo el faccionalismo, la creación de imperios y las disputas internas que le habían servido de ruido de fondo al deporte, ¿desde hace cuánto: una década, dos décadas, desde siempre?
Durante un breve momento, fue posible creer que este iba a ser el punto en el que el fútbol cambiaría, cuando vio los errores de su comportamiento, cuando comenzó a sanar de sus heridas autoinfligidas, cuando recordó que es —de una forma bastante obvia— un ecosistema interdependiente, en donde la salud del individuo depende de la salud del todo.
¿Adónde podrá haber llevado ese camino, cuando hayamos emergido de todo esto? A un futuro más sustentable en términos financieros, tal vez, con controles de costos más estrictos para proteger a los clubes a largo plazo, con una reducción de las ambiciones y con un cierre de la brecha entre los ricos y los pobres.
A un deporte más estable en términos políticos, donde la élite ya no perturbaría, de manera constante, para obtener cada vez más de sus ligas, sus pares y la UEFA.
Tal vez también a un futuro de mayor confianza, en el que la FIFA se habría transformado en un supervisor benefactor en vez de un imperio rival que anhela competir. Ceferin estaba en lo correcto: el fútbol necesitaba un reinicio. En las circunstancias más funestas, hubo las mentes con la capacidad necesaria para lograrlo.
La época dorada del fútbol en la que se empapó de dinero en efectivo, su época dorada de una desigualdad rampante, su época dorada de nula moralidad, su época dorada de fragilidad financiera, su época dorada en la cual vendió su alma y conquistó el mundo habría terminado.
Eso esperábamos.
Este escenario duró apenas unas semanas, si acaso. Ahora, en toda Europa, el juego resplandece de egoísmo. Bélgica y Escocia cancelaron sus ligas para proteger los nuevos acuerdos de televisión. Los Países Bajos pusieron fin a su liga después de una votación democrática entre sus clubes, cuyos resultados fueron ignorados por completo.
Los políticos de Francia cerraron la liga, casi sin ninguna advertencia, y ahora ha tenido que solicitar al gobierno que rescate a los clubes que enfrentan una crisis financiera. Continúan las amenazas de recursos judiciales: del Lyon, el AZ Alkmaar y el Rangers de Glasgow.
Y luego está la Liga Premier, sola entre las principales competencias de Europa porque no tiene ni el más mínimo sentido de la dirección, a pesar de haber tenido ocho semanas de reuniones por Zoom.
Francia conoce su destino; en España e Italia, hay un progreso lento hacia la reanudación; en Alemania, la próxima semana habrá una jornada llena de partidos. No obstante, en Inglaterra, solo hay una estasis furiosa y miope (y pensar que la gente dice que el fútbol es un reflejo de la sociedad).
Durante años, el éxito mundial de la Liga Premier ha llegado con un costo muy específico: para la mayoría de sus equipos, lo único que importa es estar presente. Saben que no tienen esperanza de ganarla. Saben que incluso calificar a una competencia europea es un sueño distante, tan cercano a una imposibilidad que es indistinguible.
El dogma que dicta que el propósito del fútbol no es tener éxito, sino sobrevivir, ahora está en su apoteosis. Los seis equipos del fondo de la tabla necesitan quedarse tanto en la Liga Premier que es mejor, para ellos, que no hubiera nada de fútbol.
Oficialmente, los veinte equipos quieren encontrar un mecanismo para volver a jugar cuando sea seguro —y permitido— hacerlo, en su mayor parte para salvaguardar las comisiones por los derechos de televisión y para mantener a raya una catástrofe financiera. Extraoficialmente, la pandilla de los seis de abajo ha demostrado ser mucho más adepta a identificar peligros que a ofrecer soluciones.
¿Adónde lleva ese camino? Es fácil distraerse con el corto plazo: con la posibilidad de que la temporada se invalide, con el paro del mercado de transferencias —financiado principalmente con dinero inglés—, con los potenciales recursos jurídicos en contra de cualquier decisión que se tome.
Sin embargo, la mayor preocupación debería ser el largo plazo. En el futuro, será difícil que los contrapesos de la Liga Premier exijan que la élite actúe en beneficio del interés colectivo en el tema de los ingresos por los derechos de transmisión, de pedirles a los rivales que hagan lo que les dicen, no lo que quieren.
Siempre ha habido un cisma entre los seis grandes clubes de la liga y el resto. Esto solo se ha afianzado en las semanas recientes.
La respuesta correcta
Mientras estamos en la materia, es una vergüenza ver que, a pesar de todo lo que se ha opinado en torno a lo que se debería hacer con las temporadas del fútbol europeo, nadie se fijó en lo más delicado.
Bueno, casi nadie: una trinidad gloriosa que nos incluye a mí, un lector de nombre Peter Welpton y Victor Montagliani, presidente de la CONCACAF, al parecer hemos llegado a la misma conclusión.
La conclusión en cuestión fue esta: las ligas de Europa deberían dedicar el resto del año calendario a terminar esta temporada, con déficits financieros inmediatos para los equipos más pequeños compensados por la FIFA o mediante pagos de solidaridad de la élite o las televisoras, y retribuidos a partir de los recortes salariales a los jugadores (después de todo, en realidad no están jugando fútbol).
Se celebrarían tres torneos internacionales —los campeonatos europeos, una Copa América más y la Copa Africana de Naciones— en diciembre y enero (verano en Sudamérica, pero tal vez con un suéter para los europeos). De febrero a noviembre de 2021, se celebraría una temporada completa y, de la primavera al otoño de 2022, otra temporada completa.
Eso, claro está, tiene el beneficio de tener todo alineado con la Copa Mundial de Catar, la cual —como todos lo hemos sabido durante muchos años— arruinará el calendario del fútbol mundial de todos modos.
Una vez que esto haya terminado, el fútbol tendría que tomar una decisión: jugar otra temporada de primavera a otoño en 2023, si funciona bien, o crear un torneo único para cerrar la brecha: como la Spring Series que jugó la Super League femenil de Inglaterra en 2017, cuando cambió a un calendario invernal.
Ese torneo o esos torneos —la FIFA podría usar el periodo de su Mundial de Clubes; la UEFA podría permitir la celebración de algún tipo de superliga; las asociaciones nacionales podrían llevar a cabo eventos de eliminatoria directa— podrían ser ofrecidos a las televisoras para compensar el dinero perdido como resultado de la pandemia.
¿Ves? Se cubren todos los requisitos. Estoy disponible como consultor para cualquiera que me necesite, que no sean ni Victor ni Peter.
El día que el fútbol regresó sin advertencia
El viernes, al fin, regresó el fútbol. Bueno, el fútbol con una forma moralmente aceptable, en todo caso: durante la pandemia, se ha jugado en Nicaragua, Bielorrusia y Turkmenistán, claro está, pero si nos hubiéramos aferrado a cualquiera de esas ligas, habríamos tomado una decisión tácita de ignorar la realidad política que explicaba la continuación del juego.
A menudo, Bielorrusia es descrita como la última dictadura de Europa. Turkmenistán es uno de los países más cerrados del mundo. Como un periodista nicaragüense le dijo a mi colega James Wagner, esos son los lugares donde hay “un autoritarismo suficiente como para seguir exponiendo a sus futbolistas”.
No obstante, Corea del Sur es diferente. La K-League regresó el viernes gracias al éxito que ha tenido el país frente a la pandemia. El fútbol en esa nación, en cierto sentido, es una recompensa. También es apetitoso para el resto de nosotros.
La K-League es la liga establecida más longeva de Asia y probablemente siga siendo la mejor, aunque Japón e incluso China podrían protestar esa aseveración. Se puede reconocer como un deporte de élite, de una manera que —digamos— no se puede reconocer al fútbol bielorruso.
El regreso brinda una oportunidad para la K-League: ha cerrado al menos diez acuerdos por derechos internacionales que, presuntamente, no estarían disponibles si hubiera una programación total en progreso.
Además, nos da una oportunidad no solo de ver fútbol, una vez más, sino también de echar un vistazo a plantillas de jugadores desconocidos, a conocer un diferente conjunto de nombres de equipos, a expandir nuestros horizontes, tan solo un poco. Y, quién sabe: tal vez también a desarrollar algunos nuevos vínculos emocionales.
Por: Rory Smith