Soy bogotano. Mi madre fue enfermera toda la vida y mi padre sastre. Ella es una declamadora con garbo y él era un contador de historias.
En 1977 ingresé a estudiar periodismo en la Universidad Externado de Colombia. Mis sueños subían hasta las estrellas, pero conseguir lo del bus para que me llevara desde el barrio Ciudad Jardín del Norte, donde vivíamos en arriendo, hasta La Candelaria, era un ruegue que ruegue. No había dinero. No terminé la carrera por falta de plata, pero no renunciaba a ser periodista.
La Candelaria me deslumbró y me enamoró. Todo el centro de la ciudad me producía una atracción muy fuerte. Regresaba a mi casa caminando, ahorrando lo del transporte.
Me hice asiduo visitante de la Cinemateca Distrital y me vi hasta dos y tres películas diarias. En la Universidad integré el grupo de teatro y el cineclub. Yo era el que iba por las películas de 16 mm y silencioso escuchaba los más ardientes debates sobre el tema. Mucho cine alemán, de Herzog y de Fassbinder, y mucho Bertoluchi y Carlos Saura.
En el 80 me enviaron con media beca al Festival de Cine de Cartagena y cuando llegué me detuvieron, porque yo estaba buscando en el parque de los Pegasos a los universitarios que me iban a dar alojamiento y ellos estaban protestando frente al teatro, vinieron los policías y nos echaron mano.
La primera noche cartagenera la pasé en unos calabozos ardientes y malolientes. Pero al amanecer nos soltaron, porque los estudiantes solidarios habían pasado toda la noche afuera, gritando y exigiendo nuestra libertad a gritos.
El 1982 mi madre se pensionó en el Seguro Social y con la platica conseguimos una casa-lote al otro extremo de la ciudad, en las montañas, arriba del Veinte de Julio, localidad de San Cristóbal. Desde allá me quedaba más cerca la Universidad y a veces me iba a pie atravesando el barrio Las Cruces.
En noviembre de 1985 vi arder desde la loma el Palacio de Justicia, escribí un poema al fuego y una mañana vi en el techo de mi casa las cenizas
del Volcán del Ruiz que había estallado y se llevó 30.000 vidas. También ese momento está en uno de mis poemas.
En el 86 estuve muy atento a la matazón de Campo Elías, tras su recorrido de muerte hasta el restaurante Pozzeto. Ya soñaba con escribir esa historia que me parecía de película. Me gocé, me emocioné leyéndolas, las que escribió Germán Santamaría, tanto del asesino del Pozzetto como del volcán de marras.
Ya había abandonado mis estudios, pero me reuní con jóvenes de mi barrio, hicimos teatro, de calle y de sala, y fundamos una revista, El Tizón, para contar las historias de los barrios y escribir las crónicas de personajes anónimos. Para financiarla, nos pintábamos la cara y nos tomábamos la carretera al Llano, tirando un lazo para que los conductores echaran una moneda. Antes de que llegara la policía, teníamos los 8.000 pesos que valía hacer la revista. Desde entonces esa revista no ha tenido parangón en esa localidad, pues las que hoy escriben "los periodistas" son pura propaganda institucional.
Ya tenía 28 años y con mi novia, Anadelina, que me ayudaba en las lides artísticas y periodísticas locales, fuimos padres de una bebé, Yadira Maxelenda. Yadira porque daban una telenovela, Yadira la Ardiente, que nos gustaba mucho, y Maxelenda, que es el nombre de mi mamá. Tenía que trabajar en algo y me alquilé como payaso comercial para vender arepas boyacenses, cucos amarillos, zapatos y almuerzos de 3.000 en los almacenes y restaurantes bogotanos.
Proyecté mi voz a gritos y con megáfono en Kennedy, Chapinero, Suba, San Cristóbal, Ciudad Bolívar y el centro de Bogotá. Así llegaba con algo para la leche de la hijita. Mis padres nos habían dado una pieza en la casa en obra, para vivir con Anadelina y la niña. No dejábamos de joder con el teatro callejero y fui saltimbanqui en varias plazas.
Me dio por estudiar dramaturgia y me presenté en la escuela Luis Enrique Osorio, que dirigía Jairo Aníbal Niño. Cuando él vio mis pruebas me preguntó dónde había adquirido tanta cultura teatral y literaria. Solo estudié un año, porque mis fuerzas no daban para resistir tantas clases de danza y expresión corporal. Tampoco dejábamos de hacer la revista El Tizón. Éramos unos berraquitos, que ya hoy no se dan tanto.
Hice prácticas en Radio Santa Fe con Ayda Luz Herrera. No ganaba un peso, pero el periodismo me entusiasmó tanto que aguanté los coscorrones de Anadelina mientras sólo vivíamos de lo que pudieran darnos mis padres.
No había pasado un mes cuando llegó un señor que se llamaba Édgar Artunduaga, que dizque ya había estado en radio Santa Fe, ya había disparado las mediciones de sintonía y las Bernal echaban la baba por él, que era el periodista más exitoso del momento.
Óscar Bustos está desde hace 20 días al frentre de las noticias de Canal Capital.
Artunduaga me vinculó a su equipo y me regaló una chaqueta de cuadros, porque yo no brillaba por mis trajes y me pidió que le pagara los recibos públicos y le recogiera los correos en Avianca, a cambio de alguna platica. Yo no tenía otra opción, pero logré que el periodista me permitiera publicar una crónica diaria en los noticieros. Con los días me responsabilizó de "Las historias de los barrios" y del "Buzón del batallón de amigos de Radio Santa Fe", cuyas filas frente a la emisora yo atendía diligente y hasta sacaba noticias de esos dolores. También, me encargó de la crónica judicial, emitida cada día por teléfono desde la Policía Metropolitana.
Yo madrugaba, y me financiaba el transporte, porque el único "transmóvil" que tenía la emisora era para Marthica Camargo y Yanelda Jaimes, que cubrían el Congresito donde se cocinaba la nueva Constitución Política del país.
Artunduaga después me envió a Tumaco, en el Chocó, donde una epidemia de cólera había hecho destrozos entre la población. De allí me traje una crónica que mereció una nominación al Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Después, el jefe me envió a San Agustín, Huila, que no conocía y que me llenó de emociones. Guardo todavía todos esos trabajos.
Como días especiales recuerdo cuando mataron a Carlos Pizarro León Gómez en un avión, las heridas a Samper, el crimen de Pardo Leal y de otros de la UP. Mientras Pablo Escobar estaba enseñoreado en la soberbia más criminal, me parecía que estábamos haciendo el mejor periodismo del mundo. También sentí lo mismo informando sobre la guerra del Golfo. Presentados por Artunduaga, parecíamos enviados especiales a esos lejanísimos lugares.
Para Radio Santa Fe cubrí casi todas las masacres de jóvenes en la localidad Ciudad Bolívar en 1990 y 1991. Madrugaba tanto que llegaba antes que la policía, a descubrir semejantes paisajes mortales, y lograba testimonios auténticos sobre los hechos para entregárselos con la contundencia de la denuncia a los oyentes de la emisora más querida de la ciudad.
En el 92, Artunduaga se fue y quedamos en manos de don Germán Castro Caycedo, un verdadero maestro del periodismo. Era durante los días del apagón de Gaviria y él me responsabilizó de publicar "Apague la luz y escuche", que eran cuentos de aparecidos a los que les poníamos efectos sonoros con don Álvaro Rico, algo así como la competencia de La Luciérnaga de Cararol, a donde se había ido Artunduaga.
El mismo Castro Caycedo me dio una lista telefónica de abuelos, todos mayores, que me contaban las historias. Recuerdo que a uno lo encontré cuidando una casa, ya no recuerdo dónde, y que lo entrevisté de noche. También grabé a mis padres, que siempre han contado esas historias con una fascinación increíble.
Cuando estaba trabajando con Castro Caycedo se escapó de la cárcel de La catedral, Pablo Escobar. Lo recuerdo como si fuera ayer (solo estábamos él y yo en la salita de redacción), cuando en la noche él llamó a familiares de los Galeano (o ¿Moncaleano?), con uno de los primeros celulares que yo le veía a alguien (mentiras, Artunduaga tenía también su panela), antiguos socios del criminal, y se sorprendió cuando le contaron que a esos los había matado el capo antes de fugarse. Habló también con alguien de Presidencia de la República y me dijo que no podíamos informar nada porque se lo habían prohibido.
Fue Giraldo Gaitán, el jefe de redacción de Radio Santa Fe, madrugadorsísimo y excelente ser humano, el que me propuso irme para Colprensa, donde él también era editor, para que escribiera mis crónicas. Se lo dijimos a Castro Caycedo y de una vez me empujó con afecto, como quien dice: váyase corriendito, que aquí ya no tenemos nada más que enseñarle, usted lo que necesita es ponerse a escribir para que se pula". Más o menos así fue la cosa.
Durante tres años vi mis crónicas publicadas en los 16 diarios de Colprensa, algunas en primera página, y eso significa uno de mis mayores orgullos como periodista. Con la dirección de don Óscar Domínguez y de Giraldo Gaitán escribí algunos de mis mejores textos. Viajé mucho para conocer a Colombia en las otras capitales. Colprensa me envió a registrar el sepelio del capo Escobar en Medellín, y allí los sicarios que lo despedían, eufóricos, armados y en pantalonetas y chancletas, nos pegaron un susto que nos mató las lombrices. Nos lanzaron disparos de palabras ensalivadas y si no nos dispararon con sus armas de fuego fue porque les dimos lástima.
Cuando murió Cantinflas, Óscar Domínguez me dio la responsabilidad de escribir la crónica y cuando la hice y la envié, vía modem (que era como la caja de un muerto, en medio de la sala de redacción) me llamó el subdirector de La Patria, Orlando Sierra, y me dijo que mi texto le había gustado más que los de los mexicanos y españoles y que la iba a publicar muy destacada, como la vi al día siguiente en esos y los otros diarios de Colprensa.
…Otro día los militares nos montaron en un avión bimotor con la cúpula de las FF.AA. completa, incluido el ministro Pardo, rumbo a Yopal, donde iban a inaugurar una base militar.
En mitad del vuelo, uno de los motores se apagó y hubo mucha tensión en el descenso y en la devuelta a Bogotá. Vi a los militares y al Ministro realmente asustados, sudando, con los rostros pálidos. Regresamos a Bogotá casi a ras de tierra, con la fuerza de un solo motor también averiado. Nos recibieron en El dorado socorristas por todas partes, listos a echarle manguerazos de agua a la nave. Nos pasaron a otro avión y esa tarde estuvimos en Yopal. Escribí una crónica destacando el miedo de la cúpula militar y del ministro, y ese día me llamó el jefe de prensa del Ministerio de Defensa, a cuestionarme sobre lo publicado y a preguntarme si era que yo no había sentido miedo. Le dije que no se trataba de escribir sobre mi miedo, sino sobre el miedo de los militares en un momento de crisis.
Por esos días me llamó mi compañero de clases en la Externado, Guillermo González Uribe, para pedirme una crónica porque iba a dirigir la revista "Número" y quería publicarme. En 15 días escribí "Radiografía del Divino Niño", que él publicó en las primeras páginas y que hoy está en las antologías de Daniel Samper Pizano (Antología de la Crónica Colombiana, Volumen II) y en una antología de crónicas bogotanas de Libro al Viento, que publicó la administración de Bogotá.
Animado, publiqué con mis propios recursos el libro "Crónicas de guerras y guerreros", y también "Suroriente", una colección de mis poemas inspirados en la localidad de San Cristóbal, en la vista del fuego del Palacio de Justicia y del volcán del Ruíz.
Te cuento que cubriendo la tragedia del terremoto de Armenia, merecimos en el Noticiero Nacional una nominación como Mejor Cubrimiento de una Noticia. Y con unas "Crónicas Rimadas" también fui nominado en el mismo premio en la categoría de humor en televisión. En 2009 y 2010 fui nuevamente nominado en el CPB, y con el programa de Crónicas que dirigimos con Fernando Chacón en el Canal Capital nos hemos ganado tres veces el premio Álvaro Gómez Hurtado, que convoca el Concejo capitalino.
Me han echado de las salas de redacción cinco veces, y una vez dos "gorilas" me sacaron alzado en vilo de la casa de Nariño (en tiempos de Gaviria) porque los escoltas desconfiaron de un periodista que les pareció sospechoso porque usaba saco de lana y no tenía corbata.
Pero esas son mis medallas. Me echaron, como a un perro sarnoso, Manuel Teodoro (después de trabajar 18 meses a su lado en Séptimo Día), Julio Sánchez Vanegas (después de un año de libretear Panorama de Producciones JES), Prieto Larrota, Pirry (después de trabajar dos años como investigador periodístico en "El mundo según Pirry" de RCN, TV), Álvaro Osorio (después de trabajar dos años como reportero en Canal Capital), y Carolina Hoyos Turbay, directora del Noticiero Nacional (después de trabajar a su lado un año).
En todos los casos, la conclusión es una sola: no estoy dispuesto a decir mentiras ni a prestarme para nada que afecte mi pacto sagrado con las audiencias: solo decir la verdad.
Con Hollman nunca me he tomado un tinto (ni whisky, ni otras bebidas), soy un admirador de su periodismo absolutamente comprometido con la verdad y con la paz. Creo, como él, que el periodismo debe ayudarnos como colombianos a repudiar la violencia, y que el peor pecado de un periodista es hacer propaganda, ni a los violentos ni a nadie.
Conozco a Hollman Morris desde hace unos 15 años, cuando él era muy joven y presentaba el Noticiero Nacional, pero nunca pasábamos del saludo en la sede de Caracol TV, en la Soledad, donde yo también era reportero del informativo 7:30 Caracol, el primero que tuvo esa compañía en la televisión.
Desde hace 20 días vivo en la sorpresa, cuando su hermano me llamó y me dijo que me pusiera al frente de las noticias en Canal Capital. Luego hablé con él por teléfono (él está en Washington) y me pidió que le cambiara la orientación a la forma como Canal Capital estaba informando, que cambiara el enfoque y compitiéramos de tú a tú con las cadenas privadas. Me pidió también que conformara un grupo de periodistas, que todos fueran de fiar, y que integrara a afrodescendientes y a indígenas, porque quería en la sala de redacción la representación del país multiétnico y pluricultural en que vivimos.