Primero llegó Alf, quien mientras seguía una señal de radio amateur, estrelló su nave en el garaje de una casa en los suburbios de Los Ángeles. El papá de mi amiga Carina viajaba a Estados Unidos por negocios constantemente, y cada vez que volvía traía dos maletas cargadas de chocolates, chicles, dulces y juguetes. Una vez le trajo un Alf a Carina y otro a su hermana. Carina y yo nos robábamos el Alf de su hermana y nos escondíamos en el ático con la puerta trancada. Usando su Alf como ejemplo, me enseñó a restregar la entrepierna contra la cola parada del muñeco. Cuando volví a mi casa entendí lo que acababa de aprender y me sentí tan culpable como si hubiera encontrado una billetera y me hubiera quedado con la plata. Le pregunté a mi mamá cuáles eran los pecados capitales y entonces no me sentí tan culpable. Tenía entre once y doce años.
Muy pronto comencé a masturbarme con un canguro que mi viejo me había traído de Australia. Comencé a desvestirme y terminé quitándome los calzones. Después de un tiempo ya no encontré excusas para justificar lo mucho que lavaba al canguro. Lo metí en una bolsa de plástico y lo boté por la ventana del carro de mi abuela mientras ella no prestaba atención. Mi abuela manejaba un Volkswagen Beetle celeste modelo setenta, y algo con el que corría creando nubes de polvo por las calles empedradas de Carrasco, Montevideo. En una de esas nubes vi desaparecer mi canguro envuelto en una bolsa negra.
Luego usé a un Pastor alemán al que también asfixié en una bolsa de plástico. Y después de los animales de peluche evolucioné a las almohadas.
Mientras revolvía el clóset de su papá, Carina se encontró una tula de cuero negro llena de revistas porno. Vi cosas que no me hubiera imaginado que fueran posibles. Descubrí el sexo oral y cuando le pregunté a mi vieja si lo hacía con mi viejo, lo negó. Me sentía culpable. La culpa me pesaba como una cruz sobre la espalda. Entonces agarré las páginas que más me excitaban, las apreté entre dos puños, las metí en los bolsillos de la falda del colegio y al día siguiente las enterré y las pisé, jurando jamás volver a ver algo similar.
Le enseñé a Carina y a su hermana cómo hacerle el amor a una almohada y empezamos a hacerlo todas juntas, muy seguido, cada vez que nos quedábamos solas en el ático de su casa. Teníamos todo un barrio organizado allí arriba: supermercado, colegio, tres casas, hospital y un parque. Nos imaginábamos que estábamos casadas y al final de cada día volvíamos cada una a su casa a hacer el amor con nuestro respectivo esposo.
Carina y su hermana no eran ingenuas e inocentes como mis amigas del colegio. El de ellas era otro voltaje. Carina, en particular, tenía una carga sexual muy fuerte. La causa de ello es, hasta hoy, algo en lo que prefiero no pensar. Mejor no enterarme de algunas cosas. Lo cierto es que las tres nos dedicamos a explorarnos sin pudor alguno. Y sin haberlo hecho, teníamos un pacto de silencio. No hizo falta discutirlo para saber que no lo compartiríamos con nadie.
En algún momento esos juegos se acabaron y los sustituimos por Tom Cruise, New Kids on the Block, un concierto de Erasure, caballos, las primeras fiestas, ropa en colores neón, Jason Voorhees, Freddy Krueger y el copete en el pelo. Ya éramos adolescentes. Por la noche, cuando ya todas las luces de mi casa estaban apagadas, comencé a masturbarme con mi colchón. Restregaba la entrepierna contra el borde del colchón. Una rodilla sobre el colchón y la otra en el piso. Lo hacía hasta venirme, todas las veces. Cuando terminaba volvía a ponerme la pijama y olía el lugar del colchón donde me había restregado. No empecé a usar los dedos hasta mucho tiempo después. Demoré muchos años en amaestrar mi clítoris.
Pero no admitiría que me masturbo hasta el año 2005, cuando compré mi primer vibrador. Lo llamé Celeste, como su color. El aparato de plástico duro tendría unos doce centímetros de alto y poco más de dos centímetros de grueso. En la base tenía una pieza que giraba y así se encendía. En algún momento temí que quizá perdería la capacidad de sentir placer al tener una relación sexual. Y es que la cabeza parece autoprogramarse con respecto a la masturbación de manera inconsciente.
No recuerdo que mi vieja se hubiera sentado conmigo a hablar del tema. Todo lo que aprendí fue con mis amigas, pero en ningún momento se discutió el tabú que pesa como cargándose a uno mismo.
La culpa no siempre me pesó. Se convirtió en fuente de inspiración y, cómo no, de placer. Imaginarme situaciones imposibles y condenables en un lugar donde podría ser descubierta mientras me tocaba podía generar el orgasmo más salvaje. Las cuatro de la tarde, cuando el Sol ya no se posaba sobre la piscina y las sombras de los pinos altos oscurecían el agua. Dentro del agua en puntas de pie como una bailarina de ballet en una esquina desde donde se veía la sala de la casa de mi prima, la empleada aspirando la alfombra. En el segundo piso mi prima bañando y vistiendo a sus tres chiquitos. Mientras tanto yo apoyada en el brazo izquierdo, descansando sobre el borde de la piscina, y la mano derecha metida dentro de la parte baja del bikini, pensando en la cabeza llena de canas del esposo de mi prima… Cuando me iba a venir me llenaba los pulmones de aire y me sumergía suspirando en gritos ahogados.
Alguna vez oí que masturbarse no era sano, como si enfermara o dañara algo. Y a mi viejo, cuando era niño, le decían que hacerse una paja hacía que a los hombres les crecieran pelos en las palmas de las manos. Qué miedo. Se dice que masturbarse crea ceguera, locura o estupidez. Que daña los órganos sexuales y detiene el crecimiento de una persona. La realidad es que libera del estrés y tensiones físicas. Relaja y ayuda a que uno se quede dormido con facilidad. Algunas mujeres se masturban para aliviar el dolor menstrual y hay estudios que demuestran que previene la endometriosis. Algunos científicos aseguran que eyacular frecuentemente reduce probabilidades de tener cáncer de próstata.
No hay nada como follar, pero una buena sesión masturbatoria sacia las ganas y detiene el tiempo. Así como hay gente que no lo hace, otros lo hacen todos los días y más de una vez al día. No hay una medida ideal. Son pocas las mujeres que admiten que lo hacen. Los hombres, en cambio, lo comentan tanto que ha perdido el misterio y se les convirtió casi en una necesidad de evacuación, como mear.
Deberíamos poder desprendernos de los tabúes que solo amarran. Ir soltando capas innecesarias como pelando una mandarina hasta llegar a lo más primitivo, lo más íntimo y real, la esencia. Masturbarse libera. Es un momento personal y sublime. Masturbarse es quererse a uno mismo, es explorarse, conocerse y sorprenderse. Es una ofrenda a uno mismo. Es un derecho, una posibilidad, una maravilla. Masturbarse ni pringa ni embaraza. No es condenable ni es pecado. Masturbarse arregla un mal día y engaña al corazón solitario. Masturbarse es para todos. Es un regalo.
*Esta columna tiene partes de un capítulo de mi primer novela titulada Mi vagina rota, que publicaré con la editorial Rey Naranjo en 2013.
@Virginia_Mayer
Masturbarse es un regalo
Mié, 28/11/2012 - 01:04
Primero llegó Alf, quien mientras seguía una señal de radio amateur, estrelló su nave en el garaje de una casa en los suburbios de Los Ángeles. El papá de mi amiga Carina viajaba a Estados Unido