Reseña del libro La luz difícil de Tomás González
“En la vida se mezclan los hechos grandes con los pequeños, y con el mucho paso del tiempo las perspectivas se pierden. Qué es lo pequeño, qué es lo grande, nadie sabe. Nadie sabe si hay cosas menos importantes que otras. Nadie sabe si las cosas tienen algún orden o son arbitrarias”
Si en un tesauro hubiera de ponérsele palabras claves a esta novela no dudaría en colocarle la tríada: Amor, Tiempo, Luz, navegando dentro de un denso caldo de Dolor; son estos a mi entender los puntos marcantes de esta magnífica novela La luz difícil, la última y afortunada obra de Tomás González. Es un libro sin pretensiones, que se lee de corrido con placer y enganche desde la primera línea. Un libro en donde la poética se mezcla con la narrativa de manera natural y sutil para contento del lector.
La trama no por parca carece de interés; se nos cuenta un periodo de la historia de una familia colombiana viviendo en New York (Lower East Side): David el padre, Sara la madre y sus hijos Jacobo, Pablo y Arturo. El drama que se narra es el que concierne esta familia ante la decisión de Jacobo, víctima de un accidente automovilístico que lo dejó cuadripléjico, de practicarse la eutanasia como remedio a los atroces dolores que lo atormentan día y noche. Aquí no se devela ningún secreto, dado que desde el inicio es anunciado.
Una novela bastante autobiográfica según lo comenta el propio Tomás González, escritor colombiano nacido en Medellín en 1950 y actualmente dedicado a la literatura como escritor y como profesor.
Escrita en primera persona por David a sus 78 años y por la época en que vive un infortunado proceso progresivo de ceguera; decide contar por escrito lo acaecido hace 18 años. Este lapso transcurrido le permite tomar una cierta distancia con el hecho principal de la historia, al tiempo que involucrar en la narración su nueva vida de soledad cuando su mujer Sara ya ha muerto y sus hijos Pablo y Arturo han permanecido en los Estados Unidos y él mismo ha regresado a vivir aLa Mesa, un pueblo colombiano.
Y es que no es fácil librarse al ejercicio al que se entrega admirablemente el escritor: una novela corta, con una trama sencilla y mantener al lector tensamente atado en búsqueda de un desenlace que desde el principio se conoce. Narración hora por hora de un colofón de antemano sabido, y página por página embelesado el lector en aguardo de esa confirmación; el narrador también está inquieto y así lo manifiesta: “Yo no podía parar de mirar el reloj. El tiempo chirriaba y nos atormentaba con sus piñones y sus púas” y más adelante agrega: “Era como si las palabras estuvieran perdiendo ya la capacidad de contener el tiempo, y yo de entenderlo, y los relojes de medirlo”
Cree uno, probablemente por antojo, descubrir en la lectura rasgos de Fernando Vallejo (sin sus hipérboles ni iconoclastias), así como de Juan Gabriel Vásquez; ambos escritores colombianos, tal vez sea esto debido al mismo origen cultural, incluso regional; con ello no se está sugiriendo alguna falta de originalidad ni aún menos de imitación. Sólo que hay un cierto sabor de escritura colombiana de los últimos años.
David, pintor de profesión, está empecinado, por la época del hecho, en la consecución de una luz sobre el óleo de turno que ilumine la espuma que produce la hélice rabiosa de un ferry al rugir sobre el agua; metáfora de la ofuscación que produce la búsqueda de una salida al túnel en que la vida familiar está enfrascada.
Luz hay por todas partes. La “difícil” en el pincel del pintor reluciendo la espuma del agua; la bucólica en el jardín colorido de La Mesa; la ausente de los ojos marchitos del narrador; la amorosa en la vida matrimonial de David y Sara; la extinguida en el dolor de la enfermedad de Jacobo; la que se desea oscurecer: “apagar el alma unos minutos como soplando una vela y dormir”; la placentera en el lector después de concluir el libro.
Dolor hay por todas partes. El de la ausencia del ser amado “después de que se murió Sara, y el mundo se me puso frío”; el del ocaso: “la inevitable soledad de la vejez humana”; el de la contemplación impotente de la invalidez del hijo Jacobo; el de la angustia de la espera del resultado de la “intervención” de Jacobo; el de la pérdida de las capacidades visuales y físicas de David; el de la fatalidad: “El infortunio es siempre como el viento: natural, imprevisible, fácil…”. Dolor presente en cada línea sin exuberancias ni histrionismos.
Tiempo hay por todas partes. El de la larga y angustiante espera de la aniquilación del hijo; el del transcurrir de las vidas contadas; el del recuerdo ora sosegado, ora angustioso; el de las horas entristecidas sin sueño; el circunstancial: “El tiempo es materia elástica que depende de la alegría o la aflicción”.
Amor hay por todas partes. El profesado a los hijos; el de la recordación de la tierra natal; el del arte con que David pincela sus cuadros; el de la vida: “Y mi gran soledad se llenó de pronto con el universo entero”; el conyugal: “Nunca he sido capaz de diferenciar demasiado entre amor y deseo, así que puedo decir que nos tuvimos mucho amor toda la vida”.
Un libro que a todas luces recomiendo y que deja un sabor gozoso y optimista como bien lo expresa la frase del narrador: “La alegría aflora siempre, como trozo de madera en el agua, no importa lo profundo del horror de lo vivido”.