¿Luis Carlos Restrepo culpable?

Jue, 07/02/2013 - 01:05
En el afán de la izquierda agazapada, por criminalizar a Álvaro Uribe, pocas presas más apetecidas que Luis Carlos Restrepo. Para nadie es un secreto la

En el afán de la izquierda agazapada, por criminalizar a Álvaro Uribe, pocas presas más apetecidas que Luis Carlos Restrepo. Para nadie es un secreto la gran cercanía y confianza entre el expresidente y su comisionado, a quien encomendó la tarea más delicada de su gestión: desarmar a las autodefensas campesinas y a las mortíferas bandas uniformadas que se mimetizaron y pasaron por el mismo tamiz de las primeras. Una decisión arrojada, pero quizá políticamente equivocada.

Esbocé dos nociones que no quiero extraviar en las frases: había autodefensas verdaderas junto a bandidos disfrazados, y todos eran paramilitares. Digo también que la desmovilización paramilitar fue quizá el peor error político de Uribe. Y voy a explicar los dos conceptos. Hubo campesinos y finqueros tradicionales cuyas familias, regiones y propiedades fueron devastadas por la guerrilla. Valledupar -por ejemplo- durante dos décadas fue tierra de impunidad guerrillera; las Farc y el ELN extorsionaron, asesinaron, secuestraron y sometieron toda una región que jamás encontró protección ni abrigo del Estado, ante esa horda foránea y sanguinaria que exterminó un modo de vida y arruinó todos los sectores de aquella economía prospera que empezaba a despuntar en el concierto nacional. Por eso, en el Cesar surgió una autodefensa ilegal que contuvo la guerrilla, pero luego rebasó su origen contrainsurgente arrastrando vidas inocentes. Sí. Esa fuerza surgió del estamento militar legal, ante la apatía del Estado, para defensa del statu quo e imponer un orden -indeseable también- que para muchos, fue paz y devolvió la provincia a los causes del trabajo, impensables bajo la guerrilla. Paralelamente, en las urbes florecía el narcotráfico en manos de marginales sin ley, que de robar carros y contrabandear cigarrillos, pasaron a llenarse de dólares. El dinero se volvió la ley. Y el Estado tampoco reprimió sus arbitrariedades, sino que se dejó engullir por su poder corruptor. Esos nuevos millonarios, sin educación, invirtieron en tierra rural; al fin y al cabo, descendían de campesinos desplazados por la violencia, la tierra fue una opción lógica. Unos y otros se agruparon para defender lo propio. Los primeros sus tierras y costumbres ancestrales. Los segundos su nueva riqueza, y el negocio que les dio el poder. Las fuerzas armadas no hicieron distinción entre bandidos y campesinos a la hora de procurar aliados en la lucha anti-insurgente. Por eso, aunque muy diferentes en su origen, ambas facciones pueden llamarse para-militares. A desmovilizar y someter voluntariamente a la justicia, semejantes angelitos, mandó Uribe a Luis Carlos Restrepo. ¡Valgame Dios! Un hombre solo contra tal variedad de transgresores. Para 2002 cuando Uribe fue elegido Presidente, las autodefensas funcionaban en unos 6 o 7 grupos autónomos, de mando horizontal e independiente, y tenían una figura simbólica a quien pocos hacían caso: Carlos Castaño Gil. Él ya no mandaba, pero influía y todos lo usaban como denominador común y faz política de una sopa de varias carnes de la que él era la sal. Todas esas organizaciones, que nunca fueron una, existían desde mucho antes. Y ejercieron su presencia militar ofensiva, disuasiva y criminal durante los gobiernos de Belisario, Barco, Gaviria, Samper y Pastrana… Fueron veinte años de surgimiento y apogeo de los “paras” sin que jamás un juez, fiscal, policía y mucho menos un magistrado de la corte, se ocupara de ponerles en cintura. ¡Nunca! Uribe decidió terminar su existencia. No para “ayudarlos” o darles impunidad, como dicen los mamertos ponzoñosamente. Sino para que el estado Colombiano no tuviera la vergüenza de vivir acurrucado y desfalleciente entre dos fuerzas armadas ilegales. Afirmo que fue un error político de Uribe desmovilizarlos, porque debió calcular la saña de quienes ahora lo señalan. Pudo haberlos “dejado por ahí” fácilmente, como hicieron 5 gobiernos seguidos que hoy callan. Pero no. Sin necesidad política alguna, puso a su hombre de confianza en la titánica tarea de hipnotizar ese monstruo multicéfalo, que cinco presidentes en fila habían validado. Uribe pudo haberse dormido en indolencia ante un paramilitarismo apoderado del país, como lo encontró, y golpearlos militarmente como a la guerrilla. Yo conocía a Luis Carlos Restrepo. Por solicitud suya y del Gobierno, acepté ayudar a desmovilizar la autodefensa del Cesar y el Magdalena. Fue una tarea compleja, de diálogo, fricciones, tensiones, construcción de confianza y persuasión. Seis años he padecido agravios injustos por lograr algo que muy pocos colombianos han tenido el valor de intentar: detener una máquina de guerra a mucho riesgo y nada a cambio. Pero sentí que se lo debía a mi tierra y mi generación; la misma de Rodrigo Tovar, ese Jorge 40 que ahora sindican quienes antes adulaban sin rubor. En la juventud conocí su corazón franco y alegre; encontré al hombre, ya endurecido por la guerra y trocado a villano o redentor, según desde donde se le mirara. Siempre dialéctico, elocuente, audaz, desconfiado, a veces pesimista… Pero lo logramos. Rodrigo enterró a Jorge 40, voluntariamente, sin haber sido batido o capturado. Si acaso fue una sanción, no debió ser extraditado. Había cumplido. Disolver el bloque de 40 fue el último logro de Restrepo. Fui parte del empeño. Quizá un instrumento, sin malicia. Pero tengo el deber con mi conciencia de afirmar hoy que, en casi dos años viéndolo batallar por obtener la desmovilización paramilitar, siempre reconocí un estratega astuto, artificioso, socarrón si se quiere, pero jamás un delincuente o un criminal disimulado, más bien un hombre de Estado, que jamás prometió cosa alguna por fuera de la ley ni pactó agendas encubiertas con su contraparte. El Restrepo que yo conocí fue hosco, duro, hiriente a veces, valiente siempre. Y recto. El país le debe mucho. En un ruidoso vuelo de helicóptero sobre los cerros de Colombia, Luis Carlos me relató el contenido y planteamiento de su tesis de grado en filosofía, que lo era casi también en teología. No puedo dejar de pensar en cuan premonitoria fue su obra, y hasta qué punto se autodefinió en ese tratado que tituló “El Inocente Sufriente”. ¡Como es la vida! @sergioaraujoc 
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